Se supone que en algún momento me iré de vacaciones y me han preguntado si esta columna seguiría publicándose cuando ello ocurra. La respuesta no la sé, pero la pregunta despertó en mí inquietudes que tienen que ver con la razón misma por la que se escribe diariamente. Con los años he comprendido que en un país donde la prensa se desenvuelve con tantos miedos y limitaciones, por la falta de institucionalidad y los compromisos con los poderes fácticos, la utilidad de una columna diaria de opinión se compara con la del correo e Inespre, con lo que no haría falta mencionar otras momias inofensivas pero costosas de la burocracia estatal como el Idecoop, la ODC y el Instituto de la Aguja.
A la larga lista habría que agregar las incontables superintendencias, que van desde la salud, donde no se cura nada, a la de energía, donde existe de todo menos eso, y, por supuesto, a las comisiones del Congreso que existen por montones y dan buenos titulares aunque no resuelven absolutamente nada. Aún recuerdo aquella, designada por el Presidente en la administración anterior, a la que se le asignó revisar ese adefesio monumental de una hoja llamada “receta única” que dejó pasar meses sin responder su encargo, y por la que esperaron cientos de miles de pacientes de la inseguridad social.
A juzgar por los resultados, una columna diaria es tan inútil como lo parecen casi siempre los gobiernos municipales y que nadie se dé por ofendido porque probablemente frente a ciertas necesidades ciudadanas poco se perdería sin ambos. En fin, la importancia de una columna de opinión es similar a las cumbres presidenciales, a excepción de aquellas a las asistían los Chávez y el rey de España, por aquello del “¿por qué no te callas?”, que les dieron por una vez cierta dimensión histórica. Naturalmente, hay otras inutilidades similares, como sería la oposición, las tertulias políticas, los conciertos de rap y las ferias del libro.