Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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CAPÍTULO V
Enero-febrero, 1979.
Las malas noticias ensombrecen el panorama al inicio del año
Los economistas sostienen que las malas noticias aceleran los procesos de deterioro de la economía y había buenas razones para sentirse pesimista al comenzar el 1979.
Prevalecía la incertidumbre del mercado azucarero por las sólidas tendencias depresivas que incidían sobre los precios, bajos desde hacía tres años; perspectivas de otro aumento en las cotizaciones del petróleo, caída de los precios del café, segundo producto agrícola de exportación nacional y el desmoronamiento del mercado del ferroníquel.
A menos que surgieran elementos imprevistos, no debían esperarse cambios notables en las condiciones del mercado azucarero en 1979. Expertos de algunos países consumidores pronosticaban ligeros aumentos en los niveles de precios, pero la poca actividad en cuanto a los futuros en las bolsas de Londres y Nueva York no permitían abrigar muchas esperanzas, debido a la lentitud con que las existencias salían al mercado. Estados Unidos reafirmó su decisión de ratificar el Acuerdo Internacional de Ginebra, pero era poco probable que esto fuera suficiente para impulsar las débiles cotiza- ciones a niveles que resulten realmente favorables para las naciones exportadoras.
Aunque se preveía un descenso en la producción mundial con relación a la última zafra que superó el consumo en más de cuatro millones de toneladas métricas. No obstante, se esperaba que fuera todavía mayor que la capacidad de absorción internacional, lo que unido a las existencias seguirá gravitando adversamente sobre los precios. Otro golpe para la economía dominicana era el sostenido descenso de la cotización del café, que en la última semana del 1978 bajó a 125 dólares el quintal, el más ínfimo en mucho tiempo.
En los dos últimos años, los excelentes niveles de precios del mercado internacional del grano contribuyeron a paliar la pérdida que la caída del mercado azucarero significó para el comercio ex- terior dominicano. Sin embargo, los diarios publicaron en las semanas recientes informes desalentadores sobre los resultados de las cosechas en varias regiones productoras importantes del país, que podrían reflejarse en una merma de los ingresos de divisas extran- jeras por la venta del producto en el exterior. Si a esto se añadía una pérdida del valor de venta del quintal no era mucho lo que se tenía que analizar para prever su efecto sobre el cuadro económico nacional.
Respecto a las erogaciones que debía hacer el país para finan- ciar sus cada vez más costosas importaciones de hidrocarburos, el anuncio de algunos de los socios del cartel petrolero confirmaban los temores de un nuevo inminente incremento del costo del ba- rril. Además, valía recordar que en vista del crecimiento económico dominicano las importaciones aumentaban por año. Era posible entonces que las adquisiciones de petróleo alcanzaran o superaban los 200 millones de dólares.
Otro de los factores que pesaban negativamente sobre la eco- nomía nacional era la situación, en constante deterioro del merca- do internacional del ferroníquel, uno de los principales renglones mineros del país. Las estimaciones indicaban que la empresa mine- ra Falconbridge, que explotaba los yacimientos de Bonao, podría registrar pérdidas en 1979 superiores a los ocho millones de dóla- res. No se pronosticaban signos alentadores en lo que concernía al futuro del mercado de ese mineral a breve plazo. En los últimos años una superproducción unida al empleo de sustitutos industria- les mantenía estancada la demanda.
Ese era el panorama económico que debía enfrentar el Gobier- no de Guzmán en 1979.
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Con el año llegaron las malas noticias. La primera medida gu- bernamental del 1979 dispuso una serie de aumentos a los precios de los combustibles que levantaron una ola de protestas e irritación en la opinión pública. La iniciativa oficial tuvo una honda repercu- sión en la vida nacional y planteó al Gobierno un reto difícil. El alza en las cotizaciones mundiales del petróleo, decretada a contar del primer día del mes por la OPEP, hacía inevitable el aumento de los derivados, pero la medida alcanzó una extensa variedad de productos del crudo importados desde Venezuela, y no fue acompañada de medidas que protegieran al consumidor de la ola especulativa que siguió al conocimiento del decreto presidencial disponiendo el cambio en las tarifas.
Las estaciones gasolineras, por ejemplo, cerraron mucho antes de la hora normal, o sea a las nueve de la noche, para reservar sus existencias para el día siguiente cuando entró en vigencia el decre- to. Así, muchas estaciones de expendio vendieron miles y miles de galones de gasolina y gasoil, que habían comprado a los precios anteriores con una ganancia excesiva menos de 15 horas después.
