Para algunos es el tener de vecino al país más pobre y políticamente inestable de la región. Para otros, la bajísima calidad de nuestro sistema educativo. Para un número creciente de dominicanos, los recursos que drena la corrupción. Para muchos, la delincuencia. Y para un grupo muy reducido, lo que presagia la creciente escasez de agua en nuestro territorio.
Sin lugar a dudas, cualquiera de esas podría ser la respuesta ofrecida a la pregunta sobre cuál es el principal problema dominicano. Hay otro problema, sin embargo, cuyas repercusiones podrían ser más preocupantes en el mediano plazo. Nos referimos a la evidente incapacidad de nuestro modelo económico, a pesar de su envidiable efectividad para generar crecimiento, de distribuir con mayor justicia y equidad los frutos de ese crecimiento.
Todo el que haya analizado los impresionantes indicadores macroeconómicos acumulados por República Dominicana en las últimas dos décadas, queda perturbado cuando al mismo tiempo observa nuestro pobre desempeño en el ámbito de la equidad social. Lo primero que resalta es que la República Dominicana, a pesar de ser el país, luego de Panamá, con el mayor crecimiento del ingreso per-cápita durante el período 2000-2015, es al mismo tiempo el que registra la mayor caída en el tamaño relativo de la clase media durante el mismo período, con una baja de 5.7 puntos porcentuales. Mientras en el 2000 la clase media representaba el 31.2% de la población, en el 2014 había caído a 25.5%.
No puede negarse que el país ha logrado reducir significativamente la pobreza en los últimos años. Sin embargo, cuando la contrastamos con los niveles vigentes en el 2000, quedamos muy mal parados en relación al promedio de la región. Mientras América Latina logró reducir la pobreza en 19.5 puntos porcentuales entre el 2000 y el 2014, la República Dominicana ha visto aumentar la suya en 3.0 puntos porcentuales, debido en gran parte a los estragos provocados por la crisis bancaria del 2003-2004 originada de fraudes privados.
Más preocupante aún es que la reducción que hemos logrado en la pobreza, ha ido acompañada de un aumento similar a la participación de la población no pobre en situación de vulnerabilidad, es decir, aquella con niveles de ingresos cercanos a los que definen el umbral de pobreza y que, ante cualquier choque interno o externo impredecible, podría regresar de nuevo a la pobreza. Mientras en el 2000, el 40.8% de la población pertenecía a la clase “vulnerable”, en el 2014 la magnitud de ésta alcanzaba el 45% de la población. En otras palabras, en el 2014 tres de cada cuatro dominicanos eran pobres o vulnerables, a pesar de haber tenido la dicha de vivir en una de las economías más vibrantes de la región.
Parte del problema es explicado por el hecho de que los dominicanos nos hemos convencido de que sólo podemos crecer de manera sana y sostenida, si el Estado dominicano deja de cobrar impuestos y nos permite operar en una especie de paraíso fiscal artificial, capaz de detonar las fuerzas creadoras y los espíritus animales que empujan las decisiones de inversión y, por tanto, el crecimiento.
No es por casualidad que somos el país líder de la región en materia de exenciones tributarias. La realidad es que cuando hablamos con los representantes y líderes de todos los sectores empresariales de la nación, existe un convencimiento pleno de que no es posible crecer y pagar impuestos al mismo tiempo. Es una concepción que se ha entronado en el ADN del “doing business” en República Dominicana. Cuando uno conversa con los líderes de nuestras zonas francas, dominicanos todos de buena voluntad e interesados en el progreso de la nación, resalta el convencimiento generalizado de que la figura del “impuesto”, independientemente de su naturaleza, debe quedar fuera de los recintos de estas industrias salvadoras de la Nación. Cualquier iniciativa tendente a alterar el paraíso fiscal que hemos construido para estas actividades, derivaría en una catástrofe de proporciones inimaginables.
Nada diferente se escucha cuando las conversaciones se trasladan al ámbito de nuestros hombres y mujeres del turismo y la hotelería. Si queremos que el boom del turismo continúe, evitemos tocarlo aun con el pétalo de una delicada y pequeña contribución impositiva. Incluso, los niveles de exenciones que reciben, son considerados todavía insuficientes. Por eso introducen nuevas iniciativas al Congreso que persiguen que todas las compras que realicen los turistas en el país sean beneficiadas con la devolución del Itbis que hayan pagado. Pelean ferozmente cuando el Gobierno ha intentado gravar con el Impuesto sobre la Propiedad del 1% a apartamentos, residencias e incluso mansiones de hasta US$10 millones que se han levantado en geografías de desarrollo inmobiliario turístico. Y se quejan amargamente de la poca inversión del Gobierno en construcción de autopistas y carreteras que estimulan el levantamiento de nuevas infraestructuras hoteleras en el país.
Si nos vamos a la industria, los argumentos son similares. Nuestros industriales argumentan que no pueden competir si el Estado les cobra impuestos. Poco a poco han ido logrando modificaciones a las leyes tributarias vigentes de manera tal que, en vez de que el sistema tributario aplicable a las zonas francas vaya gradualmente convergiendo al sistema general que prevalece para el sector industrial y el resto de los sectores no privilegiados, se ha estado verificando el proceso contrario: la metamorfosis del sistema general a un sistema que poco a poco trata de replicar el tratamiento que reciben las zonas francas. Para muestra, Proindustria.
Lo anterior explica el porqué en el 2015-2016, el total de las recaudaciones del Gobierno por concepto de todos los impuestos sobre los ingresos obtenidos por las empresas radicadas en el territorio nacional apenas representaron el 2.0% del PIB, menos de la mitad de los niveles de Chile (4.2%) y Colombia (5.3%).
El paraíso fiscal que hemos construido en República Dominicana explica el porqué a pesar de decenas de esfuerzos, iniciativas, reformas, allantes y muecas tributarias aprobadas por el Congreso Nacional en las últimas dos décadas, los ingresos tributarios apenas han subido en 1% del PIB entre el 2000 y el 2015. Es así como nuestro modelo económico ha secado la principal fuente con que cuenta el modelo político de la democracia para crear un sistema de igualdad de oportunidades que poco a poco abra el camino a la equidad social y al crecimiento de la clase media.
En la medida en que el actual modelo económico se mantenga no deberíamos esperar mejoras en la equidad y en la justicia social. Todo lo contrario. Debemos ir preparándonos para protestas cada vez más intensas de la creciente población que se siente marginada de los frutos del crecimiento económico, e indignada cuando los principales beneficiarios del modelo económico vigente regatean aumentos salariales que no llegan a compensar el rezago frente al aumento de la productividad laboral y la pérdida del poder adquisitivo de la moneda.
El país camina firme hacia la ingobernabilidad, gracias al modelo económico que ha defendido el ejército de miopes incapaces de ver más allá porque los millones de dólares de beneficios colocados sobre sus escritorios se lo impiden. Todos los presidentes que ha tenido la Nación en desde 1986 están conscientes de esta realidad. A diferencia de los beneficiarios del modelo económico, en sus múltiples recorridos y visitas a todas las comunidades del país han visto en el rostro de la población marginada las injusticias del mismo y la incapacidad creciente del Estado de poder satisfacer sus necesidades. Los beneficiarios del modelo, al estar encerrados en sus villas y mansiones en Casa de Campo y Punta Cana, han estado exentos de verlo. Pero esa exención que han disfrutado hasta ahora, algún día terminará y en el momento menos pensado, también lo tendrán de frente, cuando sea ya muy tarde. Será el día de Juicio Fiscal.