Sin lugar a dudas uno de los elementos fundamentales para que un país pueda desarrollarse es el nivel de compromiso con el mismo que tenga cada uno de sus ciudadanos, lo que conlleva plena conciencia de sus derechos así como de sus deberes.Desafortunadamente nuestros gobernantes caudillistas trataron siempre de fomentar un modelo autoritario en el que el ciudadano más que sujeto de derechos es un receptor de supuestas gracias concedidas por los gobernantes, al que se le provoca miedo a reclamar sus derechos y se le fuerza a aceptar con obediencia las veleidades de la autoridad.
A pesar de que llevamos décadas de gobiernos democráticos, la altísima centralización de funciones en el presidente de la República, el prácticamente inexistente contrapeso entre los poderes del Estado y la inequitativa relación administración y administrados, no han permitido un real empoderamiento de la ciudadanía, a pesar de los esfuerzos realizados por algunas organizaciones.
Por esto cada gobernante, autoridad local o funcionario entiende que puede imponer de manera arbitraria y hasta caprichosa lo que desea, sin tomar en cuenta las necesidades del país, sus prioridades y el sentir ciudadano.
Sería descabellado pensar que de esa forma podremos avanzar, pues por el contrario el desarrollo está íntimamente vinculado a una clara definición de los objetivos perseguidos y acciones encaminadas en pos de los mismos en las que toda la población debe participar.
La gran interrogante es entonces cómo lograr que la sociedad sea escuchada, que sus legítimos reclamos tengan eco, que sus inquietudes reciban satisfacción que sus aspiraciones sean tomadas en cuenta, lo que constituye la única vía para construir un modelo sostenible y viable gracias al compromiso de todos, pues un país cuyas decisiones son producto del capricho de cada autoridad y que cada cierto tiempo debe emplear recursos y tiempo en enmendar los errores o desandar los fallidos pasos de anteriores autoridades, y que debe aguantar el insoportable peso de todas las cargas que significan los ilegítimos, ilegales y abusivos beneficios que sin sanción se han ido asegurando sus autoridades, necesariamente es un país enfermo.
Aunque algunos pudieran pensar que este problema ha sido resuelto en parte con la aprobación de distintas leyes como la de Estrategia Nacional de Desarrollo 2030, lo cierto es que no es así, porque mientras nuestras autoridades sigan entendiendo que pueden aplicar la ley de forma antojadiza, que no están obligadas a la transparencia y a la información y que sus ideas pueden ser colocadas por encima de la visión de la mayoría y de los objetivos estratégicos; ninguna ley será remedio y por el contrario será motivo para aumentar aun más la brecha entre los ciudadanos y la autoridad.
Ahora que se aproxima un nuevo mandato no solo para las autoridades ejecutivas, sino también para las congresuales y municipales, es importante recordar la delegación de poderes que damos los ciudadanos y la obligación que estas tienen de rendir cuentas de sus actuaciones y de actuar como buenos funcionarios o, de lo contrario, asumir las consecuencias.
Y es que los ciudadanos debemos entender que los funcionarios no son más que nuestros mandatarios, que las leyes son para ser cumplidas y la justicia para sancionar a quienes las incumplen, y que solo así lograremos cerrar la brecha que se ha creado y generar las transformaciones necesarias, eligiendo mejores autoridades y rompiendo con el círculo vicioso del autoritarismo, el clientelismo y la corrupción.