La semana pasada en Davos, la Jefa Adjunta del FMI, Gita Gopinath, dio la voz de alarma. El problema de la deuda pública es peor de lo que pensamos. En el 2024, la deuda pública global cerró en US$100 trillones, un nivel ligeramente por debajo del PIB mundial (US$110 trillones). Gopinath abraza la verdad cuando señala que la gravedad se complica con las elevadas tasas de interés. Deudas más altas y tasas de interés más elevadas harán que la carga para los gobiernos sea cada vez más pesada.

El debate de la deuda pública es posiblemente uno de los más antiguos en economía. Los que en alguna ocasión tuvieron la oportunidad de leer el ensayo del filósofo, economista, historiador y ensayista escocés David Hume, “De Crédito Público”, publicado en 1754, no pueden olvidar su advertencia sobre las consecuencias de la deuda pública cuando señaló que esta conduciría a dos eventos: “o la nación debe destruir el crédito público o el crédito público destruirá la nación”. Para Hume resultaba “imposible que ambos pudiesen subsistir, tal y como se han gestionado hasta ahora, en este (Inglaterra) y otros países”.

En 1754, la deuda pública de Inglaterra representaba el 68% del PIB.

Aunque la literatura económica no le ha otorgado el espacio y el reconocimiento que se merece, un comerciante, banquero y uno de los principales inversionistas de la Dutch East India Company, nacido en Holanda y de origen judío sefardita, Isaac de Pinto, publicó en 1771 su “Traité de la Circulation et du Crédit”, el cual generó una gran controversia al plantear la idea de que la deuda nacional enriquece a la nación. En un momento en que la deuda pública en Inglaterra representaba el 89% del PIB, aquel planteamiento encontró el rechazo tanto de Hume como de Adam Smith, quien cinco años más tarde publicaría su obra magna, La Riqueza de las Naciones. Para sustentar su posición, Pinto escribió que, en primer lugar, “con cada préstamo, el gobierno inglés, al ceder una parte de las cargas que están hipotecadas para pagar los intereses de las mismas, crea un capital nuevo y artificial que no existía antes y se vuelve permanente, circulando en beneficio del público, como si fuera un tesoro de efectivo actual con el que el reino se ha enriquecido”.

Pinto sabía, sin embargo, que todo tiene un límite y por ello advirtió que era importante tener la precaución elemental de no sobrepasar un tope máximo en el volumen de la deuda pública, de modo que ésta sea compatible con la situación económica y financiera de una nación. Señaló que “los fondos públicos son una alquimia ya realizada, pero no hay que dejar que el crisol se desborde”. Finalmente, recomendó a los gobiernos prometer que la deuda pública sería aliviada cuando las condiciones políticas lo permitan, y que tal alivio debería ir acompañado de una reducción de la carga fiscal necesaria para el servicio de la deuda: “es absolutamente indispensable, en tiempo de paz, liquidar la mayor cantidad posible de deudas del Estado; aunque un servicio demasiado grande sería inútil e incluso peligroso, sobre todo cuando el crédito se apoya sobre bases sólidas”.

Entre las posiciones externadas por Hume y Pinto hace casi tres siglos, todo apunta a que el judío sefardita tenía una posición más sensata y menos dogmática que la del escocés de la Ilustración. No hay dudas de que el endeudamiento público que se destina a invertir en activos productivos de una nación puede generar un circulo virtuoso de generación de renta, riqueza y progreso, siempre y cuando, como señalaba Pinto, no sobrepase los límites que determina “la situación económica y financiera de una nación”. Es obvio que Pinto tenía claro que el límite vendría impuesto por la capacidad recaudatoria del Gobierno y la holgura existente en las finanzas públicas para pagar los intereses y, en condiciones de bonanza económica, amortizar los vencimientos de deuda sin incurrir en nuevos préstamos.

El siguiente ejemplo ayudaría a entender lo que Pinto sostenía. Imaginemos por un momento en que en lugar de que el Gobierno dominicano se hubiese endeudado fuera para financiar la construcción de la termoeléctrica Punta Catalina, hubiese tomado un préstamo con los bancos múltiples o con las AFP por US$2,000 millones, un monto inferior a los US$6,750 millones que tres bancos dominicanos se han comprometido a prestar a varios proyectos de construcción de hoteles en la recién finalizada FITUR 2025.

