Nuestra equivocada forma de hacer política ha llevado al absurdo de que se gasten en inútiles campañas para promover candidaturas políticas, no solo los más de mil seiscientos millones de pesos que en este año electoral la Junta Central Electoral otorgó inequitativamente a los partidos, sino otras astronómicas sumas que salen de los recursos del Estado así como importantes cantidades que erogan empresarios, profesionales o personas que aspiran a estar en el reino del o los ganadores.
Por más que las autoridades de turno siempre pretendan ocultar el abusivo gasto en promoción y publicidad que realizan, el cual aumenta en las campaña reeleccionistas, es imposible justificar que en un país en el que un muy alto porcentaje de la población se alimenta precariamente y apenas sobrevive bajo condiciones de vida carentes de los servicios más elementales, se quemen como pólvora miles de millones de pesos para exaltar a presidentes y sus obras de gobierno, así como las de autoridades locales e instituciones del Estado.
Aunque este dispendio perjudica a la población y debilita nuestra institucionalidad, pues es caldo de cultivo para el clientelismo más voraz, el hecho de que algunos se beneficien de la cadena del gasto, como los medios de comunicación, imprentas, agencias publicitarias, intermediarios, programas, etc., hace que el mismo no sea denunciado con el vigor requerido.
Lo peor es que después de unas elecciones en las que habremos despilfarrado tanto dinero inútilmente y sin control, las mismas autoridades que sin ningún rubor lo hicieron, exigirán a la población una vez más nuevos sacrificios en aras de una supuesta fiscalidad, que nada tiene de responsable, equitativa y justa. Nueva vez intentarán no solo sobrecargar los hombros de la población y de quienes producen y generan empleos, sino que querrán hacer creer, valiéndose de sus serviles “voceros”, que “los malos” somos los contribuyentes que no pagamos los suficientes tributos para que el Estado tenga los recursos para atender las necesidades de la población.
Escucharemos los manidos discursos y opiniones de autoridades y acólitos intentando reforzar, utilizando convenientes comparaciones, el mito de que nuestra presión fiscal es baja. Sin embargo la verdadera realidad es otra, primero porque la presión tributaria no es lineal entre todos los sectores y personas, pues unos pagan más que otros y algunos no pagan nada como es el caso de muchos funcionarios y porque en su cálculo no se toman en cuenta cotizaciones obligatorias como las de la Seguridad Social; sino también por el hecho de que por cada peso pagado por el contribuyente es muy poco lo que éste recibe como contraprestación en servicios, debiendo por el contrario solventar con recursos propios soluciones privadas a la carencia o deficiencia de servicios públicos elementales.
Por eso es urgente un cambio en la manera de hacer política. No podemos seguir permitiendo que las campañas políticas solo sirvan para sembrar en la población una cultura cada vez más demagógica, populista y clientelar y para despilfarrar recursos que no solo salen de los bolsillos de la población y de las arcas de empresas restándoles competitividad y capacidad de generar empleos, sino también de un endeudamiento público externo e interno alto e insostenible de continuarse el ritmo.
Ojalá que cada elector en vez de escuchar tantos mensajes absurdos comprendiera que el día de las elecciones es su gran oportunidad para apostar por mejores representantes, para castigar o respaldar a los que así lo merecen y para evitar el perverso arrastre que solo da más poder a los que ya lo tienen y resta importancia a los verdaderos detentadores del mismo, los ciudadanos.