No es la primera vez que se afirma que América Latina siempre será el continente del futuro. Esta percepción ha tomado más fuerza luego de los triunfos consecutivos que la izquierda y centroizquierda han obtenido en las últimas elecciones presidenciales celebradas en varios países de la región. López Obrador en México en 2018, Fernández en Argentina en 2019, Cortizo en Panamá en 2019, Arce en Bolivia en 2020, Castillo en Perú en 2021, Castro en Honduras en 2021, Boric en Chile en 2021 y Petro en Colombia en 2022, son parte de la llamada oleada rosada que ha inundado con votos las urnas electorales en Suramérica y Centroamérica. Nicaragua, Venezuela y Cuba no la mencionamos pues los gobiernos de izquierda de estos tres países no emanan de elecciones transparentes.


Es cierto que la izquierda ha tenido la suerte de encontrarse en la oposición en estos últimos años en que los votantes de la región han manifestado su desencanto en las calles y en las redes sociales con gobiernos de derecha que han sido incapaces de acelerar el progreso, reducir los niveles de inequidad y evitar la herida en las condiciones de vida de los latinoamericanos abierta por la pandemia. La realidad es que la izquierda supo sacar provecho a lo anterior. Demás está decir que mientras la izquierda latinoamericana ha logrado comunicar y meter en el tuétano de los pueblos de la región el pliego de derechos que tienen, la derecha, por el contrario, no ha sabido explicar ni convencerlos de que esos derechos acarrean una serie de responsabilidades que, en democracias limitadas por niveles educativos rezagados, plantearlas muchas veces resultan políticamente incorrectas.


Con la irrupción de las redes sociales, gobernar en los países de la región es cada vez más difícil. No importa que el gobierno sea de derecha o izquierda. Con los niveles de pobreza y desigualdad que todavía prevalecen, debemos aceptar que estas oleadas rosadas y azules se irán sucediendo una tras otra en ciclos cuya duración dependerá de los altibajos en los precios de los hidrocarburos, minerales y bienes agrícolas que exportan los países de la región. ¿Por qué? Porque los gobiernos de la región no cuentan con el espacio fiscal necesario para reducir de manera sostenida la desigualdad ancestral prevaleciente en la región, inequidad que las redes sociales se han encargado de exponer con lujo de detalles cuando las familias ricas latinoamericanas, sin meditar sobre las consecuencias, exponen abiertamente cómo viven, vacacionan y gozan la vida, mientras la mayoría de la población sobrevive en la precariedad.

América Latina será siempre el continente del futuro porque ni la izquierda ni la derecha están preparadas para dotar a la fiscalidad del espacio que los gobiernos de la región necesitan para reducir la pobreza al mínimo y mejorar sensiblemente y de manera sostenida la equidad distributiva. La región, definitivamente, ha fracasado en esta tarea. En 1965, América Latina tenía un promedio de ingresos tributarios equivalente a 10.2% del PIB, mientras que los países de la OECD ya percibían un 24.8% del PIB, arrojando una brecha de 14.6% del PIB entre ambas presiones tributarias. En el 2020, los países de la OECD (excluyendo de la lista a Chile, Colombia, Costa Rica y México) tuvieron en promedio una presión tributaria de 35.5%, mientras que la América Latina apenas registró ingresos tributarios equivalente a 16.0% del PIB. La brecha, en lugar de reducirse, aumentó a 19.4% del PIB.

