En nuestro país cada vez se tiene menos confianza en la palabra dada o las declaraciones de las personas, por eso sin importar la envergadura del compromiso algunos piensan erróneamente que si no existe un documento escrito, con firmas legalizadas y sellos estampados del notario actuante en cada una de las páginas, no existe un contrato, puesto que confunden la existencia del contrato con la prueba del mismo.
La buena fe que en principio se presume, la fe pública que tienen determinados funcionarios como los notarios y la fe registral, que es la que corresponde a documentos depositados en un registro público como es el caso de nuestro sistema inmobiliario, han sido tan vapuleadas en la práctica que la fiabilidad es cada vez más débil.
Pero esto ocurre a nivel general con todo tipo de documentos e informaciones, desde un título universitario de grado o post-grado, un certificado médico, una carta constancia, hasta un acta de nacimiento o una cédula de identidad.
Es tan ínfima la confianza en la generalidad de quienes expiden esos documentos o tantos los errores existentes en los registros, que salvo casos particulares de instituciones o personas que se han ganado importantes niveles de respeto, se duda de la veracidad de casi todas las declaraciones y documentos.
Inclusive, el mismo Estado duda de la veracidad de documentos emitidos por sus propios funcionarios, llegándose incluso al extremo de desconocer retroactivamente sus efectos como ha sucedido recientemente con actas de nacimiento, cédulas y certificados de títulos de propiedad por efecto de sentencias emitidas.
Por eso de nada sirven en este país la mayoría de los procesos de licitación y concursos efectuados por instituciones públicas, puesto que las malas prácticas han hecho que los mismos se hayan convertido en escudos protectores de contrataciones amañadas, con términos de referencia y procedimientos de evaluación hechos a la medida del licitante que se desea resulte adjudicatario.
De igual forma tenemos un sistema que promueve la ilegalidad y las mentiras, puesto que al exigir más de lo que efectivamente muchos contribuyentes están en medida de pagar y hacer, propician declaraciones mendaces o la pura omisión al amparo de la informalidad.
No debería sorprender entonces que cada vez cause mayor inquietud la publicación de cifras y estadísticas oficiales, cuyas prósperas tasas de crecimiento y reducida inflación, chocan con el sentir de los ciudadanos que no entienden a dónde fue a parar ese crecimiento que ellos no lo han sentido o dónde se pueden adquirir los bienes y servicios no aumentados de precio.
Y es que nos fuimos acostumbrando a que fuera normal que un funcionario o profesional certificara o avalara cosas por interés pecuniario, complacencia o por corrupción y que no recibiera ninguna sanción y no nos dimos cuenta de que además del daño que estábamos causando a los particulares directamente afectados por esas declaraciones mendaces, estábamos creando un peligroso precedente de que pueden existir dos verdades, la que el interesado quiere hacer que se presente y la real, que muchas veces se percibe pero que no tiene ni fe pública ni el aval oficial. l