Independientemente de los niveles exorbitantes a que fueron fijados por el Gobierno las tarifas de gasolina, el gas propano, el fuel oil y el diesel oil, no se dispusieron providencias para proteger a los consumidores.
Parte de las críticas al decreto se refirieron, principalmente, al monto de los aumentos. Por ejemplo, en la aplicación proporcional del alza del 14.5 por ciento aprobada por la OPEP al precio del ba- rril del petróleo para todo el año, se justificaba un alza en la gasolina de entre tres y cinco centavos a lo sumo. El precio impuesto a otros combustibles, incluido el de un RD$1.00 peso al cilindro de cien libras del gas propano, generó también protestas callejeras.
Si bien la disposición gubernamental pudo haber estado senta- da sobre criterios esencialmente fiscalistas, pues se afirmaba que el Gobierno obtenía beneficios del orden de los 44 millones de pesos, era iluso pensar que la capacidad de acción que estos recursos ge- neraban proporcionaran a la administración Guzmán fondos sufi- cientes para aplacar el descontento y el desasosiego económico que la nueva carga conllevaba.
El aumento de los combustibles y el alza de los fletes desde el interior era inevitable que se reflejara en los precios de una vas- ta gama de productos agrícolas. El alza de los combustibles afectó también la tarifa de la energía eléctrica.
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El cúmulo de problemas en apenas meses mostraban que no era tan fácil, como se creía, encarar los asuntos de Estado. Los desa- fíos que tenía ante sí el Gobierno provenían de los extractos sociales en donde residía su fuerza política y electoral, lo que subrayaba la naturaleza de las dificultades que agobiaban el mandato del presidente Guzmán.
Los dirigentes oficialistas no podían recurrir esa vez al manido expediente de atribuir propósitos conspirativos a la serie de huelgas -la realizada en la Falconbridge y con la que amenazaban los maestros a nivel nacional-, a las protestas de choferes por la crítica situación del suministro de combustibles y a las quejas de los tabla- jeros, porque aún no se le había buscado una solución efectiva al problema de la carne de res.
Con todo, era evidente que la activa gestión del Gobierno en el conflicto de la Falconbridge, demostraba su decisión de conciliar las partes en conflicto. Aunque la agitación laboral presagiaba momentos difíciles no solo al Gobierno sino a las empresas en las que el movimiento sindical tenía signos de actividad inusitada.
Muchas de las demandas que se formulaban amenazadoramen- te al Gobierno no estaban fundamentadas. Un aumento general de salarios no plantearía solución definitiva a los problemas familiares, puesto que si bien mejoraría el poder adquisitivo de las personas empleadas estimularía un alza global de precios al consumidor, con todas sus derivaciones sociales.
En cierto punto, la congelación de salarios, pese a la extrema rigurosidad con que el Gobierno anterior la aplicó, constituyó un freno a la inflación, que, con todo, registró en años anteriores un nivel estrangulante para las familias de ingresos fijos. De todas formas, el aumento de los sueldos decretado a inicios de la adminis- tración en las esferas más altas del Gobierno adelantaba esperanzas similares en los niveles más bajos de la administración pública. Y era claro que ni los maestros, ni otros gremios inconformes, iban a aceptar la explicación oficial, por justa que parezca, de que no había disponibilidad para atender estas exigencias, si la hubo para los mi- nistros y directores generales.
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Al regresar a Caracas desde Jamaica, donde participó a mediados de enero en una conferencia económica de jefes de Estado, el presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, se refirió a los re- sultados de su breve permanencia en Santo Domingo a finales de 1978.
Estas afirmaciones, no sólo crearon una situación embarazosa para el Gobierno dominicano sino que sepultaron lo poco de po- sitivo en términos materiales que hubiera podido tener la visita del mandatario venezolano para la República Dominicana, la mayor parte de la cual se dedicó a actos políticos partidaristas. Al referirse a la amplia difusión que la prensa de su país dio a la declaración conjunta firmada con el presidente Guzmán, al término de su visita, Pérez negó categóricamente que hubiera condonado una deuda de 3.8 millones de dólares contraída por el Instituto de Estabilización de Precios (INESPRE) con la Corporación de Mercadeo Agrícola (CORPOMERCADO). Según el texto de la declaración conjunta, firmada en el aeropuerto Las Américas, la deuda se remontaba a junio de 1974.
Pérez se quejó de la “ligereza” con que, según él, la prensa de Venezuela publicaba o explicaba las noticias, y sostuvo que los acuerdos de su viaje a Santo Domingo se refirieron a viejas cuestiones “que se vienen arrastrando desde hace muchos años y que no constituyen deudas.”
