La crisis en el PLD tiene una sola explicación: su presidente, Leonel Fernández, se niega a reconocer que un nuevo liderazgo ha sustituido el suyo. Su negativa a aceptar el voto mayoritario del organismo máximo del partido que él preside a favor de una reforma constitucional que le permita al presidente en ejercicio, Danilo Medina, postularse para un segundo mandato, no responde a su apego a un principio de respeto a la Carta que él hizo modificar para regresar en el 2016 como candidato. Lo que él defiende es su propia supervivencia, a la que el tiempo inexorable como la muerte, le fijó fecha de expiración.
Cuando se discutía la Constitución que hoy él expone como un impedimento contra Medina, se advirtió que sería un instrumento al servicio de su desmedida ambición de poder. Se la justificó en la creencia de que la inclusión en ella de figuras nuevas relacionadas con los derechos fundamentales de los ciudadanos fortalecería el ejercicio democrático, creando contrapesos al poder político. Pero a través de la manipulación de las consultas que la hicieron posible, el país quedó en manos de un hombre con un casi absoluto control de los órganos del Estado, sin un sistema de consecuencias efectivo que transparente la práctica política y detenga su peligrosa y fanática pasión por el poder.
En definitiva, la prohibición de la reelección consecutiva dispuesta en la Constitución, no así la indefinida, fue un estudiado acto de conspiración contra el ejercicio democrático, para vedar el paso a un nuevo liderazgo político y garantizar la perpetuación de un liderazgo caduco y corrupto. No fueron pocas las veces que Fernández defendiera el modelo de reelección al que ahora se opone. Su actitud es un desafío a las reglas que norman el partido que preside, pues en el tercer congreso celebrado en 1983 se acordó que a mayor jerarquía mayor sería la sanción por faltas disciplinarias, como las que él ahora comete.