La moda en el arte desde comienzos del siglo XX se caracterizó por la destrucción de la forma. Trató de colar la abstracción y la experimentación como algo sagrado. Paradójicamente presentaba la tradición como algo sagrado que había que destruir. Ahora, con el comienzo del siglo XXI, vemos que el ciclo de conceptualizar en vez de hacer arte se da por satisfecho, la autodestrucción de la forma ya no da para más.
Bienales tras bienales el esperpento ha asaltado las exposiciones y las galerías. Porque parece que aún queda el temor de no dar premio al escándalo mediático que quieren llamar “arte contemporáneo” y que no pasa de ser escenografía de bulto. Cosas como el Gran Premio de la Bienal XXVIII consiguen amedrentar a los jurados y alzarse con la máxima premiación. La claque boicoteadora y prepotente se manifiesta con ataques vacuos, pero que consiguen hacer ruido y en muchos casos asustar a quien se atreva a contradecir sus sagradas fórmulas estéticas. La pieza o más bien montaje escenográfico que consiguió el gran premio del jurado consiste en una especie de lámpara de salón de hotel ostentoso, en forma de canasta de basquetbol y que ocupa un espacio desconsiderado para con los demás participantes. Un montaje propio de escenografía de la Guerra de las Galaxias compitiendo contra esculturas, pinturas, dibujos o cerámica no debería pasar de ser un “adorno” o divertimento para reclamo del público no acostumbrado a visitar museos o galerías de arte.
En general, de toda la premiación de la Bienal XXVIII sólo me quedaría con la distinción a la obra de Ginny Taulé. El premio de dibujo es casi un insulto al dibujo y el de pintura hace que uno se pregunte ¿pero en qué estarían pensando Jorge Severino y Danilo de los Santos? Porque si leemos las motivaciones es cuando más dudas nos entran sobre sus motivos.
En esta última bienal hay trabajos importantísimos que parece no tuvieron tiempo de ver el jurado: el de Jorge Bencosme; el de Iris Pérez; el de Cristóbal Rodríguez o el de Ricardo Rivera entre muchos otros. En general, la calidad en esta bienal ha sido generosa. No así el montaje curatorial.
A comienzos del siglo pasado, Marcel Duchamp y Tristan Tzara querían destruir los museos y el arte, pero ellos están muertos y los museos y el arte están más vivos que nunca. La fantasía del siglo XX, de que la pintura había muerto, el gran público ya no se la cree. El mal llamado arte contemporáneo se ha encerrando en sí mismo y adopta una postura de represión y vocinglería. Lo que no se adapta a sus conceptos debe estar prohibido o boicoteado.