El Pacto Fiscal debe ser pensado principalmente como un gran acuerdo en torno a las responsabilidades que queremos que el Estado asuma específicamente en términos de la provisión de los llamados bienes públicos. También sobre la forma de financiar el cumplimiento de esas responsabilidades de una forma sostenible y equitativa; esto significa que no comprometan la creación de riqueza (eficiencia), que en última instancia es la fuente originaria del financiamiento, que no ponga una carga excesiva sobre quienes menos riqueza tienen (equidad vertical), y que la carga entre iguales sea lo más pareja posible (equidad horizontal).
La demanda por bienes públicos es muy grande, especialmente porque los déficits son y han sido históricamente muy amplios. Sin embargo, el ejercicio no se trata de colectar un gran listado de demandas para automáticamente transformarlas en compromisos. Para empezar, muchas de ellas ya están consignadas en acuerdos internacionales como las convenciones mundiales en materia de derechos, y en nacionales como la Estrategia Nacional de Desarrollo (END) y en leyes sectoriales. Se trata más bien de identificar aquellas que son ineludibles y que están ausentes, consolidarlas junto a las conocidas, estimar sus costos, ponderar esos costos de forma individual y agregada, y en un “diálogo” con el lado de los ingresos potenciales, transformarlas en obligaciones de gasto a corto, mediano y largo plazo. Eso significa que no se puede pretender que esos compromisos se traduzcan de forma automática en programas que conjuren de forma rápida déficits económicos y sociales de décadas, pero sí se debe pedir que éstos queden claramente establecidos, que haya claridad de que es viable financiarlos, y que haya acuerdos sobre cómo hacerlo y formas de verificar los avances.
En ese sentido, hay al menos cinco compromisos en materia social que merecen la pena tener muy presentes a la hora de dialogar y pactar, y que ameritan invertir un significativo monto de recursos.
Uno de ellos es la cobertura universal de la seguridad social, y el significativo mejoramiento de los servicios de atención en salud de la red pública de atención. En la actualidad, alrededor de 3.3 millones de personas, la mayoría pobres, no están aseguradas bajo régimen alguno. Adicionalmente, hay que incrementar significativamente el aporte per cápita del régimen subsidiado de la seguridad social en salud, que es apenas una cuarta parte del aporte en el régimen contributivo. Lograr universalizar la cobertura y mejorar la atención implicaría un incremento muy significativo del financiamiento público a la seguridad social y la salud. Por supuesto, en la medida en que el empleo formal y el aseguramiento en el régimen contributivo crezcan, la demanda relativa financiamiento público se reduciría.
Otro es el compromiso con el otorgamiento de las llamadas pensiones solidarias consignadas en la ley de la seguridad social, a favor de adultos mayores de 60 años, jefas de hogar y personas con discapacidad severa en situación de pobreza extrema. A 15 años de haberse asumido, todavía no se ha empezado a hacer efectivo.
Un tercero es el otorgamiento del Bono de Reconocimiento para personas empleadas en el sector público que cotizaban en el viejo régimen de pensiones de reparto del Estado, y que teniendo 45 años y más pasaron al nuevo régimen de capitalización individual. Los aportes que por años hicieron en el régimen de reparto no ha sido reconocido todavía a través del bono y amenaza con dejarles con pensiones magras, o ya ha implicado que estén recibiendo pensiones por un monto muy inferior al que tienen derecho.
Un cuarto compromiso es con incrementar significativamente la población con acceso a agua potable y servicios de saneamiento. El país es de los que menor cobertura de agua tiene en la región, y las implicaciones sobre la salud son severas. El rezago de la inversión en agua en los últimos lustros ha sido grave y ha hecho retroceder hasta 82% la proporción de población con acceso a fuentes seguras de agua. La inversión en agua es de las más costosas, pero a la vez es ineludible.
Por último, la inversión pública también debe contribuir a hacer que la población ejerza el derecho a una vivienda digna. Datos oficiales indican que el déficit habitacional es de más de 850 mil unidades, que se concentra en la población de menor ingreso, y que reducirlo requiere invertir un mínimo de un equivalente a un 0.5% del PIB en construcción, reconstrucción y mejoramiento. Priorizar la inversión directa en los que menos pueden, y facilitar el acceso al resto por vías innovadoras parece una fórmula adecuada y viable.
Esta no es una lista exhaustiva, y no demerita otras prioridades como la inversión en infraestructura económica básica, en justicia y seguridad públicas, y en protección al medio ambiente. Pero nos recuerda algunos de los compromisos más duros, y el enorme esfuerzo financiero que tenemos por delante para conseguir bienestar.