Después de tantos años por fin lo conocí. Talvez demasiado tarde, ya moribundo y en su lecho de muerte. Ocupó siempre un lugar en mis fantasías infantiles y de muchacho, en aquellos lejanos tiempos en que el horizonte de la vida barrial se detenía al doblar de cualquier esquina y no existía detrás, para muchos de mis amigos era más que la posibilidad de un sueño irrealizable.
De todas formas, pude verlo. Pensar en él en esos días lo llenaba todo. No era totalmente como lo imaginaba, pero en su esbelta vejez, abandonado a su suerte, a punto de dejar atrás tantos años de gloria, pude recorrer sus espacios, como se acaricia un cuerpo amado. Y en esos breves momentos me pareció que era otra vez un niño. Creía que abandonarlo, como se había decidido por un vecino nuevo, era un crimen. Me resultaba difícil entenderlo. ¿Cómo puede echarse al olvido lo que en él se había escrito? ¿Qué sentido tiene, me preguntaba antes de verlo en toda su dimensión y grandeza, derribar aquellos vetustos muros llenos de fama, donde millones de niños alimentaron por años sus fantasías y forjaron sus grandes héroes? No, no puede ser posible, destruir todo aquello, simplemente porque ya era viejo.
Pero después de verlo, me dije que era la única manera de preservar toda aquella tradición que comenzó con Babe Ruth, siguió con Gherig, Dimaggio y Mantle y todos aquellos otros titanes del béisbol que han podido vestir ese uniforme. En lo alto del viejo edificio que daría paso a un moderno complejo deportivo para la comunidad del Bronx, pude leer la famosa frase de Dimaggio: “Doy gracias a Dios por haberme permitido ser un yankee”. Yo me dije para mis adentros, que podía darle también las gracias por haberme permitido estar allí antes de su destrucción. Al despedirme, fotografié para mis recuerdos la salutación final que apareció en la pizarra eléctrica anunciándome como el próximo bateador de los Yankees.