Cuando el hombre se priva de todas las excusas morales, se convierte en otro ser, fuera de lo que entendemos por humanidad, por Ser social. Es el hombre solo consigo mismo, contra todos los demás, y a pesar de los demás. Es el fracaso de la civilización, del espíritu.
A algo así es a lo que llamamos El abogado del Diablo, el apelativo popular con el que se conoce a aquellos abogados que defienden causas malvadas, aún a sabiendas de que su defendido es culpable y que reincidirá si consigue su objetivo. Contrario al que defiende causas perdidas, pero nobles.
El abogado del Diablo, según Martín Del Río, es más bien un hombre vulgar y grosero, hábil en insinuar imágenes obscenas, que goza de una privilegiada capacidad de manipular a los demás, apoyándose en las debilidades y hasta en las virtudes ajenas.
Dueño de todas las maquinaciones posibles con tal de medrar alrededor del poder político de turno.
Es de una naturaleza en la que no ha anidado nunca la grandeza de espíritu. Su obra ponzoñosa ha estado dedicada a servir para hacer daño, nunca para el bien. Lleno de deseos de bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado de placeres en las sombras, es el personaje que llena a plenitud la definición de concupiscencia.
De joven gusta de hacerse fotografías junto a los jefes de turno donde le vemos al lado de Petán Trujillo o de Fidel Castro. Uno joven y el otro ya viejo. Una especie de sucesión de la maldad. En Petán o Fidel se vería la decrepitud del poder, en el joven abogado las pulsiones básicas recién estrenadas y en búsqueda de más y más. Las tinieblas de esos entornos hacen posibles las tinieblas de su corazón para toda la vida.
Ana Teruel Soria pudo identificar a uno de estos personajes en Jacques Vergés, y lo retrata en un artículo de El País como “…defensa y amigo de terroristas, torturadores y dictadores, Jacques Vergés encarnaba la figura del abogado del diablo, una imagen que enriquecía con su sentido innato de la provocación y su gusto por la mediatización.
Admirado por algunos, odiado por otros y respetado y temido por la mayoría…”, y cita a Isabelle Coutant-Peyre cuando lo define en el área del derecho penalista “Tenía una visión política ejemplar del trabajo de abogado y una experiencia única en las grandes luchas del siglo XX”, o sea que hasta el Abogado del Diablo tiene quien le defienda.
En nuestro país es fácil identificar a ese personaje, que ya viejo y encorvado va dejando su legado poco a poco a uno de sus hijos, mientras disfruta de posición oficial.