Lo conocí una mañana clara en Tel Aviv, en diciembre de 1975. Había pasado gran parte de su vida fuera de Israel, pero en sus agudos y oscuros ojos llenos de nostalgia, de recuerdos y dolorosos pogroms en las frías noches de los ghettos en Varsovia, se notaba que Bert Zerubavel era un judío auténtico.
Frente al Mar Muerto, subiendo por un moderno teleférico, alcanzamos las alturas de Massada, las ruinas restauradas de la gran fortaleza donde los judíos ofrecieron la última resistencia al imperio romano. Me parecía a través del tiempo, escuchar, traído por el viento, los gritos de Eliezer, el hijo de Yair, sobre esa estéril y caliza cumbre montañosa. Habían sido tres años de resistencia, hasta que en el 73 después de Cristo, el último de los hijos de Israel se suicidó. Fue el fin de la vida judía libre en la tierra prometida. Había leído antes esa épica y dolorosa historia, pero en labios de Zerubavel parecía un mensaje profético. “He querido que viera esto”, me dijo con un ligero nudo en la garganta, “para que comprenda el significado de Massada para nuestro pueblo”.
“Nunca hemos vivido sin esta amenaza. Estamos condenados a sobrevivir pero esta lucha no puede durar mucho tiempo. Tenemos que hacer algo para encontrar la paz”. Mientras hablaba señalaba hacia un lugar escondido entre las colinas circunvecinas por los profundos cañones que rodea la cumbre, desde la cual podíamos observar, hacia el otro lado del mar, quieto como la sombra de un muro.
Zerubavel hablaba con la convicción de un profeta. “Estamos acostumbrados a la palabra shalom (término que significa paz y que emplean los judíos para saludarse y despedirse), que hemos perdido el sentido de su significado real”. Le pregunté si era posible la paz con los árabes y si su país había hecho algo para lograrlo. Me habló de Ben Gurion, de la independencia en 1948, la reconquista de Jerusalén, del descalabro inicial de la guerra del Iom Kippur, cinco años más tarde y del temor por la pérdida de invulnerabilidad que campañas militares anteriores habían contribuido a crear en el pueblo judío.
En la parte más alta de la cumbre, allí, junto a las inveteradas y sagradas murallas de Massada, mi imaginación repitió el épico final del antiguo heroísmo judío. “…entonces eligieron a diez hombres de entre ellos a la suerte con el fin de que matasen al resto; cada uno de los restantes se tendió en el suelo junto con su mujer e hijos y abrazados ofrecieron sus cuellos al golpe de quienes por azar deberían ejecutar tan trágico oficio; y cuando los diez, sin titubeos, habían matado a todos, sortearon la suerte entre ellos; al que primero le correspondiese aquella, debería matar a los otros nueve y por último suicidarse. Así, pues, esta gente murió con la intención de que no quedara entre ellos una sola alma viva que fuese súbdito de los romanos. Los muertos fueron 960 en número. Y los romanos penetraron a la fortaleza y se hallaron con una multitud muerta, pero no pudieron regocijarse en este hecho, a pesar que los sin vida eran sus enemigos. No pudieron menos que maravillarse ante el coraje de su resolución y la firmeza y desdén por la muerte…”
Zerubavel repetía, como un sonámbulo, esta historia tan maravillosamente contada por Flavio Josefo, y me parecía tenerla ante mis ojos. Me llevó después a Or Haner (Luz de Vela), un kibutz de judíos latinoamericanos, próximo a la franja de Gaza, donde desde algunos meses antes frecuentes incursiones guerrilleras hacían peligroso el tránsito por la zona, y llegamos más tarde a Askhelon. En una pequeña y tranquila posada para turistas nos sentamos a jugar ajedrez toda una noche.
Me habló insistentemente de nuevo sobre el futuro. La paz era una obsesión para él. “Tenemos que llegar a ella”, me dijo de repente mientras meditaba una jugada sobre el tablero.” Pero esta no podrá ser posible mientras no exista la misma voluntad de parte de los árabes”. Le pregunté:” ¿Cuántas generaciones más de judíos tendrán que vivir en esta incertidumbre?”. Sonrió. A pesar de su seriedad no había dejado de sonreír. “Quizás menos de lo que imaginamos”, respondió.”Los árabes necesitan tanto la paz como nosotros. Ellos están a punto de comprender que la coexistencia es beneficiosa para ambos. No exigimos mucho a cambio de ella. Sólo fronteras y promesas seguras. Eso es todo”.
Le pregunté si no había exigencias árabes que hicieran difícil el tránsito hacia un acuerdo permanente. “Sí, hay muchas”, respondió esta vez con una mirada triste y la cabeza descansando sobre las manos escrutando el tablero de ajedrez ante nosotros. “Pero ninguna puede ser tan importante que no pueda ser discutida en beneficio de la paz”.
La paz tendrá que llegar no como resultado de un compromiso internacional, dijo, sino como producto de una necesidad árabe-israelí. Él tenía una razón particular. En la última guerra su hijo había sido herido en las áridas dunas del Sinaí.