Riverita cursaba con Carlos el cuarto de bachillerato y era retraído y brillante. Pequeño, de cuerpo enjuto, y con aquellos lentes de miope, tenía una típica cara de mono sabio. A través de los lentes, sus ojos se iluminaban a veces con inconfundibles destellos de inteligencia. Pero en general su mirada era triste y apagada, tristemente apagada, una mirada volcada hacia el interior. Riverita, por supuesto, no practicaba ningún deporte y no se enamoraba hasta donde uno supiera por lo menos. Se pasaba los recreos leyendo libros de la pequeña biblioteca del colegio y desde luego era tranquilo y hablaba poco y sacaba las mejores notas. Los maestros, naturalmente, lo apreciaban, pero no era popular entre los estudiantes. Algunos lo tenían a menos, aunque ciertamente valía más que ellos. Otros lo trataban con indiferencia manifiesta, o bien con una forma de aprecio parecida al desprecio. No se podía decir si le gustaba estar solo o si se veía obligado a estarlo, pero cuando alguien franqueaba el umbral de timidez que lo separaba del mundo, descubría a un ser humano abierto y sociable, incluso conversador, al menos dentro de su reducido círculo de amigos.

Al minuto de conocerlo, la mamá de Carlos se impresionó favorablemente con la personalidad de Riverita, y acogió sin reservas la naciente amistad entre ellos. Incluso se dio a la tarea de incentivarla, brindándole a Riverita todo tipo de atenciones: helados, dulces, sonrisas. En cualquier momento recibía con beneplácito la presencia de aquel muchacho tan educado y tranquilo -¡no lo podía creer!- que solo pensaba en estudiar y superarse, y que hablaba con propiedad de muchos temas, a excepción del tema político.

Riverita creció en su corazón a medida que el rendimiento escolar de Carlos se disparó en un curva ascendente que se reflejaba en sus notas, quincena tras quincena. Durante el periodo de exámenes se impusieron un concienzudo programa de estudios, cuyo rigor amainaba con el suministro de batidas y refrescos que se proporcionaban en abundancia. De tres a siete de la tarde estudiaban todos los días, incluyendo los sábados, y a veces -muy raras veces- extendían el horario hasta las ocho, bajo protesta de la mamá de Carlos que no consideraba prudente que Riverita regresara a su hogar a deshora. El muchacho le quitaba presión al asunto haciéndolo notar que prácticamente vivía al doblar de la esquina, a una cuadra de distancia, pero el razonamiento no disipaba por completo la preocupación de la madre, y en todo caso hacía que Riverita la llamara por teléfono, apenas llegar a su casa. Solamente los domingos le daban tregua a los estudios y se permitían el lujo de ir al cine y pasear por el malecón.

La mayoría de la gente iba a misa los domingos en esa época, incluyendo muchachos y muchachas, y Riverita no era, desde luego, una excepción, pero Carlos iba de mala gana o nada más para fijarse en las féminas, porque en otra cosa no ponía ojos ni oídos. Ambos comulgaban mejor con el cine y preferían asistir (religiosamente, eso sí) a la tanda de las diez y media, la tanda vermut, y además, casi nunca faltaban al matiné de las tres. Iban con frecuencia al Rialto y al Santomé, que eran sus salas favoritas. Jamás, sin embargo, al Élite. El Élite era, como su nombre, un cine pretencioso, era más caro, y en las tandas de la tarde y de la noche había que presentarse con saco y corbata.

Después de la matiné bajaban al malecón a pasear, a pasear y ver pasar a las muchachas en flor, a saludar a los amigos, a disipar. Casi todo mundo (todo el mundo pudiente) hacía lo mismo a esas horas ese día: bajar al malecón a disfrutar de la brisa fresca del mar, el mar Caribe, a caminar junto a la interminable hilera de canas de cabellera salobre, a sentarse en los bancos de cemento, a lucir prendas, vestimentas y automóviles de lujo. Los domingos sin el malecón, no eran domingos, igual que el malecón no era malecón sin vendedores ambulantes y ciguas palmeras, y pescadores, alcatraces y tijeretas en el litoral.

