El discurso del papa Francisco, en la primavera del 2013, sobre la relación con otras confesiones, me recordó la fanática reacción del clero musulmán cuando Benedicto XVI rechazó públicamente la violencia de los grupos extremistas islámicos, y las señales de nerviosismo que ello provocara en el Vaticano confirmando así el terror que esos grupos infunden en Occidente. Lo curioso es que las reacciones de los clérigos musulmanes estaban llenas de diatribas contra el cristianismo y los intentos de aclaración de la Santa Sede no hacían alusión alguna a ese hecho. Lo importante era excusarse con esa gente que ya habían hecho pagar muy caro el “crimen” de publicar caricaturas del profeta Mahoma.
La verdad es que Benedicto no ofendió al islam. Sus declaraciones, pronunciadas en ocasión de su visita esos días a Alemania, su país natal, se limitaron a rechazar, ni siquiera a condenar abiertamente, “las motivaciones religiosas de la violencia”, es decir la guerra santa, la “yihad”. La oficina del Pontífice se disculpó diciendo que el propósito de Benedicto no fue “ofender a los creyentes musulmanes”.
El enojo de los monjes musulmanes se debió a la mención que el Papa hiciera en una universidad alemana de un diálogo entre un emperador bizantino y un erudito persa del siglo XIV. En su discurso, el Pontífice citó a un estudiante diciendo que ‘‘para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente”, por lo que su voluntad no estaría ligada “a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la razón”.
Bastaron estas frases inocentes para amenazar con una crisis mundial y dañar el clima de la visita que el Papa tenía proyectada realizar en noviembre de 2013 a Turquía, la primera a un país musulmán desde que asumió el trono de Pedro. El mundo occidental tembló por esta nueva “agresión” al profeta. Al-Qaida le recordó a Francia que figuraba en su lista. Tal vez al Vaticano también le llegue su turno.