A comienzos del 2009, la Junta Electoral intentó lo que no hicieron ni las peores dictaduras: limitar el derecho de los padres a ponerles los nombres a sus hijos. La de Trujillo figura entre las más crueles, horrendas y corruptas en la historia continental. El “jefe” limitó el derecho de tránsito, prohibió la libertad sindical y política, encerró, exilió y asesinó a sus opositores, pero nunca se le ocurrió, ni en sus días finales de delirio, impedirle a los padres elegir los nombres de sus vástagos.
Como si no tuviera otra cosa por hacer, la Junta elaboró ese año un proyecto para regular esa potestad de padres y madres, y asignársela a las oficialías civiles. La infeliz iniciativa carecía de toda lógica, pues sería una suprema estupidez darle facultad a un oficial civil para decidir qué nombre deben llevar los hijos de otros. Se alegó entonces que la idea era evitar que se les den nombres de pila a los niños usados también como apellidos, o los que se entendían vulgares o fonéticamente extraños. Pero el derecho de los padres sobre los nombres de sus hijos es innegociable y no puede ser usurpado por el Estado o por un burócrata. Mi nombre de pila, por ejemplo, es también un apellido de una vasta y conocida familia de ascendencia árabe y algunos llevan los dos. Si esta resolución se hubiera aprobado hubiéramos sido víctimas de uno de los casos de arbitrariedad más estúpidos e inútiles y resultaba inconcebible que la JCE, enfrentada a enormes atrasos y problemas de diversa naturaleza en la organización de las elecciones del año siguiente, ocupara su tiempo y recursos a banalidades de esa naturaleza.
A lo mejor en la junta se creía que los nombres de frutas de algunos de ellos sonaban mejor que Eteniño, Trifulco, Anacleto, Remolino, Simplicio y Cédulo Patulio. Supe de un señor llamado José Guasinpa a quien le autorizaron el cambio y ahora se llama Ramón Guasinpa. Al día siguiente escribí: ¿Y qué le importa a la junta?