No deja de ser una sorpresa que en nuestro país, en el que la generalidad opina que existe una gran debilidad institucional y que el incumplimiento de la ley es la raíz de prácticamente todos nuestros males, la mayoría de las situaciones quieran ser resueltas con leyes, como si por ser nuevas, más completas o más rigurosas repentinamente serían cumplidas por todos.
Eso nos ha llevado a debilitar cada vez más la institucionalidad y la seguridad jurídica, pues el aumento del incumplimiento ha ido de la mano con el del cada vez más prolijo marco legal.
Sin embargo, poco se ha hecho por promover los valores ciudadanos que sí podrían generar el cambio cultural necesario, no solo en cuanto a la vocación de cumplimiento de la ley, sino en muchos otros aspectos que fortalecerían la democracia, el empoderamiento ciudadano y la calidad de vida de la población.
Nuestro sistema educativo ha tenido incluso una involución en cuanto a la enseñanza de valores, los cuales han quedado de lado no solo en la currícula escolar, sino en el perfil de los enseñantes, que han dejado de ser maestros.
La diferencia fundamental entre una sociedad desarrollada con altos niveles de institucionalidad y otra como la nuestra, radica precisamente en que en las primeras, los valores democráticos que la sustentan sirven de guía o de valladar al accionar político; en las otras, las apetencias políticas simplemente se superponen a esos valores. Por eso nosotros vivimos a la merced de los caprichos políticos de turno, que dictan leyes, para incumplirlas y crean instituciones para desnaturalizarlas, y hasta ajustan la propia Carta Magna a la medida de sus ambiciones.
La población se queja de los problemas que la afectan, estando ahora a la cabeza el de la inseguridad y opina reiteradamente en las encuestas que el país va por mal camino, sin embargo, continúa respaldando al liderazgo político que ha sido responsable de esta situación y apostando a que con los mismos equivocados remedios el paciente saldrá de la crisis, lo que salvo un milagro es imposible. Queremos orden, pero no cumplir la ley ni que nos sancionen por el incumplimiento; queremos justicia, pero no para los “nuestros”; queremos que las instituciones funcionen, pero aceptamos que sigan siendo manejadas como botín político; queremos confianza y credibilidad, pero olvidamos que para ello el respeto a la verdad y a la palabra dada deben ser la regla para todos; queremos servicios públicos de calidad, pero no nos damos cuenta que para ello se necesita erradicar el clientelismo político y la corrupción, así como garantizar la efectiva regulación y el cumplimiento de las obligaciones por todos; queremos que el país cambie, pero nos resistimos a abandonar las malas prácticas; queremos un país competitivo y de progreso, pero permitimos que desfasados caciques se hayan adueñado cada uno de un trozo del mismo; queremos tener una democracia que funcione sin entender que para ello, todas las decisiones y acciones deben estar fundamentadas en sus principios. Mientras no hagamos lo necesario para ser una sociedad que crea en el respeto a la ley, en la igualdad de derechos, en la separación de los poderes del Estado, en la verdad, el respeto a la palabra dada, la justicia, la transparencia y la libre expresión; seguiremos siendo una compleja y costosa caricatura de democracia, en la que las reglas y las instituciones están al servicio del gobernante de turno y sus intereses, hasta que los recursos o la paciencia se agoten, extremos en los que las alternativas suelen ser peores.