Uno de los más grandes obstáculos a la solución de nuestros problemas es el hecho de que coexisten instituciones con competencias sobre un mismo tema o que a pesar de existir facultades concedidas a determinadas instituciones descentralizadas, debido a la acusada centralización en el Poder Ejecutivo, dependencias de este invaden las competencias de otras instancias. Esto sucede con el tránsito, el cual en su caótico discurrir representa un lamentable pero real retrato de nuestras distorsiones en el que se amalgaman violación a la ley, falta de autoridad, dispersión de funciones, choque de competencias, impunidad, corrupción, bajos niveles de educación y civilidad.
El crecimiento del país en las últimas décadas y su consecuente aumento del parque vehicular, en gran medida por la deficiencia del transporte colectivo, hizo que ante el fracaso en la regulación se fueran creando instituciones, solapándose unas con las otras así como usurpando funciones de los gobiernos locales.
A la vuelta de los años la situación ha empeorado, pues a pesar de coexistir diversas instituciones para regular el tránsito y el transporte, ambos presentan un calamitoso estado y lo que es peor, su solución es más complicada debido a que ante la dispersión de las competencias o no las asume nadie, o las impone quien no tiene la competencia, pero sí los recursos.
El proyecto de ley de movilidad, transporte terrestre, tránsito y seguridad vial pendiente de aprobación en el Congreso, pretende buscar soluciones a esta situación creando el Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre (Intrant) el cual absorbería las funciones de otras entidades que desaparecerían. Sin embargo, el mismo, lejos de representar una solución generaría un mayor problema, ya que equivocadamente otorga funciones a este Instituto que son de la exclusiva competencia de los ayuntamientos, en adición a que la composición proyectada para su órgano directivo, incluyendo un alto número de representantes de los sindicatos de transporte, haría inviable una efectiva regulación. Las ciudades que funcionan bien o que han podido generar transformaciones importantes, como es el caso desde Nueva York a Medellín, son las que tienen gobiernos locales fuertes y dotados de recursos para implementar las medidas necesarias. El caudillismo y la concentración de poder y recursos en el Ejecutivo hizo que poco a poco este usurpara funciones propias de nuestros gobiernos locales, so pretexto de la mala gestión de los mismos. Por eso, la Constitución de 2010 estableció en su artículo 204 que tendrán que ser transferidas a los ayuntamientos todas las competencias que les son propias así como los recursos correspondientes. Sin lugar a duda es un absurdo que el referido proyecto incluya disposiciones contrarias al mandato constitucional, las que deben ser eliminadas previo a su aprobación.
Las ciudades tienen que ser vivibles y deben operar para satisfacer las necesidades de sus habitantes bajo un concepto integral y armónico, no con parches impuestos por autoridades dispersas. Para lograrlo se necesitan gobiernos locales empoderados, con adecuada planificación y gestión, rendición de cuentas, participación social, cultura ciudadana y respeto a la ley. Santo Domingo, como capital, necesita urgentemente reinventarse para convertirse en un lugar en el que sus habitantes puedan vivir satisfactoria y agradablemente y sus visitantes puedan disfrutar sus encantos.
Empecemos por respetar la Constitución promoviendo que las alcaldías asuman el rol que por años les ha estado relegado, atribuyéndoles los recursos necesarios en la medida que vayan demostrando las capacidades requeridas, lo que en el caso de la capital resulta impostergable.
Solo así lograremos ciudades que sean espacios sostenibles para vivir y no territorios apaches en los que cada quien impone su fuerza para sobrevivir.