En un país caracterizado por una débil institucionalidad, el presidencialismo, el autoritarismo y el servilismo, la reelección de un presidente cambia significativamente las reglas del juego y hace muy difícil la lucha para sus contendientes habida cuenta de los abundantes recursos de toda índole a su favor.
En las verdaderas democracias el presidente de un país, al igual que el resto de sus funcionarios, independientemente de las facultades a su cargo, el protocolo para su tratamiento y las condiciones especiales de que disfrutan, son visualizados exactamente como lo que son, servidores públicos que se deben a los electores que les han delegado poderes y a quienes tienen que rendir cuentas.
Pero en países como el nuestro un funcionario puede llegar a tener tanto poder y tan poco temor a las consecuencias de sus actos, que la ciudadanía en vez de verlos como sus delegados los ven como dioses a quienes deben complacer, obedecer o al menos no disgustar, con tal de preservar la gracia que le dispensan o al menos no generar su ira.
Algunos pensarán que esto podría ser consecuencia de las carencias educativas de países en desarrollo como el nuestro, sin embargo, esta actitud se da de la manera más marcada en los dos extremos de la sociedad, por lo que evidentemente no solo de educación se trata, sino también de un problema cultural.
El director operativo de la campaña del PLD y vicepresidente ejecutivo de la CDEEE declaró recientemente que “no existen condiciones para que su candidato presidencial, Danilo Medina, participe en los debates que organiza la Asociación Nacional de Jóvenes Empresarios (ANJE)”, alegando que “la oposición ha obviado competir en base a ideas y propuestas de programas de desarrollo y bien social”.
Estas declaraciones no pueden tener otra justificación que no sea que cuando se trata de un candidato presidente, este y su entorno entienden que las reglas del juego las establecen ellos y que pueden decidir discrecionalmente qué hacer y qué no hacer. Esto así porque están muy lejos de visualizarse como mandatarios de un electorado al que le deben, entre otras muchas cosas, presentarle propuestas y aceptar que las mismas sean discutidas en forma democrática y no solamente difundidas a conveniencia.
Prueba de esto es que él mismo en el año 2012 cuando fungía como coordinador nacional del sector externo del entonces candidato presidencial por el PLD declaró públicamente su acuerdo con la realización de un debate entre los candidatos a la presidencia al considerar, según reseñó la prensa, que “esto le da la oportunidad de comunicarse con sus votantes”.
Y precisamente de esto se trata, de que los simples candidatos ansían comunicarse con los votantes aceptando cuantas invitaciones reciban de asociaciones empresariales, comunitarias, profesionales, etc., pero una vez entronizados entienden que tienen poder para decidir cómo, cuándo, a quiénes, dónde y qué comunicar, y para eso buscan costosos asesores que les ayudan a fabricar una imagen, a vender sus ejecutorias como acciones personales y no como lo que son, cumplimiento de un mandato constitucional y a escoger las audiencias más favorables para no pasar por las incomodidades de someterse al verdadero escrutinio; como ha decidido hacerlo nuestro presidente.
Pero como lo ha demostrado una vez más la presente situación en Brasil, la popularidad de los presidentes, la efectividad de sus asesores y la permanencia de sus aliados y adeptos, son vulnerables y cambian, cuando tarde o temprano los electores deciden hacerles sentir que como ellos son los que deciden, pueden exigirles cuentas y pasarles factura.