En la soledad de sus últimos años mi madre encontró un compañero con quien mataba su tedio en interminables soliloquios. Era un viejo cuadro de Jesús colgado encima de un retrato de mi padre que sus manos arrugadas movían a cada momento de un lugar a otro, en un espacio físico de apenas unas cuantas pulgadas. La imagen del Cristo tenía una sonrisa débil de tristeza, como si se empeñara en estar a tono con la tranquila soledad que sufría su acongojada propietaria. Era un recuerdo de bodas, que Esther, mi esposa, salvó de la destrucción años atrás enviándolo a enmarcar a tiempo.
Cuando le hablaba a la imagen del Señor no estaba del todo claro a quien se dirigía mi madre, si a El o a su ido compañero de toda la vida que había acudido a la llamada de la muerte quizás cuando más ella lo necesitaba. De todos los retratos de papá ese era su favorito. El que despertaba sus mejores recuerdos, al través de su disimulada sonrisa de varón apuesto y tímido, con su despejada frente y su regia nariz, que sólo heredaron dos de mis hermanos.
Ni al retrato de su varón ni al cuadro de Jesús ella ponía jamás velas encendidas, porque dentro de su corazón él no se había ido. En vez de ello colocaba un vaso de agua fría para que continuara colmando la insaciable sed que comenzó a agobiarle en la etapa final, cuando la muerte, indiferente, fijó un plazo perentorio a su existencia debilitada por una cruel y larga diabetes.
No era casualidad que la imagen y el retrato estuvieran en aquellos ya lejanos años una al lado del otro, porque para ella ambos eran una misma cosa. Y lo siguieron siendo a medida que el tiempo, inexorable en sus determinaciones, le aproximaba cada vez un poco más al momento en que también le tocaría su turno, para unirse a él esta vez para siempre. (Extraído de mi obra “El mundo que quedó atrás”.)