Hace unos años, un lector me escribió que su esposa quería sacar una nueva cédula. Le dijeron que por el momento no se podía por falta del plástico con que se hace el documento. Simultáneamente había leído en un diario matutino que las diferencias entre los jueces del organismo estaban impidiendo la aprobación del reglamento para regular las campañas, un dato escalofriante para los ciudadanos pero muy grato para los partidos, inmersos de lleno siempre en actividades proselitistas extemporáneas, con énfasis en la retractación personal del contrario y hueca de propuestas sobre los problemas básicos de la república.
Con este tipo de información, que se da en otras áreas, es muy difícil albergar optimismo sobre los procesos electorales y alentar ilusiones de que los conflictos que arrastramos desde hace décadas puedan ser superados, a fin de que los ciudadanos mantengamos la confianza en la capacidad de las instituciones para garantizar futuras elecciones en igualdad de condiciones para todos los partidos y candidatos. Muy pocos dominicanos, en el fondo, piensan que las cosas sucederán de modo distinto. Y se sabe que una ley de partidos y su reglamento de campaña no tocarán asuntos esenciales, cuya solas menciones siguen siendo tabúes en el ámbito político.
Me refiero a la oportunidad de brindar a los electores el voto de rechazo, cuando ninguno de los candidatos sea de su agrado. Un voto que se registre y no aparezca en las estadísticas electorales como observado o nulo. Es decir, la reivindicación del derecho ciudadano a negarse a votar como puros borregos. Un espacio en la boleta electoral que deje atrás la obligación de votar por el menos malo, tan dañino en nuestra experiencia histórica. Un derecho irrenunciable que la clase política nos negará siempre para preservar sus cada vez mayores e irritantes privilegios.