Como no soy experto en el tema, y a mi edad me falta el tiempo para serlo, no entraré en la discusión planteada por las autoridades haitianas con relación a la harina de fabricación dominicana y las razones de su decisión de prohibir el ingreso de ese alimento a su territorio. Pero a sabiendas de cuanto nos gusta el pan y todo aquello que se elabora con nuestra harina, me imagino que si produjera cáncer, como alegan los haitianos, quedarían muy pocos dominicanos vivos. En lo que a mí respecta, estaría hecho un cadáver.
La prohibición bajo el alegato de que su alto contenido de bromato de potasio plantea un alto riesgo de salud, por ser un “componente cancerígeno”, carece de fundamento, dado que dejó de usarse hace tiempo en el país, aunque sigue utilizándose en otros lugares, como Estados Unidos, para madurar su proceso de elaboración. A todas luces, en el marco del conflicto migratorio entre los dos países, es obvio que la veda contra la harina dominicana, como lo fue en su momento la de los pollos, huevos y otros productos nacionales, es una medida de carácter político basada en una presunción de debilidad nacional por efecto de las campañas contra las decisiones del Gobierno en materia migratoria, muchas de ellas alentadas por las propias autoridades haitianas, en un gesto poco amistoso.
Para no agravar una relación bilateral, y evitarle a la nación vecina un grave problema de salud, mayor que el que ya tiene, valdría considerar la posibilidad de la compra de esa harina por el Gobierno para dedicarla a programas sociales, ampliando de este modo el desayuno escolar, la alimentación en los orfanatos, los comedores económicos y los hospitales, paliando a su vez las pérdidas de los productores. En tal caso, a los haitianos no les sería difícil encontrar otro abastecedor de harina de mejor calidad y no se nos podría culpar por la previsión de evitarle a un buen vecino un daño severo en materia de salud.