Cada día nos enseña algo nuevo, cada experiencia nos demuestra que nunca podemos decir que no podremos hacer una cosa u otra, que no es correcto asegurar cómo reaccionaríamos ante alguna situación.
El momento llega y con él, también lo hace nuestra reacción.
Los humanos somos tan impredecibles que muchas veces hacemos y decimos cosas que nos sorprenden a nosotros mismos.
Observando la vida y sus cosas, me doy cuenta que lo que menos importa es nuestra parte externa, todo aquello que se ve, que se toca.
Es lo que a la vista de todos, somos.
Para mí, el cuerpo es la envoltura de lo que somos, de lo que pensamos, de lo que sentimos, de todo aquello que acumulamos.
Es la parte dura, tangible, de nuestro yo.
Es la armadura que evita exponer nuestro interior, pero que al mismo tiempo evita que dejemos a la intemperie nuestras debilidades humanas, o quizás el arma que contiene la rudeza de nuestro carácter. Es la protección de lo que somos.
Muchas veces, cuando la vida nos cobra una de sus altas facturas por el solo hecho de “disfrutar de la bendición de la existencia”, pensamos que solo nos espera la ruina total, ante un pago tan alto.
Sin embargo, logramos sobreponernos y seguir adelante, aparentemente bien, resignados tal vez, conformes con las decisiones del “Altísimo”. Algunos sí.
Algunos no osan cuestionar las “decisiones divinas” y aceptan lo que les toca, en el entendido de que “así lo quiso Dios”.
Otros solo aprenden a separar el cuerpo del alma y caminan movidos por los hilos del destino y parecen oír, pero no escuchan más y siguen mirando, pero ya han dejado de ver y pretenden que aún están vivos, porque pueden respirar, pero en realidad su vida se detuvo, paralizada por un dolor profundo y ahora, curiosamente y aunque parezca imposible, no es su cuerpo el que lleva a su alma, es su alma, que para no perder el cuerpo en el que habita, se ancla a él en un esfuerzo desesperado por hacerle entender que el uno no puede intentar vivir sin la compañía del otro. l