A largo plazo, el bienestar está indisolublemente ligado al incremento de la productividad. La evidencia de esto es contundente: las economías de mayor ingreso no son necesariamente aquellas que cuentan con más recursos sino aquellas más productivas. Una economía más productiva es una que es capaz de producir más y mejor con menos. A la vez, hacer crecer la productividad implica lograr que, de forma permanente, haya aprendizaje, innovación y escalamiento tecnológico.
Es cierto que la política macroeconómica, esto es, la política fiscal y la monetaria, juegan un rol importante en acelerar o desacelerar el crecimiento y, por lo tanto, tiene un efecto relevante en cuestiones como la producción y el empleo, y también sobre los precios lo que afecta el poder de compra e incide sobre el nivel de incertidumbre y sobre la inversión. Pero eso es en el corto plazo. Aunque el largo plazo es una sucesión de muchos cortos plazos, es difícil, pensar que una sociedad puede satisfacer las necesidades crecientes de su población solo en base al manejo del gasto público y de los agregados monetarios, sin lograr cambios tecnológicos significativos.
También es cierto que los impuestos, incentivos y regulaciones inciden en la forma en que se crece, específicamente donde se generan los empleos y en los tipos de empleos que se crean. Pero en la medida en que estas tienden a influir principalmente en la dirección de la inversión y los recursos en general, su incidencia en los cambios tecnológicos y en la innovación son limitados.
Por lo anterior, lo que hacemos con la política macroeconómica, la política fiscal y las regulaciones puede apoyar y complementar esos esfuerzos o puede limitarlos, pero son los arreglos que logramos para promover el aprendizaje y la innovación los que determinan las probabilidades que tenemos para convertirnos en una sociedad de bienestar.
Una política social que habilite a las personas para aprender es el fundamento de la promoción de una sociedad preparada para lograr progreso técnico sostenido y de base amplia. De allí la importancia de garantizar el derecho a la educación a todo el mundo.
Pero, aunque imprescindible, la educación es insuficiente para lograr el objetivo de hacer de la innovación y el cambio tecnológico un proceso sostenido y permanente. Se necesitan inversiones explícitas en investigación y desarrollo que transformen las capacidades y habilidades humana, así como el conocimiento, en nuevos procesos de producción o nuevas mercancías. Eso es lo que al final termina impulsando la productividad, la competitividad y la captura de valor agregado.
Por eso, uno de los factores que parece explicar mejor la velocidad a la que los países crecen, mejoran el bienestar, y se acercan al nivel de ingreso de los países más ricos es cuanto invierten en investigación y desarrollo. El gráfico adjunto muestra la distancia que prevalece en términos de la inversión en I+D entre un grupo de países, entre los que se encuentra Israel, Finlandia, Corea del Sur y Dinamarca, y los países de América Latina. En promedio, estos últimos invierten un tercio de lo que invierten los de la OCDE, el club de países de mayor ingreso. Eso significa que la inversión en I+D es muy rentable. De hecho, un estudio del BID, citando el resultado de investigación de dos economistas, ubica la rentabilidad social media de la inversión en I+D en América Latina en 33%.
Cabe hacerse la pregunta entonces de, si esto es conocido, por qué los países más rezagados no toman la decisión de invertir más en I+D.
En el caso del sector privado, las razones pueden ser al menos tres. La primera es que las empresas privadas pueden percibir que no pueden apropiarse plenamente de los resultados de esa inversión y que hay un alto riesgo que sean otros quienes saquen provecho. A eso se le conoce como el problema de la apropiabilidad y se da cuando las empresas no son capaces de evitar que la competencia les copie y les imite. La segunda es que la rentabilidad misma de la inversión es incierta, que el retorno, aunque sea positivo, podría ser a plazos mucho más largos de los que querrían los inversionistas, o que como hay mucha inversión en intangibles (como la formación de personas) que no es “liquidable” si el proyecto no fructifica, los inversionistas no estén dispuestos a invertir tanto como deberían, dado el retorno esperado. La tercera es que las empresas que hacen I+D tengan poca relación entre ellas y, por tanto, no se benefician de los conocimientos de otros. Eso, que se conoce como problemas de coordinación, hace que la inversión en investigación, y el rendimiento en ella, sea menor a la que sería posible en caso de que trabajasen más de cerca.
Pero también el sector público puede invertir menos I+D de lo que es socialmente rentable y deseable, y también puede invertir mal. Por un lado, como la rentabilidad es a largo plazo y los períodos políticos son cortos, quienes toman decisiones en el sector público suelen invertir menos porque no habrá retornos políticos a tiempo, aunque los beneficios sociales sean muy altos. Por otro lado, las decisiones son frecuentemente influenciadas por sectores de interés, desviando las inversiones de aquellas áreas donde habría más rentabilidad social.
Un tercer actor relevante son las universidades y centros de investigación. Los resultados que producen en materia de conocimiento pueden tener implicaciones directas en el ritmo de innovación y en la productividad en la medida en que trabajen de cerca con las empresas y otras organizaciones vinculadas a la producción como las cooperativas y asociaciones productivas. Es por ello que el Estado debería jugar un papel central en estimular la relación entre empresas y universidades.
De hecho, en los países que se toman en serio la innovación como fuente de generación de riqueza, sus Estados hacen esfuerzos por estructurar sistemas o redes nacionales de innovación, los cuales consisten en un conjunto de reglas, incentivos, espacios, instituciones y relaciones entre instituciones públicas, empresas, universidades y otros, con el fin de potenciar la producción de conocimiento y de aplicaciones de éste en los ámbitos relevantes.
Cabe mencionar que el Plan Nacional de Competitividad Sistémica considera la creación de un Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico.
Además, el país cuenta con un Plan Estratégico de Ciencia, Tecnología e Innovación 2008-2018. A pesar de eso, hay un significativo retraso en esta materia porque esto no ha sido tomado con la seriedad debida.
Con un financiamiento más adecuado a la educación pre-universitaria se ha dado un primer paso. Al tiempo que se fortalece la calidad de la enseñanza y el aprendizaje en ese nivel, hay que seguir “aguas abajo” fomentando la generación de conocimiento en las universidades y centros tecnológicos, proveyendo, entre otras cosas, financiamiento adecuado para invertir en I+D, proveyendo incentivos a las empresas para que hagan lo propio, y promoviendo su articulación con la economía.
Continuar retrasando esto es prolongar el rezago productivo y competitivo, y con ello, acelerar la velocidad con la que nos distanciamos de la meta que queremos alcanzar: una sociedad más productiva y justa.