Cómo entender que no alcancemos a ver en toda su exuberante plenitud y en sus múltiples expresiones la belleza de la Creación, si está perennemente en el llanto y la sonrisa de un bebé; en la brevedad de la rosa, en su efímera belleza que tan solo se abre para morir, a la que tantos poetas han cantado; en la llegada de la dulce y soleada primavera, después del blanco y frío invierno, o en el mágico encanto del cambio de colores de los árboles en el triste y melancólico otoño que se libra de sus ramas, solo para hacerlas renacer después. Y en los duros veranos tropicales que resaltan el azul de sus mares, al igual que el cantar de sus ríos como susurros o quejidos de amor al oído de la amada.
Cómo no ver en la Creación, el rocío que anuncia la llegada de la nueva temporada y el atardecer después de un día de lluvia. En el día y en la noche; en el abrazo y el calor de la mirada de un hijo y una madre. En la candidez y la inocencia. En la entrega a un ser querido o a una causa justa. En el maravilloso sentido de solidaridad hacia el prójimo que todavía muchos conservan.
O en la llegada de cada Navidad, que esparce llantos y sonrisas, penas y alegrías. En la cruz que redimió del pecado. En la humildad nacida en un pesebre. En la bendición que nace de la capacidad de ver la diversidad de la belleza natural que Dios diseminó por todo el ámbito de su creación. Belleza que Él preserva sobre el instinto humano de destrucción. En el milagro de la existencia misma.
Echemos hoy a un lado, siquiera por este día, todo lo banal que la difícil existencia nos impone. Y pidamos al Creador de cielos y mares, de ríos y montañas, paz en los corazones…, que tanto necesitamos. ¡Feliz Navidad!