A pesar de que supuestamente vivimos bajo un régimen democrático con tres poderes independientes del Estado, para nadie es un secreto que históricamente en nuestro país nuestros presidentes han buscado siempre ejercer una supremacía y control de los demás poderes.
En medio de una grave crisis política provocada por los cuestionados resultados de las elecciones presidenciales del año 1994, disputadas entre Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez, extintos líderes del PRSC y el PRD, se llegó a un acuerdo de modificar la Constitución, no solo para recortar el período presidencial en cuestión, estableciendo que se celebrarían elecciones en el año 1996, sino para incluir entre otros aspectos disposiciones para asegurar la independencia de los poderes legislativos y judicial, tales como, la separación de la celebración de las elecciones congresuales y municipales, así como la inamovilidad de los jueces.
Lamentablemente estos dos trascendentales aspectos fueron o eliminados, en el caso de la separación de las elecciones, o desnaturalizados, en el caso de la inamovilidad, por la reforma constitucional impulsada por el presidente Leonel Fernández, aprobada el 26 de enero de 2010.
Esto así porque gran parte de la sociedad se dejó engañar bajo el fútil argumento de que no podíamos vivir todo el tiempo en campañas electorales, perdiendo así una de las mayores conquistas ciudadanas de poder someter a escrutinio a las autoridades gobernantes. Hoy día no cabe duda de que perdimos el derecho y tenemos campañas permanentes.
También muchos se dejaron convencer de que con la creación de nuevas instituciones como el Tribunal Constitucional, el Tribunal Superior Electoral, el Consejo del Poder Judicial, se daba un paso adelante en el fortalecimiento institucional.
Sin embargo a 5 años de los cambios efectuados por la Constitución de 2010 son evidentes sus funestas consecuencias.
Y es que la verdadera razón de esos cambios era realmente permitir la hegemonía del poder ejecutivo, que se había sentido resentido por la recién estrenada independencia del poder judicial, la cual estaba en gran parte cimentada en la verdadera inamovilidad de sus jueces, así como el ejercicio sin límites de las funciones ejecutivas con un congreso electo por arrastre; todo lo cual encajaba perfectamente dentro de una publicitada estrategia de permanencia por décadas del partido oficial.
Tenemos que aprender la amarga lección de que creando instituciones no se resuelve nuestra debilidad institucional, por más que algunas de las mismas hayan servido en el extranjero, peor aún si éstas se crean con el propósito de servir a la politiquería, al reparto de posiciones entre simpatizantes y para asegurar un mayor control de la justicia por los políticos de turno.
Y es que hemos permitido que el clientelismo y la politiquería hayan destruido y desnaturalizado casi todo en nuestro país, desde entidades públicas que son patente de corso para asaltar impunemente los recursos del Estado y extorsionar a los ciudadanos, colegios profesionales que sirven para cualquier cosa menos para sus objetivos, hasta el reciente y triste caso del consejo del poder judicial, que en su corta existencia tiene más escándalos que logros a exhibir.
A esta sociedad que en gran medida permaneció dormida o por el engaño, o por la falta de visión, o por el servilismo ante el poder o por un interés espurio, la han despertado abruptamente exhibiéndole el cuerpo en estado crítico de un poder judicial asaltado por el lado oscuro de la política, el cual ni será poder, ni será justicia, si no logramos sacar de sus entrañas los dañinos intereses políticos, de ayer, de hoy o de mañana.