La declaración del presidente venezolano dejaba muy mal paradas a las autoridades dominicanas que negociaron los términos de la declaración conjunta. Por dos razones: una era que Pérez haya querido sugerir que fue sorprendido por los redactores del docu- mento y desconocía el contenido del texto debajo del cual estampó su firma, o que por el contrario, se trataba de un simple documento sin valor alguno. Pérez también dijo que la República Dominicana no ha sido objeto hasta el presente de las facilidades petroleras que gozan otros países y tampoco de créditos de cooperación por parte del Gobierno de Venezuela y, por consiguiente, no podía ser objeto de una donación.
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A mediados de enero, el presidente Guzmán planteó la posibilidad de que el Gobierno reconsiderara el decreto número 20 que impuso los drásticos aumentos en los precios de la gasolina y otros derivados del petróleo. El anuncio era en reacción a las protestas a que debió hacer frente el Gobierno desde diversos sectores de la vida nacional y que, por primera vez en los casi cinco meses de la administración, dejaron traslucir los primeros signos de impopula- ridad.
Aun cuando parecía poco probable que Guzmán estuviera realmente en condiciones de disponer rebajas en los precios de los carburantes, el anuncio estuvo dirigido a atenuar el impacto de las quejas públicas y evitar una confrontación que tarde o temprano tendría un balance negativo para el Gobierno.
De todas formas, el mandatario dio una muestra de receptivi- dad al reaccionar a las críticas en la forma en que lo hizo. El plazo que inteligentemente se diera a sí mismo, tendría su efecto. Partiendo de la convicción de que le sería casi imposible volverse atrás, por lo menos en la medida en que lo dictaba el ánimo público, podía colegirse que más que nada el jefe del Estado quería darse un respi- ro, tiempo para analizar las posibilidades de atacar el problema con otros medios más efectivos.
Aunque fuera lo ideal, la revocación de los aumentos de co- mienzos de año en los precios de los combustibles, tuvo resultados tan dudosos para el Gobierno como su monto desproporcionado. Parecía que el Gobierno estaba consciente de que rectificar bajo el peso de las presiones afectaría la imagen de severidad dentro de un marco de tolerancia que se había labrado el mandatario de 67 años. Además, no se necesitaba ser oráculo alguno para sospechar la forma en que una rectificación de este tipo repercutiría sobre la au- toridad gubernamental en un momento tan decisivo para el futuro económico de la nación.
La administración perredísta estaba ante una disyuntiva. De hecho, al haber admitido tácitamente su error anunciando la posibilidad de reconsiderar los niveles de los aumentos de los com- bustibles, llegó a un oscuro callejón con dos salidas: insistir en la necesidad de que esas alzas prevalecieran o retractarse disponiendo algunos cambios, por insignificantes que resultaren.
El Gobierno falló al desestimar la reacción pública, que en el caso fue muy contundente. Y a juzgar por la forma en que protestaban los sectores afectados tampoco sería ir demasiado lejos al creer que se tratara de una medida hasta cierto punto unilateral. Es decir, que ignorara su efecto sobre los consumidores.
La cuestión de si el incremento era desproporcionado al alza en los precios del petróleo estaba fuera de toda duda. Y era la causa principal de las quejas. El público estaba presto a aceptar el sacri- ficio que las circunstancias imponían, pero se negaba a aceptar la carga que por regla correspondía al Gobierno.
Los medios sostenían que si por razones fiscalistas el Gobierno estaba forzado a imponer 15 centavos de aumento al precio del galón de gasolina pudo haberlo hecho en tres etapas, tal como la OPEP aplicaría el incremento de un 14.5 por ciento en la cotiza- ción del petróleo. De esa forma, la carga al consumidor hubiera sido igual para el fisco. Pero el miedo a ser impopular condujo al Gobierno a tomar la decisión a la que ahora enfrentaba. Pues no cabía duda que en términos de inconformidad pública hubiera sido mucho más irritante, aunque en el fondo menos doloroso desde el punto de vista económico para el consumidor, tres aumentos en un año de cinco centavos que uno sólo de 15.
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El tema azucarero dominó nuevamente la atención del Gobier- no a finales de enero. Los problemas que pendían sobre el endeble mercado mundial azucarero, se relacionaban con la postura de los países de la Comunidad Económica Europea frente a los intentos de estabilizar las cotizaciones del dulce a través de un acuerdo in- ternacional, conocido por las siglas ISA (International Sugar Agreement).
Al permanecer fuera del instrumento, las naciones de la comunidad se veían liberadas de las obligaciones a cada uno de sus signa- tarios. De esta forma los países del mercado europeo tenían manos abiertas para exportar todo el azúcar disponible en sus almacenes.
