La desigualdad es el tema del momento, y por muy buenas razones. Después de más de una década de ajustes y reformas económicas profundas desde los ochentas, las cuales estabilizaron y reestructuraron las economías de muchos países en desarrollo, pero que también dejaron un enorme pasivo social en forma de desempleo, pobreza y marginación, emergió con fuerza la preocupación por la pobreza y por políticas para combatirla. Esa fue la génesis de los programas de transferencias monetarias, en los cuales subyacía una doble preocupación: la ética, que tiene que ver con la no aceptación de que la gente viva en condiciones indignas, y la de gobernabilidad, esto es, el riesgo político que entraña que la pobreza sea muy extendida y muy profunda.
Pero los esfuerzos por combatir la pobreza mostraron rápidamente sus graves limitaciones, y su carácter eminentemente paliativo que no enfrentaba sus causas fundamentales. Por un lado, frecuentemente, los Gobiernos se preocuparon más por la estabilidad de precios que por el crecimiento, lo que terminaba sacrificando el empleo, un aspecto crítico para el bienestar humano. En otros casos, aunque se buscaba crecer con políticas fiscales y de otro tipo, en la medida en que los Estados habían abandonado o debilitado las políticas de desarrollo productivo que priorizan el empleo y la transformación productiva en sectores específicos con necesidades particulares de apoyo público, el crecimiento resultante fue uno sin efectos importantes en el empleo. Al mismo tiempo, la contención de los salarios era y es un importante instrumento de política para mantener la competitividad de costos, y sostener los márgenes de beneficios. La secuela de todo lo anterior es insuficientes empleos, ocupaciones precarias y bajas remuneraciones laborales como resultado.
Por otro lado, la política social, el otro canal relevante de transmisión y transformación del crecimiento en bienestar, estaba (y sigue estando) comprometido por la falta de dinero. Al afán por proveer incentivos fiscales a la inversión privada se suma la precariedad e informalidad económica que reducen el espacio tributario, las limitadas capacidades de las agencias tributarias, y el abuso de mecanismos para no cumplir con las obligaciones tributarias.
El resultado es una capacidad fiscal incompatible con un gasto social que haga la diferencia. En ese contexto los propios programas de combate a la pobreza, además de los universales como los de salud y educación, no tienen posibilidades de transcender e impactar de forma decidida en la calidad de vida de la gente.
Pero la debilidad de las políticas de promoción de la producción y el empleo decente y de las políticas sociales son una expresión de una forma de funcionamiento de la economía sólidamente fundamentada en la desigualdad, y en políticas que han desmeritado la importancia de la equidad. Cuando la estabilidad cambiaria y de precios se alcanza a ultranza, aplicando políticas monetarias muy restrictivas que disparan las tasas de interés reales, se hace a costa del crecimiento y del empleo, y favorece de forma desmedida al sector financiero y a su reducido número de propietarios en desmedro del resto.
Cuando se reprimen los aumentos de salarios, se favorece desmedidamente a los empleadores, en especial a algunos, y se contribuye a que los mercados crezcan de manera insuficiente. Cuando se privatiza y se regula débilmente la seguridad social, se beneficia a los ricos y se perjudica a los pobres. Cuando no se presta atención a los sectores productivos y a sus necesidades específicas de bienes públicos o meritorios que faciliten la transformación productiva y la creación de empleos de calidad, las tasas de desocupación y subocupación se mantienen elevadas, lo que contribuye a mantener los salarios deprimidos.
Cuando se apuesta a mantener bajas las tasas impositivas y a sostener grandes privilegios fiscales por mucho tiempo para quienes perciben ganancias, se beneficia a los ricos y se comprometen los imprescindibles recursos públicos que sirven para pagar por los servicios sociales universales que usan principalmente los pobres. Pasa lo mismo cuando la administración tributaria es negligente en perseguir la evasión y la elusión. Todavía más, por supuesto, cuando los recursos públicos son discrecional, ilegal y/o ilegítimamente apropiados.
Hay, además, cuatro aspectos muy destacados que hay que tener en cuenta y que deben servir de sustento a las políticas por una mayor equidad.
El primero, muy socorrido, es que cuando hay alta inequidad, el crecimiento tiende a reducir la pobreza con mucho menos intensidad que en caso contrario. En esa situación, erradicar la pobreza extrema, por ejemplo, tomaría mucho más tiempo, simplemente porque una elevada proporción de los nuevos ingresos que se producen terminan en unas pocas manos.
Por ello, cambiar las reglas distributivas es ineludible para combatir la pobreza. Eso implica al menos regular de manera mucho más efectiva (incluso re-estatizar en algunos casos) la seguridad social y disciplinar con más rigor a los actores privados, tener políticas proactivas de generación de empleos y de fomento productivo y transformación tecnológica, gravar más y/o más efectivamente la riqueza y el patrimonio para financiar mejor los servicios sociales básicos de acceso universal, y promover aumentos sostenidos y sostenibles de las remuneraciones laborales.
El segundo es que no se trata sólo de inequidad de ingresos, que es un resultado, sino también de inequidad en la tenencia, acceso y/o uso de activos productivos. Si los pobres de ingresos son tales, no es sólo por las bajas remuneraciones laborales, sino porque tienen un acceso restringido a recursos productivos como tierra, capital o conocimiento. Por ello es imperativo promover una educación pública universal y de calidad, acceso a financiamiento y a activos físicos a costo razonable, y acceso y uso productivo de la tierra, lo que implica repensar y retomar los esfuerzos de reforma agraria integral. Estas son piezas clave para el combate a la pobreza y la inequidad.
Tercero, la elevada inequidad en la tenencia de riqueza y la generación de ingresos se traduce en inequidad de poder y, en palabras de un conocido informe, en un “secuestro de la democracia” que contribuye a perpetuar y profundizar ambas. El dinero no sólo sirve para vivir con opulencia sino también para adjudicarse poder, y con éste acrecentar la riqueza y el poder mismo. De allí que combatir la inequidad no sólo tenga sentido para derrotar la pobreza sino también para conquistar la democracia y el acceso igualitario al poder. Ciertamente que, en esta tarea, son indispensables otros mecanismos de carácter institucional y político que contribuyan a acotar la influencia del dinero en la política y en las decisiones públicas.
Cuarto, como escribí en una entrega reciente, “la desigualdad tiene la doble consecuencia de contribuir a negar derechos básicos y de atentar contra la libertad misma. Pero, además, quebranta a la sociedad en su conjunto porque la fractura, porque debilita la cohesión social, porque separa a las personas creando realidades de los individuos muy distantes unas de otras, y porque socava las visiones y proyectos colectivos. En contextos como esos, la conflictividad tiende a agudizarse y los pactos sociales se hacen más difíciles”. También en este sentido, enfrentar la inequidad tiene sentido en sí mismo y no sólo porque contribuye a disminuir la pobreza.
En síntesis, la pobreza y la desigualdad son las dos caras de una misma moneda, en donde la inequidad distributiva perpetúa la pobreza, y en donde una no se puede explicar sin la otra. Por ello, atacar la pobreza pasa ineludiblemente por enfrentar la desigualdad, diseñando y poniendo en funcionamiento instituciones y políticas que la moderen. Además, una exacerbada inequidad mina la democracia, es una fuente grave de conflictividad, y tiene un intenso poder destructivo.
No en vano, la inequidad está recibiendo la atención merecida, precisamente en los tiempos en los que ha alcanzado niveles impensables.