Hace tan solo una semana, el mundo observó con asombro las primeras imágenes de la captura y muerte de uno de los líderes más peculiares y excéntricos de la historia moderna en la zona de África y Oriente Medio, Muamar Gadafi.
El 15 de febrero, como parte del movimiento social llamado “la primavera árabe”, iniciaron las protestas en Bengasi, las cuales fueron extendiéndose hacia Misrata y luego Tripoli, capital de Libia, y a las que Gadafi respondió de manera contundente, censurando el uso de las redes sociales y el Internet, mientras repelía el avance de los rebeldes.
Luego, el 17 de marzo, la ONU aprueba la resolución 1973 en la que autoriza, por iniciativa de Francia, Reino Unido y los Estados Unidos, la creación de “una zona de exclusión aérea” en Libia, como parte de la estrategia internacional de protección de civiles. Dos días después, aviones franceses bombardeaban territorio libio, representando esto la primera señal de una intervención internacional en el mundo árabe desde la invasión a Iraq.
Del resto de los acontecimientos ya hemos sido testigos hasta la saciedad, pero lo más importante es que este conflicto deja hasta el día de hoy más de treinta mil víctimas mortales, provocadas por ambas partes, entre las que se cuentan una gran cantidad de niños, mujeres y envejecientes.
Si bien es cierto que Gadafi contribuyó a terminar con el apartheid en África, colaboró de manera cercana con gobiernos democráticos como el de Nelson Mandela en Sudáfrica, con tanta influencia en el líder sudafricano que uno de los nietos de éste lleva el nombre de Gadafi; contribuía con el 15 % del presupuesto de la Unión Africana, pagaba las deudas de una serie de países africanos y, a lo interno de su país, creó una estructura económica capaz de ofrecer los servicios públicos básicos gratuitos, el precio del galón de gasolina costaba catorce (14) centavos de dólar, los préstamos a particulares se hacían con cero (0) tasa de interés, la vivienda era considerada un derecho de humanidad; también lo es, siempre de acuerdo a las noticias que pululan por estos lares, que Gadafi tenía un prontuario de violaciones a los derechos humanos, financiamiento a grupos beligerantes, atentados terroristas y otras cosas.
Existen muchos elementos que podríamos evaluar en estos sucesos y hasta podríamos casi coincidir en sobre quién recaería la mayor culpa del desenlace fatal de estos eventos. Sin embargo, más allá de señalar culpables, deberíamos de repudiar que se celebre la bestialidad barbárica y la sodomización a la que se somete a un individuo luego de haber sido capturado vivo en medio de un conflicto bélico. Y no es solo la humana sensibilidad la que debe aborrecer este tipo de espectáculos, sino que existe todo un entramado legal que, aun existiendo la dichosa resolución 1973 de la ONU, la que, dicho sea de paso y según sus mismas letras “… excluye el uso de una fuerza extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio…”, tiende a garantizar a las personas puestas fuera de combate o que ya no participan en las hostilidades, la protección y garantía de un trato humano digno, según el derecho internacional humanitario.
De manera que el derecho internacional humanitario prevé este tipo de situaciones y establece las reglas a seguir, y el derecho internacional de los derechos humanos garantiza por su parte, sin concesión alguna, el disfrute de los derechos inherentes a la dignidad de cada ser humano. Si lo que se quiere llevar a Libia es la democracia, debe empezarse por garantizarles a las personas un juicio justo y equitativo; de no ser así, estaríamos asistiendo a una imposición aviesa de esta forma de organización social y política y por tanto a una especie de “tiranía internacional de la democracia”.
Robert Takata es analista internacional