El acoso ecologista

Claro que a todos nos gusta respirar aire limpio y vivir entre árboles. Y nadie quisiera que se extinguiesen las tortugas. En este sentido, todos somos un poco ecologistas. El problema radica en lo que realmente estaríamos dispuestos a sacrificar…

Claro que a todos nos gusta respirar aire limpio y vivir entre árboles. Y nadie quisiera que se extinguiesen las tortugas. En este sentido, todos somos un poco ecologistas. El problema radica en lo que realmente estaríamos dispuestos a sacrificar por “lo natural”.

¡No parece que mucho!
Pero ante la intimidación mediática de la causa ecologista, muy pocos se atreverían a decir: “los pingüinos son muy lindos y todo, pero si para que no desaparezcan tengo que renunciar a la comodidad de mi automóvil, hasta ahí llegó mi amor.

Después de todo, otras especies han desaparecido y no he sido infeliz por ello”. Simplemente elegimos entre preferencias. Si se quieren las enormes ventajas de la vida moderna, algo hay que perder.

Pero el tema ecológico se ha vuelto tan dogmático que sus fanáticos exponentes irrespetan el derecho de otros a “elegir algo distinto”. Programados como autómatas, se han autoadjudicado una supremacía moral como defensores del planeta.

Lo asombroso es que no hay mucha racionalidad en sus argumentos, como bien destaca un eminente catedrático de Rochester:
– ¿Debe la gente pobre sacrificar ingresos y comer peor, para tener menos contaminación? Seguro que preferiría comer. Después de todo, la esperanza de vida se ha más que duplicado en un mundo significativamente más contaminado.

– ¿Es preferible no construir un parqueo y conservar la zona virgen? No para los que tengan que caminar una hora bajo el sol.

– ¿Qué incentivo podría tener un fabricante de papel a plantar más árboles si la gente recicla y consume menos?
Quienes se atreven a razonar de esta forma son acosados con sermones puritanos, como si fuesen grandes pecadores.

Porque más que lógica científica, lo que predomina entre los fervientes ecologistas es un afán por buscar sentido a su vida con una misión. Y bien que han logrado comer cerebros y obstaculizar proyectos con sus exageraciones sobre el fin del mundo.

¡Qué fatiga! Quien quiera reciclar, que recicle. Quien quiera irse a cuidar pingüinos, que se vaya. Pero quien prefiera montarse la vida de otra forma, está en su derecho. Y no es verdad que se irá al infierno por ello. l

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