El suicidio de un arquitecto contratista de obras públicas ha originado un tardío pero interesante debate sobre uno de los departamentos más activos de la estructura burocrática del gobierno: la Oficina de Ingenieros Supervisora de Obras del Estado (OISOE), creada mediante decreto en una de las administraciones del presidente Joaquín Balaguer y ampliada sus funciones en la gestión de Hipólito Mejía.
Durante los tres gobiernos de presidente del PLD, Leonel Fernández, este departamento fue el centro de corrupción más grande conocido en la esfera pública. Por el caso, sigue pendiente una decisión de la Suprema Corte sobre un voluminoso expediente acusatorio contra un senador y algunos de sus socios, que de ir a juicio pondría al expresidente en una situación muy delicada, lo cual no parece posible dado el control que éste tiene sobre el aparato judicial.
El gobierno actual ha actuado con presteza disponiendo cancelaciones y autorizando una investigación a fondo sobre las denuncias de la existencia de “mafias” en el departamento. La eventual eliminación de la OISOE cercenaría de cuajo una fuente de corrupción ya histórica en el país y la consiguiente imposición de sanciones a los responsables allí de actos indecorosos y contrarios a la ley constituirían una sana demostración de voluntad política contra la corrupción. Pero la sanción no puede quedarse en los hechos más recientes, cuando la impunidad judicial protege a los autores de los escándalos de enriquecimiento ilícito más pavorosos que se recuerden en esa esfera de la administración pública.
En la lucha contra la corrupción el problema real no es el Gobierno. Todos sabemos que la estructura actual del Poder judicial es el principal enemigo de todo esfuerzo por adecentar la vida pública. Su control y obediencia ciega e irresponsable a un liderazgo mesiánico traba todo esfuerzo para sanear la vida política.