La primera vez que Felipe vio a Isabel, ella era una niña y él un adolescente. Fue en un encuentro entre royals y ninguno le prestó demasiada atención al otro. Pero en 1939, la situación era distinta. Felipe era un cadete la Armada Real Británica. Con 18 años alto, pintón, su elegancia natural y su mirada melancólica atraía sin necesidad de esforzarse. Isabel era una adolescente, sin una belleza subyugante pero con personalidad. Aunque era casi una niña estaba destinada a reinar como heredera al trono de una de las naciones más poderosas del planeta, el Reino Unido. Pero ese verano solo era una adolescente que junto a su hermana, Margarita acompañaba a su padre en una visita a la Universidad Naval Real.

Quiso el destino o en este caso los virus, que justo en ese momento la Universidad viviera un brote de sarampión. Para evitar el contagio, Jorge VI, rey pero padre al fin, decidió que sus hijas se quedaran al aire libre y ordenó que algún cadete las acompañara. Apareció FelipeSe entretuvieron un rato, hasta que él propuso saltar un rato en la red de la cancha de tenis. Dicen que en ese momento, la discreta Isabel, le dijo por lo bajo a su institutriz un: Míralo cómo salta”. No lo dijo con tono de observación sino de enamorada

Al terminar la visita, Isabel y su familia se subieron al yate real mientras Felipe las seguía en su bote. Imagine el lector esa escena. Un joven bello y atractivo rema con el sol cayendo a sus espaldas. La visión era tan bella, que Isabel tomó unos largavistas y siguió mirándolo, mirándolo y mirándolo hasta que se transformó un punto en el horizonte y en el hombre de su vida.

Isabel transitaba esa edad límite de niña que se hace mujer. Por un lado vestía medias de color blanco, usaba moños en su pelo y su abrigo siempre era del mismo color que el de su hermana. Pero por otro, sus hormonas eran las de una adolescentes y sus deseos los de una mujer. Era un mal año para enamorarse, la Segunda Guerra Mundial estallabaLa reina madre recibió la propuesta de refugiarse en Canadá con sus hijas y se negó porque priorizaba acompañar a su esposo.

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Mientras tanto, Felipe participaba en la contienda en la Guardia Real. Durante ese tiempo la princesa y el marino se comunicaron. Se escribían largas cartas donde la formalidad poco a poco dejaba paso a la intimidad. Nunca trascendió su contenido. Pero suponemos que el cadete le contó a la princesa que era un príncipe con título pero sin reino. Que su madre salía y entraba en instituciones mentales porque la depresión la acosaba, mientras su padre solo pasaba de amante en amante y que vivían gracias a la generosidad de sus parientes ricos y que la figura de padre, la ocupaba su tío, el poderoso Lord Mountbatten.

Las cartas se complementaban con visitas. Cada vez que a Felipe le otorgaban unos días de licencia lo invitaban unos días en el Palacio de Windsor, aunque el rey Jorge VI no le hablaba y la reina Elizabeth tampoco. Marion Crawford, la institutriz de Isabel contó de aquella época que era la encargada de lavar y ponerles botones a las dos únicas y muy gastadas camisas del joven, porque “al usar siempre el uniforme de la Marina, que se lo daban gratis, era penoso el descuido de su ropa de civil, que prácticamente no eran más que cinco piezas”. La misma Crawford narró que “era muy lindo oír a la princesa por los pasillos del palacio cantando sin cesar la canción People Will Say We’re in Love (La gente dirá que estamos enamorados) del musical Oklahoma, pues sin duda era la mujer más feliz del mundo”.

Mientras Mountbatten alentaba el romance, el monarca era más cauto. “Mi hija es demasiado joven. Si va a pasar, hay que dejar que sea de forma natural”. Es que el rey era rey pero, padre al fin sabía que si su hija sería reina por obligación, al menos anhelaba que fuera esposa por amor.

Las misivas siguieron y la guerra terminó. Isabel ya era una mujer con algunos pretendientes de abolengo y alcurnia, pero ella los rechazó.Su corazón era de Felipe y así se lo hizo saber a su padre. Al monarca, el elegido de su hija seguía sin convencerlo. Aunque ostentaba el título de Príncipe de Grecia y Dinamarca, no tenía reino ya que habían perdido la guerra, tampoco poseía fortuna, ni siquiera unos padres “presentables”. Sí podía alardear que era uno los oficiales más jóvenes de la armada y que su tío era uno de los hombres más influyentes del país.

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Pero su hija estaba enamorada y a regañadientes, el rey aceptó al candidato con tres condiciones. Felipe que nació como príncipe de Grecia Dinamarca en 1921 tuvo que dejar sus títulos de nacimiento para ser un ciudadano británico. Para compensar un poco le otorgaron los títulos: duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón de Greenwich. La segunda condición fue cambiar la religión ortodoxa por la anglicana. Por último debió adoptar el apellido inglés de la familia de su madre, Mountbatten, algo que con el tiempo se convertiría en un problema.

