La identidad debe ser vista siempre como gerundio, es un constructo que está siendo, se está creando-concibiendo, por lo cual, es saludable analizarla por momentos, pequeños espacios de tiempo que son los más parecidos al hedonismo: placeres momentáneos matizados por la escasa duración y el gran placer que provoca.
En el caso de la República Dominicana esa construcción tiene unas características muy auténticas, pues es construida de espaldas a los elementos que le dan origen, nace por negación y ha de entenderse como un producto de la subcultura del mulataje.
En él negamos nuestras raíces etíopes para buscar ese factor identitario en una herencia europea que en nada nos caracteriza. Esta situación es tan grave que hasta Eugenio María de Hostos (11 de enero de 1839, Mayagüez, Puerto Rico- 11 de agosto 1903, Santo Domingo, República Dominicana), nos define como una construcción compleja en donde juntamos “… lo más feo del etíope con lo más bello del nórdico”.
Un grupo de seres humanos entre gallos y fandango que no podían tener avances viviendo la vida en estas simplicidades, tanto, que el gallero era referente de seriedad en un grupo de personas que no había desarrollado su conciencia moral, ni su conciencia social. Los pesimistas nuestros, si es que se puede aceptar el término, recurren a denostarnos como una forma de autentificar esa negación definiéndonos como haraganes, por herencia española, brutos por herencia africana y yerberos por herencia taína.
La expresión más elevada de esta aseveración se muestra en Cartas a Evelina en donde Francisco E. Moscoso Puello (Santo Domingo, 26 de marzo de 1885, 20 de enero de 1959) muestra como Estampas Dominicanas el ocio, la pereza, la escasa formación y la vida en una hamaca. l