Es importante destacar, para ponerle término a esta serie, cuán falsa es la creencia generalizada de que la manipulación puede ser un instrumento efectivo en la comunicación y, por ende, en la elaboración y ejecución de una buena campaña política o de otra índole. Aunque esto no ha sido precisamente la tradición en nuestro caso, la falsedad en la información suele tener efectos contrarios a los deseados, en vista de la capacidad del público para distinguir entre lo real y el engaño.
La mentira juega a veces su papel y puede convertirse, bajo circunstancias especiales y en momentos determinados, en un efectivo instrumento de promoción del “marketing político”, pero como ocurre con un producto mal vendido al que se le atribuyan virtudes o propiedades que no posee, los efectos finales de la manipulación son predecibles, especialmente en sociedades abiertas donde las diferentes corrientes de opinión y la crítica suelen encontrar espacios en los medios de comunicación.
La mentira, el engaño, el ocultamiento de información básica a la población y otros ejemplos de malas artes han
desempeñado un papel de primer orden en el diseño y ejecución de muchas de las campañas políticas en el país y a pesar de sus dividendos, el fruto de esa práctica ha ido viciando los procesos electorales hasta el punto de cuestionarlos y sembrar dudas sobre la legitimidad de sus resultados. Bastaría recordar lo sucedido en las elecciones de los años 90 y especialmente la del 1978.
Se han dado muy pocos procesos electorales en este país en que las sombras de esas malas prácticas no los hayan enturbiado. Muchas de esas elecciones han sido pruebas fehacientes de cómo el uso de medios impropios puede decidir el curso de una elección presidencial. Fue la experiencia recurrente con Joaquín Balaguer y más tarde con Leonel Fernández. Ahora bien, ¿podemos abrigar esperanzas de cambios en el futuro? Es difícil predecirlo. l