Esos requisitos fueron por obligación, Felipe cumplió otro solo por amor. Fumador empedernido le prometió a su novia dejar el hábito antes de casarse. Lo hizo y en tiempo récord, de un día para otro, la víspera de su boda.

El 20 de noviembre de 1947, dos años después de terminada la guerra, Felipe se casaba con Isabel. El novio le regaló a su futura esposa un brazalete de diamantes diseñado por él. Recibieron 10 mil telegramas de felicitaciones y 2500 regalos de todo el mundo que iban desde una máquina de coser hasta un caballo de carreras; una cabaña de caza en Kenia; un televisor, un juego de café de oro; un abrigo de visón; cristales y vajillas poco comunes. Isabel llevó un vestido realizado por 25 costureras y 10 bordadoras. Para dar el ejemplo pagó una parte con cupones de racionamiento. Felipe vistió su uniforme naval.

A la boda asistieron dos mil invitados que quedaron impresionados con la seguridad de la futura esposa de apenas 21 años. Fue la primera boda real transmitida a todo el planeta. Más de 200 millones de personas de todos los continentes escucharon la transmisión radial. Aunque los invitados eran cientos y los oyentes eran millones, Felipe se sentía acompañado pero solo. Su padre no estaba porque había muerto en brazos de una amante. Sus tres hermanas -casadas con alemanes sospechosos de simpatizar con el nazismo- no fueron invitadas. Solo estaba su madre que le entregó una pulsera para que el hijo se la regalara a Isabel.

Las secuelas de la guerra todavía se respiraban. Por austeridad, los recién casados pasaron la luna de miel en el Reino Unido. No pareció importarles, se amaban. Un año después de la boda, el matrimonio anunció la llegada de su primogénito, Carlos.

En 1949 Felipe fue enviado a Malta. El matrimonio se instaló en Villa Guardamangia. Vivían felices, sin embargo Felipe de vez en cuando mostraba que detrás de sus ademanes de caballero había un hombre de temperamento complejo. “¿Es qué todavía no es suficiente?”, protestó molesto cierta vez harto de posar para unos fotógrafos. “Felipe, solo están haciendo su trabajo. Ahora que te casaste conmigo, tendrás que acostumbrarte”, cuenta la leyenda que le respondió su mujer. Pese al mal carácter de su marido, Isabel lo amaba y él valoraba que ella por fin le daba lo que nunca había conocido: una familia.

La relación parecía armoniosa pero en 1952, Isabel tuvo que suceder a su padre. La que era princesa se transformó en reina y su marido en príncipe consorte. El problema es que Felipe descubrió que mientras su mujer reinaba, él no tenía mucho más trabajo que acompañarla como un marido ejemplar o también como un lindo adorno. Ya como príncipe consorte preguntó si podía quedarse en la Marina y le respondieron que no. Palabras más palabras menos le informaron que debía limitarse a acompañar a la monarca. Pero nada de ir juntos y a la par debía permanecer tres pasos por detrás de Isabel porque ella antes que su esposa era la reina.

Felipe protestaba, se enojaba pero aceptaba. Sin embargo cuando supo que tanto Carlos como Margarita, llevarían el apellido de su madre, Windsor, pero no el suyo, Mounbatten, se enfureció: “No soy más que una maldita ameba. Soy el único hombre en el país al que no se le permite darles su nombre a sus hijos”.

Harto de su rol protocolar entre 1956 y 1957 realizó un largo viaje sin su esposa. Los rumores comenzaron a proliferar: viajaba solo pero no tan solo. Según las crónicas de la época tuvo algunas amantes como Daphne du Maurier, cuyo marido trabajaba en su oficina, con su amiga de la infancia Hélène Cordet, madre de uno de sus ahijados, y Pat Kirkwood, una estrella de musical que poseía unas piernas consideradas ” la octava maravilla del mundo”.

Isabel comprobó que de nada vale ser la reina de una de las naciones más poderosa de la tierra si se es la esposa de uno de los hombres más frustrados del mundo. Si podía mandar sobre su país también sobre su vida. Al nacer sus hijos Andrés y luego Eduardo, no hubo primer ministro ni protocolo que se impusiera. Les puso el apellido de su padre y en primer lugar. Además le concedió a su marido el título de “príncipe del Reino Unido”.

Los rumores de romances clandestinos nunca cesaron. Se dijo que estuvo con Zsa Zsa Gabor y hasta que mantuvo un idilio con Susan Barrantes, madre de Sarah Ferguson quien años después sería su nuera, con la aristócrata argentina Malena Nelson de Blaquier y hasta con la princesa Alexandra de Kent es nada más y nada menos que la prima hermana de Isabel II, 11 años menor que la soberana y dama de honor de la reina en su boda con el duque de Edimburgo.

Si alguien le insinuaba a Felipe que la fidelidad no era una de sus características respondía “¿Se han parado a pensar que en los últimos 50 años nunca he podido salir de casa sin que me acompañara un policía?”, la respuesta sería creíble. Pero entonces el lector recuerda las escapadas de Carlos con Camila o las del rey de España con sus amantes y mejor no hablar de ciertas cosas.

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