La situación se magnifica cuando agregamos el componente de las contribuciones a la seguridad social. Mientras los países de la OECD registraron un promedio de contribuciones a la seguridad social de 10.1% del PIB, los de América Latina apenas contribuyeron 4.4% del PIB, arrojando una brecha adicional de 5.8% del PIB. En otras palabras, mientras los países de la OECD tuvieron ingresos tributarios más contribuciones a la seguridad social equivalentes a 45.6% del PIB, los países de la América Latina apenas registraron un 20.4% del PIB, arrojando una brecha de 25.2% del PIB con relación a los países de la OECD.
Por alguna razón, los latinoamericanos admiramos y defendemos el modelo escandinavo; no son pocos los que argumentan que ese sistema de economía social de mercado es el que debemos emular. Sin embargo, olvidamos que en economía no hay almuerzos gratis. El promedio de la presión tributaria en Dinamarca, Noruega y Suecia era de 29.8% en 1965, 19.7% del PIB por encima del 10.2% del PIB que teníamos en América Latina en ese año. 55 años después los gobiernos escandinavos operaron con una presión tributaria promedio de 42.6%, 26.5% del PIB por encima de la que tuvimos en América Latina en 2020. Cuando agregamos las contribuciones sociales de 6.8% del PIB en los países escandinavos en el 2020 y las de 4.4% de América Latina, puede comprobarse que el modelo escandinavo otorga al gobierno un espacio fiscal consolidado equivalente a casi un 50% del PIB (49.4%), más del doble del 20.4% del PIB con que debe manejarse el promedio de los gobiernos latinoamericanos.

Con el reducido espacio fiscal que deben manejarse los gobiernos de la región, la expectativa de vida de la derecha o la izquierda gobernante es bastante reducida, más ahora que las redes sociales magnifican los errores de los gobiernos y empequeñecen sus aciertos. Hoy día la izquierda gobierna la mayor parte de la geografía de la región. El eventual triunfo de Lula en las elecciones de octubre de este año, acentuará la mancha rosada sobre la geografía latinoamericana. No tengan la menor duda que así como la derecha no logró un cambio dramático y sostenido en los niveles de equidad distributiva durante los años que gobernaron, la izquierda tampoco lo logrará. La aprobación de Castillo en Perú apenas alcanza el 19%. La de Boric en Chile, en solo tres meses, ha caído a 34%; las perspectivas no lucen favorables para el joven presidente chileno dada la caída de 26% en el precio del cobre durante los últimos 4 meses.
República Dominicana, debido quizás a los efectos del modelo altagraciano, parece estar al margen de las oleadas. Desde 1966, hemos sido gobernados por partidos políticos de centroderecha y centroizquierda que han ejecutado políticas fundamentalmente de mercado la cuales han promovido un crecimiento notable de la economía, una reducción significativa de la pobreza y una mejoría, aunque menos pronunciada, en la equidad distributiva. A diferencia de lo que sucede en algunos países de Suramérica, no somos un país de castas y la inequidad es de ingreso, no de trato. Sin embargo, no debemos descuidarnos. Tenemos que seguir educando a la población sobre los beneficios del modelo económico que dentro de poco cumplirá 60 años mientras generamos el consenso necesario que permita dotar a nuestros gobiernos del espacio fiscal necesario para continuar reduciendo la pobreza, mejorando la equidad distributiva y generando progreso económico y social para todos. En su último reporte sobre la economía dominicana, el FMI señaló que “hay margen para movilizar más ingresos ampliando la base impositiva y simplificando las exenciones mientras se calibra el impacto distributivo. Esto ayudaría a la consolidación fiscal inclusiva a mediano plazo, al mismo tiempo que mantendría el espacio político para gastos críticos”. Hace diez años nos dimos la Ley 1-12 de Estrategia Nacional de Desarrollo 2030. En ella se planteó que en el 2025 debíamos tener una presión tributaria de 21.5%. Nuestros partidos políticos deben reconocer que la brecha existente entre la presión tributaria proyectada para este año (14.6%) y la señalada por la END 2030 (21.5%) es enorme. No debemos forzar el modelo altagraciano; ha dado mucho más de lo previsto. Por el momento, no se vislumbran opciones de izquierda radical como las que han triunfado en Perú, Chile y Colombia. Sin embargo, el peor servicio que podríamos hacer al notable progreso económico y social que hemos acumulado en los últimos 55 años es dormirnos en nuestros laureles. Más aún, si Altagracia, siempre vestida de azul, se agota.

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