Aquellos domingos mansos podían terminar abruptamente si el hombre fuerte del gobierno, el Generalísimo en persona, se antojaba de dignificar el lugar con su presencia y su séquito de fieles. Previo a su llegada, las fuerzas de seguridad establecían una zona de exclusión parcial de varios kilómetros, que se convertía en una zona de exclusión total, ya que la gente, prudentemente, se desbandaba al enterarse de la cercanía del mandatario.

El hecho, por fortuna, era más frecuente en días de semana y, en general, cuando nada perturbaba la rutina del séptimo día, las cosas sucedían de otra manera. La brisa, por ejemplo, cambiaba de dirección a cierta hora, los pescadores sacaban los chinchorros a cierta hora, los alcatraces y tijeretas se ausentaban, las ciguas, la multitud de ciguas se posaban. La inmensa procesión de palmas cana, inmóvil durante el día, parecía avanzar y avanzaba en la tarde hacia el poniente. Después se encendían las luces de neón, si acaso eran luces de neón, y terminaba el domingo, la tarde de un domingo, o más bien se cerraba dulcemente, melancólicamente, como todas las tardes de domingo.

En el transcurso de los paseos dominicales y el tiempo libre, Carlos y Riverita repasaban mecánicamente las lecciones, que ya conocían a saciedad, y afinaban, sin percatarse, el conocimiento. El resultado fue, desde luego, brillante. Riverita sacó cien en todas las materias, como de costumbre, y Carlos obtuvo el segundo lugar con las mejores calificaciones de su vida. La madre quedó tan impresionada con aquel rosario de notas sobresalientes que estuvo a punto de sufrir un sofocón. En cuanto se repuso bajó corriendo las escaleras -o lo que para ella significaba bajar corriendo- y se dirigió al supermercado Wimpi’s, el único digno de tal nombre que había en la ciudad, de donde regresó cargada de refrescos, frutas y golosinas importadas para sus héroes. Con la lengua afuera, muerta de cansancio, empapada en un diluvio de sudor, el rostro reluciente de felicidad, se dejó caer sobre una mecedora de caoba y llamó a los muchachos para celebrar. En ese momento se enteró de que los muchachos habían salido a celebrar por su cuenta.

Con las vacaciones llegó el tiempo de la libertad y el ocio para la mayoría de los estudiantes, no así para Riverita. En la práctica, Riverita no hacía mucha diferencia entre las vacaciones y el período lectivo, y seguía como si nada, cumpliendo un apretado programa de estudio con miras al próximo año.
Estudiar era su vicio y su lisio, el único que conocía, y su mejor diversión porque estudiaba con curiosidad, por interés, no por pasar los exámenes.

En cambio Carlos volvió a las andadas, las notas lo curaron en salud y se le pasó la fiebre de los libros. El exceso de tiempo libre lo empujó a frecuentar a sus compañeros de correrías, que lo recibieron como a un hijo pródigo en un momento trascendental. Corría la voz de que Jenny había regresado.

Inequívocamente la habían visto llegar del aeropuerto en un Cadillac negro del año -el chofer grandote y negro, en uniforme verde olivo-, en compañía de una mujer con cara de institutriz o enfermera, una extranjera, sin duda, blanca, delgada, menudita, con los cachetes rojos como manzana. Esta vez no era un espejismo. La habían visto llegar el sábado por la noche, a eso de las nueve. El chofer grandote y negro en uniforme verde olivo, la extranjera pequeña, delgada y menudita, con los cachetes rojos como manzana, el jardinero idiota abriendo y cerrando la puerta, la marimacho haciéndose cargo del equipaje, Jenny toda azul, vestida de colegiala, toda princesita, con un bolso y una cámara Polaroid en el hombro, muy mona ella, aunque de lejos, y a esa hora de la noche.

Pero era Jenny, sin duda, inequívocamente Jenny. Jenny en un Cadillac con chofer y librea, un chofer grandote y negro, y en compañía de una diminuta señora blanca vestida de blanco. Y ella toda azul, en uniforme de colegiala, la Polaroid al hombro. Entonces era cierto: Jenny existía. 

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