Es evidente que nuestras oraciones serán tan grandes como nuestra fe, tan profundas como nuestra confianza en Dios y tan constantes como nuestra certeza de que siempre nos atiende y nos entiende.
Al orar sucede algo semejante al alumbramiento de un bebé, lo que se formó en lo más íntimo de nuestro ser tiene que expresarse, fluir y traer vida.
Quien está vivo espiritualmente ora, quien ha unido su corazón al de Dios se llena de una vida que concibe lo imposible y quien depende de Dios así como un bebé del pecho de su madre, no yerra en cuanto a la fuente de su provisión. Por tanto, no limites a Dios con incredulidad, él supera nuestras expectativas; su voluntad es prodigiosa, su corazón tiernamente generoso y su mano ¡poderosa! l