“Hay un cierto placer en la locura, que solo el loco conoce”; ésta es una expresión del poeta chileno, Premio Nobel de Literatura, quien no dejó que Salvador Allende se fuera solo, en septiembre de 1973.
Cuando el golpe de Estado a Allende, el sufrimiento del poeta se le veía igual aquí a Juan Bosch. Ellos dos tuvieron una crisis que se llevó al poeta e hizo que Bosch se cuadrara a pelear a largo plazo, se decidió fundar el PLD para que le sobreviviera.
La conmoción los transformó.
La expresión del poeta Neruda ha provocado que me pregunte en voz alta ¿cuál es el placer en la locura, que sólo el loco conoce?
Recordé los locos de Altamira, donde nací, cuando yo tenía menos de cinco años. Para entonces mi padre mecánico diésel tenía que poner en marcha a las 7 p.m. la planta que daba energía eléctrica al pueblecito, luego apagarla a las 9.
Durante el resto de la noche o del día no había energía; las carnes se salaban y tendían a secar al sol. En algunas familias, muy pocas, había neveras de gas. El agua se conservaba en tinajas a temperatura ambiente.
A veces mi padre me llevaba con él; recuerdo que la planta diésel estaba en el cementerio, en las afueras del pueblecito. El pueblecito creció y cuando mucho tiempo después volví de vacaciones, tuve la sensación infantil de que habían jalado el cementerio hacia dentro del pueblo.
En ocasiones estando acompañando a mi padre, niño al fin, me dormía; pero me dormía sobre o cerca de una tumba; eso me enseñó a no temerle a los muertos. También sucedía que Banjel, el loco que se refugiaba en el cementerio, reclamara su espacio.
Porque, para los que no lo saben, los locos duermen en el entorno de las iglesias, los cementerios y oficinas públicas. Banjel me enseñó a no temerle a los locos.
Esa expresión de Pablo Neruda me hizo pensar en otra persona con la misma condición que Banjel, sólo que más cuidada y formal; posiblemente había sido educador en algún lugar del sur profundo. A finales de la década de los 70s, se paseaba en la UASD, con saco, corbata y libros debajo del brazo, el “profesor” Matos Méndez; a los estudiantes les encantaba escucharlo hablar.
Cuando en su presencia algún estudiante, hasta para ponerlo hablar, decía voy al comedor; él lo corregía diciéndole que iba al comedero porque el comedor es el que va a comer. Con frecuencia lo encontraba en una de las aulas llena de estudiantes, esperando al profesor de la materia; él entraba a explicarles que debían corregirse algunos errores en el lenguaje de todos los que usan los símbolos numéricos indo-arábigos.
Ese error consiste, decía cogiendo un pedazo de tiza, que no se debe decir once, doce, trece, catorce y quince; porque la base numérica es de diez. Por eso se dice dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve. Fíjense, decimos veintiuno, veintidós, veintitrés, etc.
Debe corregirse para decir dieciuno, diecidos, diecitres, diecicuatro y diecicinco. Así llegamos a dieciséis para seguir correctamente, aún en las centenas y numeración más alta. El placer de la locura la veo en los locos, y en la simplicidad de su inocencia. l