La trágica tarde del viernes negro pasado puso al desnudo el objetivo real de las llamadas “altas cortes” y el peligro que representa para la República y sus instituciones democráticas una vuelta al poder del expresidente Leonel Fernández. Con escasos minutos de diferencia, ese día un juez de la Suprema y otro de San Francisco de Macorís, legitimaron, con el zarpazo de un león, el “derecho” de funcionarios públicos a valerse de sus cargos para enriquecerse. Se oficializó así un marco legal de impunidad. Se cercenó así cuanto quedaba de fe en los órganos de una justicia bajo el total control del más ambicioso y amoral de cuantos políticos importantes en el país se recuerde.
De la sala del tribunal supremo donde se evacuó, léase bien, se evacuó, la infeliz sentencia a favor del senador, él y sus abogados y amigos fueron a celebrar en ruidoso derroche de alcohol el derrumbe de la decencia y la victoria del control que el dinero y el poder político han logrado sobre el aparato judicial. Lo sucedido no debió sorprender a la sociedad, porque el envío a juicio del grueso y bien fundamentado expediente, hubiera puesto al expresidente Fernández en riesgo de verse involucrado en el proceso, con las consecuencias que supondría para su irracional esfuerzo de imponer su candidatura al partido gobernante.
Con la justicia y los demás poderes en sus manos y el enorme patrimonio construido por su círculo íntimo en el ejercicio de tres periodos de gobierno, un cuarto mandato del expresidente destruiría toda posibilidad de preservar las instituciones democráticas. El estado de derecho caería inevitablemente bajo el peso de su llegada al Palacio Nacional en brazos de un repudiado clan que haría nuevamente del erario nacional su fuente propia de enriquecimiento y poder. Sería la muerte de todo resto de decencia pública. La experiencia del viernes negro pasado es apenas anticipo de lo que vendría.