Si identificáramos el más fecundo legado que Juan Bosch hubiera querido que lo sobreviviera, no sería su obra literaria, de tal magnitud que inspiró a Gabriel García Márquez, a llamarle ¡Maestro!
Tampoco serían sus textos de sociología, históricos o su labor como educador político que, junto a José Francisco Peña Gómez, el gran cronista político del país en las décadas recientes, devinieron en forjadores de lo que tenemos de cultura democrática.
Ese legado no fuera la creación de los dos grandes partidos políticos del país, el PLD, y el PRD hasta su división.
Tampoco la condición de autodidacta de Bosch, quien sin hacer una carrera universitaria formal ascendió a catedrático de maestros universales. Tal fue su reciedumbre intelectual, cultivada con la dedicación del orfebre, como dijera Che Guevara del espíritu en que labró su carácter.
No fuera ese legado más trascendente, su integridad personal llevada a extremos de estallidos de ira, emanados del choque en que se debatió su vida: el perfeccionismo del genio creador, versus los desvaríos a que empuja la ambición política.
Pero todos esos legados, cada uno de los cuales sería suficiente para glorificar la vida de una persona, no sobrepasan al que para Bosch habría sido más importante: dejar en fragua la conformación de un pueblo en vías del desarrollo económico, social y humano, que sintetizó en la frase “completar la obra de Duarte”.
Para ese despegue, Bosch consideraba fundamental organizar al pueblo y al Estado dominicanos en un sistema de gobierno “al estilo occidental”, con vigencia de las instituciones fundamentales del régimen democrático, con respeto a la Constitución y las leyes como marco del disfrute de los derechos sociales de los individuos.
Pero en lo que el destacado abogado e intelectual Daniel Beltré López, miembro del Comité Central de ese partido, ha denominado “boschismo al revés”, los cinco gobiernos del PLD han sido la negación del legado que Bosch habría querido que el pueblo dominicano estuviera caminando hoy.
Estos lodos de Odebrecht que nos ensucian hoy, son el desborde de ese boschismo al revés, y que han llevado al peledeísmo, como advertía en un reciente discurso el líder opositor, Luis Abinader, a construir “un sistema de impunidad que en la práctica anuló la separación de los poderes del Estado, y eliminó los frenos y contrapesos establecidos por la Constitución y las leyes”, para normar al Estado moderno.
Más allá del discurso de ser el gobierno “que más mecanismos de transparencia ha creado”, la administración del PLD acumuló un enorme fardo de expedientes de corrupción, tratados en la epidermis sólo por denuncias de terceros.
Porque en el fondo lo que late cual tumor maligno, decía Temístocles Montás hace unos meses, es que “el personalismo y la falta de disciplina han hecho metástasis” en el PLD, “donde el dinero lo ha corrompido todo”.
Esos polvos son los lodos de Odebrecht que nos embarran ante el mundo, y que desde el gobiernismo no se acaban de aquilatar en toda su envergadura.