Recientemente se ha impulsado una intensa ofensiva en procura de lograr poner en marcha el trabajo de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia. ¡Enhorabuena! Pro-Competencia, como se le conoce, ha estado paralizada por la falta de designación de la persona a cargo de la Dirección Ejecutiva quien es la responsable de impulsar las investigaciones y eventuales acciones contra prácticas anticompetitivas.
En febrero, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y Pro-Competencia organizaron una conferencia internacional en París en la que se discutieron los vínculos entre la competencia económica y el desarrollo. La OCDE es una organización que esencialmente agrupa a los países más ricos del mundo. En la conferencia participó una nutrida delegación dominicana encabezada por la presidenta del Senado. Su objetivo era sensibilizar a tomadores de decisiones y a creadores de opinión a fin de romper las resistencias.
En ese mismo mes se organizó el Segundo Foro Nacional de Competencia con la participación de la Presidenta de la Comisión Federal de Comercio (FTC por sus siglas en inglés), quien respaldó los esfuerzos por lograr una sólida política antimonopolio y de defensa de la competencia. Pero la cereza en la cima la puso el Embajador de la Delegación de la Unión Europea (UE) en el país cuando, en una actividad en el marco del foro, tronó contra las familias locales que impiden que haya más competencia.
No nos llamemos a engaños. Si la OCDE y la Delegación de la UE auspician actividades que buscan promover que el Estado empiece a actuar contra las prácticas monopólicas, es porque esas están afectando los intereses que defienden. Eso significa que las empresas originarias de esos países perciben que su participación en el mercado dominicano es restringida por las prácticas anticompetitivas de empresas locales que son dominantes.
A pesar de eso, hay razones de fondo para convenir en que la defensa de la competencia y la acción contra las prácticas monopolísticas contribuirían a avanzar hacia una economía más innovadora, más productiva y más equitativa. Por un lado, está el argumento tradicional, asociado a Adam Smith, en el sentido de que cuando los mercados son competitivos, no hay fuertes desbalances de poder y nadie en particular puede imponer condiciones o restringir la participación de otros, las personas y las empresas hacen sus mejores esfuerzos por ser lo más eficientes que sea posible. Buscan reducir costos y precios al máximo, mejorar la calidad, innovar y hacerlo mejor que el resto con el fin de vender lo más posible. De allí que se diga que los mercados competitivos promueven la eficiencia y la innovación.
Por otro lado, está el argumento distributivo. En la medida en que el poder esté fragmentado, en vez de concentrarse en pocas manos, vale decir en los dueños de las pocas empresas que dominen los mercados, los beneficios económicos se distribuyen entre muchos. No hay empresas dominantes que puedan imponer precios muy por encima de lo justificable, una calidad cuestionable de los bienes y servicios que ofrecer, o precios y condiciones abusivas a los proveedores de insumos. De tal forma que fomentar la competencia puede contribuir a una mayor equidad y a lograr menores fracturas sociales.
Por ello es una práctica común que los países cuenten con agencias que velen porque los mercados no sean dominados por unas pocas empresas, o que cuando la concentración sea inevitable, que esta no se traduzca en prácticas abusivas en contra de consumidores o de la competencia. En ese sentido, la extrema dilación en la puesta en marcha de Pro-Competencia en el país no tiene perdón de Dios, y sólo se puede explicar por lo que ya ha sido sugerido: los potenciales afectados, quienes dominan y abusan de su poder en muchos de los mercados dominicanos, están usando su influencia política para impedirlo. Al mismo tiempo, han encontrado aliados que les hacen el juego y a temerosos que no les enfrentan.
Los argumentos a favor de las políticas antimonopolísticas, sin embargo, no deben llevarse al extremo, y tampoco deben verse como una apología a la competencia y al individualismo rampante. A veces las compañías grandes son más eficientes que las pequeñas, y tienen mayor capacidad para innovar. Incluso también para conquistar mercados externos, una prioridad para países pequeños como el nuestro. Además, la cooperación entre las empresas, y no solo la competencia, puede ser una fuerza positiva, en la medida en que no se ponga al servicio del abuso.
Lo que la política de competencia debe velar es porque el tamaño grande no se logre o no se sostenga en base al atropello y la arbitrariedad. Por eso, poner a Pro-Competencia a funcionar no es un asunto sólo de eficiencia sino también de justicia.