El presidente Danilo Medina pidió al Congreso una declaratoria de emergencia en las provincias más golpeadas por las lluvias diluvianas que siguen cayendo sobre el territorio nacional. La iniciativa ha generado reacciones adversas en medios y el ámbito opositor, sin importar la gravedad de los hechos. La acción gubernamental era necesaria por los graves daños comprobados: puentes, carreteras y caminos vecinales dañados, poblaciones incomunicadas, miles de desplazados, viviendas destrozadas y viejos planteles escolares seriamente averiados, algunos de los cuales tendrán que ser derribados ante la imposibilidad de impartir clases en ellos.
Uno de los reclamos más consistente de las últimas décadas se relaciona con el deseo de un mayor nivel de transparencia y respeto a la independencia de los poderes. La solicitud de emergencia en gran medida se enmarca dentro de esa añeja aspiración. Pero el prejuicio político no permite ver su alcance. El Presidente pudo haber obviado ese trámite y acogerse a la tradición declarándola desde un principio por decreto. La objeción parte del supuesto de que el gobierno aprovechará la emergencia para incrementar la corrupción, y este tipo de razonamiento es prejuicioso e ignora la grave situación provocada por las lluvias, como si los afectados fueran extraterrestres y no ciudadanos necesitados de todo el auxilio posible.
El Presidente tomó el camino correcto aunque se haya visto obligado a actuar sin esperar una acción del legislativo. Y no es la primera vez que ocurre. A raíz de los destrozos del huracán David, el presidente Antonio Guzmán, pidió medidas de excepción, declaró el toque de queda y sacó el ejército a las calles en previsión de pillajes, lo que no ha hecho Medina.
En situaciones como la presente, corresponde a una oposición responsable unirse al esfuerzo de rehabilitación de las zonas afectadas. Lo que tampoco ha ocurrido.