En la actualidad, más de la mitad de la población del mundo vive en ciudades, y muy seguramente esta proporción seguirá creciendo en los años por venir. Esto convierte a los problemas de la urbanización en uno de los mayores retos que enfrenta la humanidad porque lo que suceda con las ciudades, y lo que hagamos o dejemos de hacer al respecto tendrá repercusiones muy grandes sobre la calidad de nuestras vidas.
La concentración de población en las zonas urbanas parece una fuerza indetenible. Por una parte, su población crece por su propia dinámica. Por otra parte, las ciudades continúan atrayendo personas en la medida en que éstas perciban que migrar es beneficioso. Pero esas ganancias individuales resultan de los beneficios económicos generales de la aglomeración. Cuando la gente vive a distancias relativamente cortas, las empresas que contratan muchas personas son viables, los mercados se hacen más grandes y los costos de su funcionamiento se reducen, lo que también hace que los precios de las mercancías sean menores. También, es más fácil que las empresas y las personas se relacionen y trabajen juntas, sea como clientes o en asociación, y que aprendan e innoven más, lo que impulsa la productividad y el bienestar potencial.
Hasta hace unos años, esto no había sido suficientemente reconocido y prevalecía la idea de que la migración hacia las ciudades era sólo un problema. De hecho, algunos países regulaban y penalizaban la migración interna porque sólo veían los problemas que entrañaban y no identificaban sus potenciales beneficios. Por fortuna, esa visión, que dominaba porque los problemas de una urbanización desordenada emergían a borbotones y ocultaban otros efectos, quedó atrás. Además de que se reconocen los beneficios económicos de la aglomeración, también hay que decir que restringir la migración es una restricción a la libertad de las personas. La libre movilidad es un derecho que, aunque como otros, no es absoluto, merece ser reconocido.
Superada esa perspectiva parcial, los temas parecen ser más bien dos. El primero es que la razón para la migración hacia las ciudades no sólo es porque éstas son una fuerza de atracción, una vez asociada al industrialismo y la modernización, sino también porque en muchos países de ingresos medios y bajos, la población es expulsada de las zonas rurales por la falta de oportunidades. Aunque la aglomeración en las ciudades no es mala per se, sí lo es que la gente se vea forzada a huir hacia ellas porque en sus lugares de origen vivan una vida llena de privaciones. Esto amerita tener bien claro, una vez más, que es imprescindible contar con buenas políticas de desarrollo rural con el objetivo de que la población de esos territorios tenga más oportunidades y pueda ejercer sus derechos, y que la agricultura tiene un rol fundamental que jugar en eso, y en un desarrollo territorial más equilibrado.
El segundo problema, sin dudas, es las “condiciones de recepción”, y el desarrollo mismo de las ciudades. No se vale reprimir la migración, mucho menos el crecimiento poblacional natural de las ciudades, por lo que su continua expansión parece inevitable. Sin embargo, como se discutió antes, aunque la concentración territorial de la población puede ser buena, también tiene costos importantes. Muchos de ellos son muy conocidos como la contaminación, el hacinamiento y el aumento de la vulnerabilidad y el riesgo ante desastres. De hecho, esos costos pueden ser tan elevados que podrían terminar siendo mayores que los beneficios. Generalmente ambos, costos y beneficios, tienden a distribuirse de forma muy desigual.
Por eso, la pregunta de qué hacer para mejorar la vida en las ciudades, que alojan ya a más de la mitad de la población mundial, es de una relevancia difícil de sobredimensionar. Para ello, lo primero que hay que hacer es reconocer las ciudades como espacio económico y social, y su potencial productivo muy marcado por las ventajas de la aglomeración, la interrelación y la interdependencia. Sin embargo, también hay que reconocer los problemas relacionados con compartir los espacios (calles y plazas) y los recursos (por ejemplo, aire y agua). Por último, también implica entender que la economía urbana no es la única que importa, que ésta tiene relación con otros territorios y que unas ciudades sostenibles ameritan que haya equidad interterritorial. Eso significa que el bienestar de unos territorios no se promueva a costa del de otros como sucedió en muchos países en el marco del esfuerzo industrializador y de urbanización. Cuando no hay equidad entre los territorios, los avances en unos terminan revirtiéndose debido a la migración acelerada.
Lo segundo es que hay que enfrentar el crecimiento urbano desordenado y la proliferación de tugurios y barrios marginados. Esto no es más que la agenda urbana y de vivienda de siempre, presente al menos de los sesenta. Según el Informe de las Ciudades del Mundo 2016 de ONU-Habitat, actualmente, casi 900 millones de personas en el mundo habitan en zonas urbanas en viviendas muy precarias. Esto representa casi el 30% de la población urbana del mundo. Para ello hay que superar el viejo esquema de viviendas públicas y pensar en esquemas innovadores con la participación de las comunidades, la gente y el sector privado.
Lo tercero que hay que hacer es enfrentar el reto de la expansión de la provisión de servicios básicos como transporte, agua y saneamiento, electricidad, salud y educación. Esto no debe ser visto simplemente como un costo sino como una inversión que contribuye enormemente a incrementar la productividad de las personas y las empresas. No obstante, hay que reconocer los costos de inversión y operación que implican lo que, como en el caso de la vivienda, amerita encontrar formas innovadoras para enfrentarlos, superando las más tradicionales que han descansado en los recursos públicos. Las concesiones y privatizaciones se pueden considerar, pero hay un alto riesgo de exclusión de la población pobre o de un aprovechamiento ilegítimo de los subsidios públicos que busquen asegurar cobertura para todos. Otras formas pueden incluir la participación activa de las organizaciones territoriales y sociales en la gestión y supervisión, y las alianzas entre el sector público, el privado y las comunidades para proveer servicios de calidad.
Lo cuarto es encarar el desafío de reducir la vulnerabilidad y los riesgos frente a desastres, así como adaptarse frente al cambio climático. El crecimiento de las ciudades implica un aumento del consumo de energía lo que incrementa las emisiones que contribuyen al calentamiento global. De hecho, en la actualidad, el 70% de ellas se generan en las ciudades. El desarrollo de éstas debe ir aparejado de asumir responsabilidades para reducir las emisiones. Junto a ello, está la cuestión de la producción y el manejo de la basura. El reto es cómo hacer que más consumo genere cada vez menos desechos y que el manejo de éstos sea lo más eficiente posible a la vez que ambientalmente responsable. Por último, está la cuestión de enfrentar los riesgos y la vulnerabilidad en que viven las personas más pobres frente a inundaciones y otros desastres. En esto, el rol del ordenamiento del territorio, la planificación y la dotación de infraestructura urbana básica es crítico.
Lo quinto es enfrentar la exclusión y la inequidad en las ciudades, las cuales van generalmente aparejadas de violencia, discriminación y estigma hacia quienes viven en zonas pobres. Son estas personas las que tienen menos probabilidades de encontrar empleos decentes y acceder a servicios e infraestructura de calidad, acrecentando la frustración, la delincuencia y la inseguridad pública. A esto, los ricos y sectores pudientes responden encerrándose en sus propios residenciales. Las ciudades no deben continuar convirtiéndose en eso, en espacios segregados donde impere la separación y la desconfianza.
Por último, no es posible encarar los retos de construir ciudades sostenibles sin lograr un amplio ejercicio democrático a nivel local, de participación pública y de acceso justo a los recursos que los espacios urbanos producen. La gente de las ciudades debe reclamar ejercer el derecho que tienen a participar y a decidir sobre esos recursos. El peso económico de las ciudades ofrece una palanca inigualable que hay que usar. La oportunidad está servida.