Su efecto era impactante sobre los niveles mundiales de precios. A finales del 1978, se tenía calculado que las naciones productoras del pacto integracionista de la Europa Occidental habían podido hallar salida satisfactoria a más de dos millones de toneladas métricas.
Debido a no estar sujetas a cuotas limitativas, por virtud de su alejamiento voluntario del ISA, esos países podían negociar li- bremente sus azúcares. Sin embargo, aun sometidos a las estipula- ciones algo rígidas del acuerdo de Ginebra, la suerte del mercado azucarero hubiera sido otra.
Aun cuando las cláusulas del convenio lograron algún efecto al preservar las débiles cotizaciones entre márgenes de 6 a 10 centavos, evitando caídas catastróficas para la mayoría de los países expor- tadores del Tercer Mundo, el instrumento estabilizador continuó dando tumbos.
El hecho de que los Estados Unidos dilatara más allá del plazo razonable del primero de julio de 1978, su ratificación, que lo hubiera legitimado por completo, no hizo mucho a su favor. En medio de las insatisfacciones que su poca influencia tuvo sobre los niveles depresivos del mercado, el acuerdo continuó siendo un fac- tor esperanzador, más que un instrumento efectivo para mejorar las condiciones del intercambio azucarero.
Las perspectivas del año que apenas empezaba no ofrecían muchas posibilidades de cambio. Los estimados de cosecha seguían subiendo. Las cifras podrían conducir a una nueva situación en que las proyecciones del consumo continuaran por debajo de la capa- cidad de producción mundial, lo cual sin importar cuán efectivas puedan resultar las cláusulas estabilizadoras del convenio, gravitaría penosamente sobre los precios.
La incertidumbre continuó girando alrededor de la actitud de los Estados Unidos frente al ISA. Pero no se esperaba una decisión por parte del Congreso norteamericano antes de mediados de año.
No había impaciencia en Washington por finiquitar el asunto. Y esa era precisamente la inquietud fuera de esas fronteras. El aumento de la asignación de las exportaciones dominicanas, en unas 55,000 toneladas aprobado por la Organización Internacional del Azúcar (OIA), con sede en Londres, ante los dramáticos requerimientos nacionales, era quizá una nota de optimismo, pero no llegaba a ser un paliativo.
Los días de precios superiores a los 13 centavos por libra, ne- cesarios para hacer definitivamente rentable la industria azucarera, estaban cada vez más lejos del horizonte.
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La anunciada visita del papa Juan Pablo II generó un ambiente de entusiasmo a finales de enero. La estadía de poco más de 20 horas a partir del 24 de enero era la primera de un Pontífice de la Iglesia Católica Romana a la nación, desde donde hacía más de cin- co siglos se expandió el Evangelio al Nuevo Mundo.
Brigadas de artesanos y obreros laboraron durante toda la víspera, en una apremiante lucha contra el tiempo, el sol y la oscu- ridad, en los toques finales de los trabajos de decoración en los lugares que el Sumo Pontífice visitaría durante su breve estada en Santo Domingo. En el monumento de la Plaza de la Independencia (hoy de la Bandera), en la convergencia de las avenidas Luperón y 27 de Febrero, donde el Papa daría una misa pública, decenas de trabajadores laboraron en la construcción de una caseta donde se instaló el altar desde el cual Juan Pablo Segundo encabezó la cere- monia religiosa.
Una inmensa alfombra púrpura fue extendida sobre las escalinatas del monumento, de unos 30 metros, por la que el Papa subió a la caseta. Allí oyeron misa el presidente Guzmán, algunos de los miembros más allegados de su familia, y las autoridades civiles, y eclesiásticas invitadas a la ceremonia. Las autoridades estimaron que unas 300,000 personas acudieron a ver al jefe de la Iglesia Católica Romana, tres horas después de su llegada, a la 1:30 de la tarde.
Unas 80,000 hostias fueron administradas durante la ceremo- nia y el Papa personalmente impartió la comunión a cien personas, incluyendo al presidente Guzmán y algunos de sus familiares más cercanos.
La visita del Sumo Pontífice, coronado apenas en octubre pasado, fue calificada como el acontecimiento religioso más importante en la historia de la nación de mayoría católica.
Después de la misa, en la que el Papa pronunció una homilía, el líder espiritual de la Iglesia recibió en la Nunciatura al presidente Guzmán y su esposa, Renée Klang de Guzmán, y una media hora después el Pontífice reciprocó el gesto trasladándose al Palacio. En ambas reuniones, estrictamente protocolares, en donde no hubo ninguna conversación de Estado, se produjo un intercambio de presentes.
