Las revoluciones no sirven para mucho porque sin excepción terminan superando en maldad e incompetencia a los gobiernos que suplantan. Ningún ejemplo resulta más patético que el de Cuba. Tras más de cinco décadas de restricciones, sacrificios y supresión de libertades en nombre de una perversa causa de redención, la tiranía cubana, dirigida por la misma gente durante 56 años, ha confesado el fracaso de su esfuerzo en la construcción de un paraíso para los trabajadores.
Un fracaso patético, a causa de lo cual se ha visto en la necesidad, para evitar una contrarrevolución, de darles un poco de aire a los cubanos, a los que se les permitirá en lo adelante tener sus propios ventorrillos, sin llegar a admitir los negocios como una actividad lícita e indispensable.
La cubana no es en esencia una revolución. Dejó de serlo cuando los hermanos Castro se apoderaron de todos los resortes del poder en base al uso de la represión y el miedo. Lo que existe allí es una dinastía casi monárquica, la de un líder vencido por la edad, y además enfermo, forzado a dejar las riendas de ese infierno terrenal en los brazos de su hermano, casi de la misma edad, congelado también en la guerra fría e implacable como él. Una gerontocracia vista todavía por muchos latinoamericanos con ojos esperanzadores, como una vía de redención que en realidad no conduce a ninguna parte. Una revolución que asesina y exilia a sus propios hijos y que reserva veinte años de prisión, en condiciones inhumanas, a los autores de un poema, una novela o una simple crítica periodística. Una revolución que ensalza como dioses a políticos insensibles y corruptos, que han llenado de pobreza y desesperanza a millones de cubanos obligados a vivir en la gran prisión que es su propio país o morir de viejos en el exilio. Una revolución que ahora intenta reivindicarse con el auxilio de las potencias imperialistas que le sirvieron de pretexto para perpetuarse en el poder.