Cada año, en todas partes del mundo, millones de personas abren su propio negocio con gran ilusión. La mayoría quiebra poco tiempo después. Una de las razones es que los que se lanzan suelen ser empleados técnicos convencidos erróneamente de que por el sólo hecho de dominar una tarea pueden dirigir una empresa.
Es el caso de la famosa peluquera que corta y tiñe muy bien o de la repostera que prepara exquisitos bizcochos. Cuando deciden independizarse y montar su salón o repostería, lo hacen sin tomar en cuenta que mientras ellas estaban concentradas en su oficio, alguien más se ocupaba de ser empresario.
Al poco tiempo de abrir por su cuenta, comienza el caos. Además de peinar o cocinar, se topan con facturas que se acumulan, suplidores que acosan, productos que se pierden y la planta que no prende.
Terminan extenuadas y poco a poco se quedan atrás porque no pueden con todo. La nueva empresa se convierte en un empleo mucho más esclavizante que el que tenían y los clientes, en enemigos hostiles e inconformes.
A menos que se reinventen y cambien de mentalidad, no hay forma de lograrlo. El cambio es difícil porque mientras la personalidad técnica es inmediatista y práctica, la empresarial es visionaria y soñadora.
El técnico no está acostumbrado a soñar, sino a ejecutar. No confía en delegar y se ofusca tanto en las tareas diarias que termina por desconcertarse. El empresario en cambio, a veces no hace nada salvo pensar y visualizar sus metas. Desde una perspectiva más amplia, funciona como estratega.
No hay nada incorrecto en ser un técnico. Lo que sí es grave es seguir siéndolo cuando ya se tiene su propia empresa. Porque no es lo mismo trabajar en un sitio donde se corta el pelo o cocinan pasteles que poseer ese sitio y dirigirlo hacia el éxito.
Es por esto que antes de lanzarse, el técnico debe plantearse con sinceridad si puede convertirse en alguien que a lo mejor no es, dejando de ser un excelente profesional que hace feliz a sus clientes para ser un pésimo empresario condenado al fracaso.