El movimiento feminista surgió en el siglo XIX con el fin de reivindicar los derechos de la mujer y liberarla de la dominación del varón. Gracias a las luchas feministas se logró que las mujeres pudiésemos votar, educarnos en niveles superiores, tener propiedades, ganar mejores salarios y tener control sobre nuestra reproducción.La mujer de hoy es agresiva, capaz de practicar cirugías, de pilotear aviones y hasta de presidir países. Y por todo esto merece el feminismo un gran reconocimiento en la historia.
No obstante, una vez alcanzadas estas metas, hay que reconocer también que ha caído en exageraciones. Sus críticos más feroces (entre ellos incluso destacadas feministas) lo acusan de estar utilizando una constante victimización con tal de obtener más poder a través de cuotas y privilegios.
Los empresarios, por ejemplo, deberían ser libres para elegir al empleado que crean más conveniente según sus méritos. Esto a sabiendas que ningún empresario racional preferirá a un hombre si la mujer es más productiva. Pero que la ley lo obligue a elegirla, por el mero hecho de ser mujer, es totalmente absurdo. Y equivale entonces a patrocinar una desigualdad a la inversa, en contra del género masculino. Lo mismo puede decirse de las obligadas cuotas femeninas en la política.
También se acusa al feminismo radical de ignorar las diferencias naturales entre ambos sexos (a tal punto que algunas mujeres han llegado a creer que “como somos iguales”, no pasa nada “si me emborracho con un grupo de chicos y luego le pido a alguno que me lleve a casa”) y de haber caído en ridiculeces como la de considerar “un piropo como un acoso” (con lo que nos gusta), obligar al absurdo “todos y todas” en los discursos, intentar modificar el calendario para que diga enera y febrera (y así hasta diciembra), culpar a un hombre de “violación” cuando la mujer lo acompañó libremente a la habitación de un hotel a las 3 de la mañana, o degradar permanentemente al hombre por “ser hombre”.
Todo esto arriesgando la magia erótica entre hombres y mujeres. Porque, a fuerza de satanizarlos, terminaremos por espantarlos.