Los intereses pagados por el Gobierno los terminarían cobrando los ahorrantes de los bancos o los millones de trabajadores que cotizan bajo el sistema de pensiones de capitalización individual. A su vez, el Gobierno, con la inversión realizada, como se ha podido comprobar durante 2020-2024, obtendría un beneficio anual de US$240 millones por la operación de Punta Catalina. A eso hay que agregar, el beneficio o ahorro en la compra de energía que obtienen las EDE al poder comprarle energía a Punta Catalina al precio más bajo ofrecido por todas las plantas del país y que, en ausencia de esta, obligaría a las EDE a comprar esa energía en el mercado spot. El que tenga dudas, entre al Organismo Coordinador del SENI, busque la Lista de Mérito de la Programación Semanal del 25-31 de enero de 2025 y observe que las unidades de Punta Catalina, con un costo variable promedio de despacho de 3.75 centavos de dólar por kWh, son las primeras termoeléctricas en ser despachadas. Si las EDE hubiesen tenido que comprar en el mercado spot los 4,800 GWh generados por Punta Catalina en 2024 al precio promedio de ese mercado el año pasado, habrían tenido que pagar US$380 millones de más por sus compras de energía. Al mantener la tarifa de electricidad por debajo de la que resultaría en ausencia de estas dos termoeléctricas, los hogares y las empresas perciben un ahorro que se transforma también en riqueza que pueden destinarla a consumo, inversión o ahorro. Como se puede observar, con una deuda pública doméstica para construir dos nuevas unidades de Punta Catalina se crearía riqueza para el Estado (Gobierno y EDE) y para los ahorrantes y trabajadores.

Salgamos de la isla y echemos un vistazo a la dinámica de la deuda pública y la riqueza nacional en las principales economías del mundo durante el período 1995-2020. Para ello nos auxiliaremos de los estimados de riqueza nacional realizados por el Banco Mundial. Comencemos con EE. UU. La deuda pública pasó de US$5.1 a US$28.1 trillones entre 1995 y 2020. En ese mismo período, la riqueza nacional de EE. UU. aumentó de US$95.1 a US$261.4 trillones. En consecuencia, la deuda pública de EE. UU. como porcentaje de la riqueza nacional subió de 5.4% a 10.8%. En el caso de Inglaterra, donde arrancó el debate, la deuda pública aumentó de US$0.5 a US$2.3 trillones de 1995 al 2020. La riqueza nacional, por su parte, creció de US$12.3 a US$26.5 trillones, de manera que la deuda pública como porcentaje de la riqueza nacional subió de 4.1% en 1995 a 8.7% en 2020. En China, la deuda pública se incrementó de US$0.16 a US$10.4 trillones entre 1995 y 2020, mientras que la riqueza nacional brincó de US$9.4 a US$116.8 trillones, indicando que la deuda pública como porcentaje de la riqueza nacional aumentó de 1.7% en 1995 a 8.9% en 2020. Las deudas públicas de Alemania y Francia aumentaron en US$1.3 y US$2.1 trillones, respectivamente, entre 1995 y 2020. Sus riquezas, sin embargo, subieron en US$16.5 y US$10.6 trillones, respectivamente, en el período analizado.

El caso de Japón, con una deuda pública bruta que hoy representa un 255% del PIB, podría alarmar a muchos. Sin embargo, cuando se observa que la mayor parte de la deuda pública de Japón es con acreedores domésticos, que las tasas de interés en Japón son excepcionalmente bajas, que un elevado componente de la deuda pública es intra-gubernamental, que la deuda pública neta de los activos financieros públicos es de 158% del PIB y que estos activos financieros del Gobierno están invertidos en títulos y acciones de mayor riesgo que reportan intereses y retornos más elevados que los que el Gobierno paga sobre su deuda, los decibeles de las bocinas de alarma deberían ser reducidos. Lo que sí preocuparía a Isaac de Pinto es que la riqueza nacional de Japón ha bajado de US$65 trillones en 1995 a US$62.4 en 2020. El problema de Japón es que el destino del endeudamiento parecería ser cubrir la brecha de 5.3% del PIB existente entre las contribuciones (13.5% del PIB) y los beneficios de la seguridad social (18.8% del PIB), la cual explica más del 80% del déficit fiscal, lo que limita la inversión pública neta a solo 0.9% del PIB. Endeudarse para garantizar beneficios sociales que deberían ser cubiertos con la tributación y las contribuciones sociales solo servirá para drenar la riqueza del hogar de ancianos que, según Larry Summers, describe al Japón de hoy.

La lección para nosotros es clara: endeudémonos solo para financiar proyectos de inversión pública cuya rentabilidad sea mayor a la tasa de interés de los bonos que coloquemos y los préstamos que tomemos. También para hacer el “rollover” de los vencimientos de la deuda pública que no podamos pagar con nuestros ingresos fiscales. Finalmente, modifiquemos la Constitución para introducir un artículo que prohíba al Gobierno endeudarse para pagar gastos corrientes.

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