Si los propietarios o conductores de vehículos de lujo, que se suponen con un nivel de educación suficiente para saber la importancia del respeto a las leyes, copan las intersecciones, se suben a las aceras para rebasar y se estacionan indebidamente, cómo esperar que los del concho y las guaguas “voladoras” las observen. Si los dirigentes políticos suben la voz en la discusión de los temas fundamentales en la creencia de que el ruido los hace más creíbles. Si para ellos el “transfuguismo” se reduce a dos razones: idealismo cuando el que se va se inscribe en su partido y traición cuando es uno de los suyos el que se va; si periodistas e intelectuales usan la radio y la televisión sin el menor respeto a las buenas costumbres, creyéndose dueños de la verdad absoluta y algún líder religioso corta una discusión por él empezada con un tajante “no hablo con maricones”, entonces tendríamos que convenir que no toda la culpa de nuestros problemas proviene solamente de la fuente del gobierno.
Si nos motivara realmente la búsqueda de una salida a los problemas que agobian al país, talvez tendríamos que comenzar renunciando a la falsa idea de que sólo yo y los que me acompañan tenemos la razón y que por el contrario hablar quedo facilita el entendimiento, evitando que el ruido ensordezca y nos separe. Si al sentarnos a la mesa alguien cree que el objeto de discusión le pertenece qué sentido tendría entonces quedarse ahí.
Esta sociedad requiere de una reflexión profunda. Que sus líderes, en la política, en la religión, en los negocios y en la sociedad civil, antepongan intereses y prejuicios, para encontrar con buenos modales las salidas que los problemas demanden. Una agenda sin condiciones. Sin vencidos y vencedores, porque al final, cuando esto ocurre de forma rutinaria, la semilla de la confrontación que muchos guardan en sus corazones, germina y perdura. Y esa no debería ser la razón o causa que nos mueva.