Las cumbres presidenciales dejaron de ser hace mucho tiempo el acontecimiento anual más importante en América Latina y la razón es bien sencilla: muy poco de los acuerdos adoptados año tras año por los gobiernos allí representados se concretan en acciones a favor de sus pueblos. El tema fue extraoficialmente tratado ya hace un cuarto de siglo en las plenarias de la Tercera Cumbre Iberoamericana celebrada en julio de 1993 en Salvador, Bahía, Brasil.
Como parte de la delegación dominicana a esa cumbre celebrada en Salvador, Bahía, Brasil, fui testigo de ese debate. La nuestra era la delegación de más bajo nivel político a la reunión. La presidía el entonces vicepresidente de la República, Carlos Morales Troncoso, porque el presidente Joaquín Balaguer, que había asistido a las dos anteriores en Guadalajara y Madrid, no estaba ya en condiciones físicas para la ajetreada agenda de dos días de la conferencia. La completaban José Manuel Trullols, embajador adscrito a la Cancillería y quien suscribe, que no ocupaba ninguna posición oficial. Debido al tamaño de la delegación, solo se nos asignó un vehículo.
Yo había trabajado como su director de comunicaciones mientras Morales Troncoso se desempeñaba como presidente de Gulf and Western Americas Corporation, propietaria del Central Romana, y manteníamos una estrecha relación a pesar de mi renuncia a la dirección de la Corporación de Empresas Estatales (CORDE), cinco años atrás. El año anterior a la cumbre le había acompañado, como invitado oficial, a un viaje de una semana a Israel. El hecho de que solo dispusiéramos de un vehículo tuvo sus inconvenientes, porque el embajador Héctor Pereyra Ariza y yo tuvimos que quedarnos en el hotel y superar muchas dificultades para alcanzar la sede de la conferencia, cuando el taxista nos dejó a dos cuadras del edificio a causa de las estrictas medidas de seguridad.
Morales me había pedido un texto adicional para ajustar su discurso al tema tocado la noche anterior en una recepción por varios presidentes que creían necesario espaciar las cumbres cada dos años. La razón era que les tocaba asistir a la conferencia siguiente sin que las resoluciones aprobadas en la anterior se ejecutaran en ninguno de los países firmantes. Esa realidad, sostenían, terminaría desprestigiando las reuniones.
Carlos Menem, de Argentina, José María Aznar, de España y Alberto Fujimori, de Perú, eran los más entusiastas de la idea. Pero el presidente cubano, Fidel Castro, se oponía bajo el argumento de que las reuniones anuales creaban un clima de amistad que facilitaba el entendimiento entre los gobiernos y con ello una relación más armoniosa, lo cual favorecía el objetivo de promover acciones comunes en materia de comercio y cooperación internacional.
Menem le dijo al presidente cubano que esa no debía ser su preocupación, porque él (Castro) estaría siempre presente se realizaran las cumbres cada dos, cinco o diez años, lo que no sería el caso de los demás presentes, a lo que Castro respondió “ a excepción del rey Juan Carlos”, poniendo un poco de humor a la discusión.
Castro argumentaba que las condiciones de extrema seguridad en que viajaba lo exponían ante sus adversarios y que, además, los aviones de Cubana de Aviación en que se trasladaba eran “viejos e incómodos”, lo que no era el caso de la mayoría de sus colegas allí presentes. De manera que no veía porque otros mandatarios se oponían a reunirse anualmente.
El discurso de Morales Troncoso no abordaba este tema que no figuraba en la agenda de la conferencia relacionada con el desarrollo económico con énfasis en el desarrollo social, como una respuesta a problemas tan acuciantes como la pobreza, la insalubridad, la marginación y el desempleo. Y los dos o tres párrafos que le había entregado, cuando ya la plenaria había comenzado a causa de la dificultad para llegar al edificio de la reunión, no le sirvieron de mucho, porque sus instrucciones no le permitían salirse de los temas centrales.
Finalmente, Castro se impuso y la propuesta de realizar la cumbre cada dos años en lugar de anualmente, quedó pendiente en la agenda iberoamericana.
A pesar de las severas medidas de seguridad, que apenas le permitían a uno moverse, pude estar unos minutos con Castro. Fue en ocasión de la inauguración de la sede del Parlamento Latinoamericano (Parlatino), en Sao Paulo, donde los delegados viajamos al término de la cumbre en aviones militares, a excepción de aquellos que volaban en aviones de sus propios países, como era el caso del líder cubano.
En el cóctel que siguió a los discursos del parlamento, Castro y yo prácticamente tropezamos. Él era el centro de la atención de la cumbre y todos se le acercaban para saludarle. Cuando me vio a unos pasos de él me dijo: “Tú debes ser dominicano”. “Así es”, le respondí. “¿Has estado en Cuba?”, me dijo. “Correcto, en octubre de 1987, presidiendo nuestra delegación a la conferencia de GEPLACEA (el grupo de Países Exportadores de Azúcar de América Latina y el Caribe)”. A mi regreso a Santo Domingo de La Habana había escrito una serie de artículos muy críticos de Castro y la revolución. Sospeché que él sabía de esos artículos. Me escudriñó por breves segundos y se alejó sin despedirse, después de que permitiera que el fotógrafo de la cumbre nos tomara una foto.
La conferencia de Salvador, Bahía, aprobó 73 resoluciones, incluyendo el compromiso de luchar por lo que llamaron “adecuar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a la nueva realidad internacional”. El documento final de 30 páginas, que probablemente leyeron muy pocos de los presidentes allí reunidos, pasó a engrosar el extenso legajo de resoluciones de las dos anteriores, a los que después se sumaron las demás realizadas hasta hoy, sin que esté claro que en el fondo las frecuentes citas presidenciales sirvan para algo más que acercar a los mandatarios y mejorar el clima en que se reúnen, lo que a fin de cuentas nada tiene de malo.