Hace unas semanas, en su interesante columna semanal, el expresidente Leonel Fernández trataba el tema de la política de apertura de mercados del presidente Donald Trump.En menos de cien días deja Trump sin efecto el acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, que trató de impulsar la administración del presidente Obama.
La discusión sobre los beneficios o daños a las economías de estos acuerdos no es nueva. Es mucho lo que se ha hablado, e incluso intentado revertir estos acuerdos que formaron parte de la política de los organismos internacionales y todo aquel que osaba oponerse a las aperturas, se le consideraba casi un terrorista del desarrollo.
En nuestro caso, el sector de las zonas francas promovió el uso intensivo de mano de obra gracias a los costos menores que la norteamericana y ha sido, sin dudas, de los beneficios de estas políticas de mercado abierto que ha permitido generar miles de empleos, exportación, capacitación de la mano de obra y reducido la migración, especialmente hacia los Estados Unidos.
Para otros sectores, estos acuerdos han tenido efectos contrarios. Para el agrícola las cuotas de productos se han convertido en un mecanismo poco transparente, utilizado para beneficiar a unos y perjudicar a otros. Se crean nuevas compañías al vapor que salen a vender las cuotas o simplemente son una pantalla para que otros obtengan mayor participación por medio de mecanismos fraudulentos.
En una reunión, hace pocos días escuché a un productor arrocero quejarse amargamente cómo la importación de este rubro estaba afectando ese sector en momentos que la cosecha sería récord, gracias a las enormes lluvias de finales del pasado año.
Por otro lado, está el problema de las asimetrías que tanto ha afectado nuestra economía, ya que resulta difícil competir con países más desarrollados y con más tamaño de mercado que el nuestro, lo cual termina en importantes déficits comerciales.
En el caso de Estados Unidos, nuestras exportaciones en el 2015 fueron de 2,739 millones, mientras las importaciones alcanzaron la cifra de 4,205 millones. Con Centroamérica la historia es similar, a pesar de existir asimetrías menores. Con el único país que tenemos un superávit de balanza comercial es con Honduras, con el resto es preocupante el déficit del intercambio comercial.
Trump, enemigo de las aperturas de mercado, basó su campaña en un retorno de los empleos a los Estados Unidos, prometiendo poner impuestos a las importaciones de productos, tanto de México como de China.
¿Debemos preguntarnos hasta dónde es correcta esta política de cerrar las fronteras a productos de otras naciones? Los industriales hemos planteado desde hace muchos años la necesidad de un nuevo modelo que impulse la producción nacional sin ser necesario llegar a los extremos del mandatario norteamericano.
La globalización ha tenido en nuestro país un contrasentido, pues mientras la teoría defiende una mayor participación del sector privado en las actividades económicas, en nuestro caso, la participación del Estado es cada vez mayor, interviniendo los mercados por medio de concesión de permisos y cuotas que eliminan la posibilidad de competencia y crean beneficios para algunos sectores en contra de la mayoría.
Los movimientos contra la globalización comienzan en Seattle el 30 de noviembre del 1999, donde por primera vez se manifiestan contra la Organización Mundial del Comercio, donde ya la globalización no es sólo de bienes sino también tecnológica y las grandes naciones imponen, vía un mayor desarrollo, reglas que las economías pequeñas no son capaces de llevar a cabo.
Volviendo a la política de Trump, de ofrecer cerrar fronteras a los productos, hay que preguntarse qué hará con la automatización, cuyo efecto unido al de la globalización han sido las dos razones para que un país como el del norte inclinara su voto por el candidato republicano, porque no ha sido la pérdida de empleo lo único que ha afectado a los trabajadores de cuello azul, sino también la reducción de salarios que les impide mantener el estándar de vida que por años les permitió el sueño americano: viviendas confortables, vehículos, vacaciones, ir de compras todas las semanas.
Entonces, también tenemos que el capital financiero sustituye la producción, ya que su velocidad de generar riquezas es muchísimo mayor que la de producir bienes. Es de tal magnitud que el premio nobel de economía, James Tobin, afirmaba que poner un impuesto del 0.1 por ciento a cada una de las transacciones financieras que se realizan, terminaría con la pobreza en apenas tres años.
La triste experiencia es que la globalización provoca desigualdad, los recursos resultan ser insuficientes para poder competir contra las grandes naciones y trae una transculturación de las sociedades, ya que las más desarrolladas establecen sus patrones de consumo.
Existe la necesidad de repensar el sistema. No parecería descabellado un tipo de impuesto como el propuesto por Tobin, ya no sólo para el sector financiero sino contra aquellas economías desarrolladas, que logran colocar sus productos fruto de mejores tecnologías y economías de escala, que impiden el desarrollo de las economías emergentes.
De lo contrario, estaríamos acrecentando más la pobreza, la imposibilidad de que se cree una mejor clase media y una distribución de ingresos mucho más equitativa y las migraciones que cada día se constituyen en un problema mayor. Hay que admitir que esta iniquidad no es sólo consecuencia de la globalización sino también, del mal uso de los escasos recursos y la desviación de los mismos hacia las áreas que no inciden en el desarrollo y crecimiento del país.