Con frecuencia escuchamos y leemos quejas sobre la situación económica del país, en el sentido de que estamos en crisis. La percepción es evidencia de un pesimismo generalizado en ciertos sectores influyentes de nuestra vida económica, cuya valoración del quehacer nacional se basa muchas veces en la marcha de sus propios negocios. A mi modo de ver, no vivimos una crisis económica, pues cada día se abren nuevas operaciones industriales, el turismo sigue en auge y la actividad comercial a todas luces se expande vertiginosamente, con la apertura de nuevos y gigantescos centros comerciales, de tamaño incluso superior a sus iguales en los países más desarrollados.
De modo que nuestro problema no es de esa índole ni tampoco el país se encamina irremisiblemente hacia un estadio de recesión paralizante de la actividad económica. Nuestra verdadera crisis es de carácter social, con tasas de desigualdad preocupantes dentro de un proceso firme de concentración de recursos que los pone cada vez más en círculos de pequeñas élites económicas muy creativas con un control creciente de la riqueza nacional. Buena parte de los nuevos y florecientes negocios de las últimas dos o tres décadas provienen de esos grupos, sin que se hayan generado cambios importantes en la estructura social, debido a los bajos salarios y a un sistema de seguridad social que no los promueve.
Por todo ello, es iluso pensar que la amenaza a la estabilidad social radica sólo en un endeudamiento exorbitado y en las prácticas políticas corruptas que han caracterizado la vida democrática de la nación. También pesa ominosamente sobre el futuro la expansión de la brecha que los elevados y crecientes niveles de desigualdad gravitan sobre una mayoría de la población que nace únicamente para morir, sin esperanza alguna. Necesitamos por tanto un pacto social y político de largo alcance para ahuyentar ese fantasma de inestabilidad.