Hubo una época en que andábamos a la caza del jazz en vivo. Cintas, larga duración y discos compactos no sustituyen la delicada fruición de lo efímero, el placer que el jazz en vivo provoca. Es la vida como instante capturado. Contrapunto entre la carne y el espíritu. Cada interpretación tiene su magia interna, y sus sabores y colores particulares.

Cierto que uno que otro músico allende los mares venía a transportarnos al nirvana momentáneo de un concierto en vivo. Pero, a veces los presentaban en lugares incómodos y no preparados como salas de concierto, a veces en la acogedora Casa de Teatro y en ocasiones el motivo de la visita era algún festival. Era ese el momento en que se disfrutaba del que venía y de nuestros músicos, que servían o como teloneros o como parte de la banda y en ocasiones eran mejores que la estrella invitada. Qué buenos músicos de jazz tiene nuestra nación.

Uno se movía para Puerto Plata que allí el Sandy hará reír y llorar el saxo. O se enteraba que por ahí Moreno con su épico trombón dominará el mundo ganando la carrera a Pinky y Cerebro. En Casa de Teatro se hacían diversas presentaciones.

Pero, el asunto no era sistemático o como diría un sociólogo de los del número del Distrito, no era sistémico. Teníamos, como quien dice, chubascos aislados de buena música en vivo. Pero, era difícil encontrar un lugar cualquier día de la semana, en cualquier mes, de cualquier año, donde sentarse a oír cualquiera de las variantes del jazz.

De repente, hace cinco años, un octubre de 2006, el jazz comenzó a ser más cotidiano, cuando Fernando Rodríguez de Mondesert dijo hágase jazz en Dominicana. Fue así como reconfirmamos que nuestra nación tiene excelentes jazzistas, que hay músicos para jameos de calidad todos los días. Lograr sobrevivir por cinco años promoviendo la creación de espacios para saborear “la música de los músicos” de ahí ahí, no es paja de coco. De todos los espacios promovidos por Fernando, mi preferido es el Fiesta Sunset Jazz, los viernes, en la Azotea del Dominican Fiesta.

Termina la semana y uno se zafa de la mochila de conceptos que debe llevar sobre sus hombros. Guarda el manojo de barajas políticas que todo sociólogo debe leer para dar cuentas de los entresijos del poder. Deja todo intento de racionalizar el entorno, y se entrega, cual adolescente que descubre el orgasmo, a la enervante sensualidad del jazz, al placentero e intenso sabor de un Gran Duque de José Alfredo, al torbellino de matices que el Cubaney hace estallar en las papilas. Nada de reflexión: atrapado por la emoción, por los sentidos, por las tardes y noches del viernes en el Fiesta Sunset Jazz.

Como he dicho en otras ocasiones: en algún momento de su vida Fernando descubrió que el jazz puede ser sacerdocio, y vaya que ha logrado una parroquia grande y armoniosa, con fervientes seguidores y un conjunto de oficiantes.
El autor es ciudadano
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