Los trabajos de redecoración continuaron también en el interior de la Nunciatura, que fue la residencia oficial del Papa mientras permaneció en Santo Domingo, y la Catedral Primada, que visitó dos veces entre la tarde de su llegada y las primeras horas de mañana del día siguiente, 25 de enero.
La ciudad hervía de entusiasmo. La mayoría de los establecimientos comerciales permanecieron cerrados a fin de permitir a los empleados participar de la celebración. El Gobierno declaró la fecha “Día de Regocijo Popular” por lo que no hubo trabajo en la Administración Pública. Los bancos comerciales permanecieron abiertos solo hasta las once de la mañana, de manera que sus em- pleados pudieran también tomar parte en los actos religiosos.
Las autoridades hicieron algunos arreglos físicos a la ciudad. Las calles principales fueron limpiadas y las bombillas de algunas arterias, como la 27 de Febrero, fueron cambiadas por completo.
El Gobierno y las autoridades eclesiásticas exhortaron a la población a participar masivamente en los actos de bienvenida al Papa, acudiendo en grupo a las vías por donde pasó la caravana que los condujo desde el aeropuerto hasta la Nunciatura, en la avenida César Nicolás Penson a esquina Máximo Gómez.
Fue el primer viaje del Papa, de origen polaco, fuera de Italia, desde su coronación como sucesor de Juan Pablo, el monarca de la Iglesia que murió pocas semanas después de suceder el año anterior a Pablo VI.
En el Palacio Nacional fueron removidas las alfombras de los pasillos de la segunda y tercera plantas. Asimismo, se retocó con pintura el frontal interior del lobby de la entrada principal. Además, fue acondicionado el Salón de la Cariátides. A cada lado de este salón fueron dispuestos sillones destacándose la silla Presidencial donde tomara asiento el Papa. A la derecha del Papa ocupó asiento el presidente Guzmán y al lado izquierdo su esposa, la Pri- mera Dama. También participaron en el ceremonial los miembros del gabinete. En el salón comedor de la tercera planta de la casa de Gobierno se preparó una especie de sala de prensa.
Guzmán llegó al Palacio Nacional poco después del mediodía, donde se mantuvo despachando asuntos de Estado pasado las tres de la tarde. Los detalles protocolares estaban a cargo del doctor Ál- varo Logroño Batlle, encargado del Protocolo del Palacio Nacional.
El edificio de la Nunciatura, residencia del Papa durante su estadía en el país, fue también reacondicionado. El edificio de tres plantas, fue pintado de gris. Se reacondicionó un amplio salón si- tuado a la derecha del vestíbulo, entre otras dependencias. Y las pequeñas vías que entrecruzan los jardines fueron asfaltadas. La Cancillería también estuvo en gran actividad. La semana anterior celebró una reunión de alto nivel para asegurar el mayor orden po- sible durante la visita del Papa. Asimismo, se tomaron precaucio- nes sobre la seguridad del Pontífice y la Policía dispuso redoblar la vigilancia. Desde el interior del país se organizaron caravanas a la capital para recibir al Pontífice.
En los principales hoteles de la ciudad las reservaciones se hicieron con mucha anticipación y se estimaba que no tendrían capa- cidad suficiente para la gran cantidad de personas que se esperaba vendrían al país.
En las líneas de carros y autobuses que viajaban desde el interior también se hicieron reservaciones con mucha antelación, para las caravanas que comenzaron a salir desde los más lejanos poblados del país en horas de la madrugada. Con motivo de la visita del Papa se ordenaron también trabajos de reparación y remodelación a me- nor nivel en el interior de la Catedral Primada de América.
Y pensar que el Papa no tendría tiempo para detenerse a mirar la calidad o el resultado de estos cambios físicos. Porque aunque lo tuviera de seguro poco le importarían. Desde su ascensión al trono de San Pedro, el Papa de origen polaco insistió en la necesidad de darle a la Iglesia una imagen más a tono con sus prédicas de amor, humildad y comprensión hacia los necesitados. Un recibimiento provisto del oropel que algunos toques del trabajo de organización insinuaban no era el trato más adecuado hacia un Pontífice evidentemente empeñado en acercar la Iglesia a los desposeídos, de hacerla un instrumento de las enseñanzas de un hombre que, como Cristo, predicó más que nada la virtud de la fe y el desprendimiento.
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La visita de Juan Pablo II relegó a un segundo plano de la atención nacional la noticia económica más relevante de la última sema- na de enero que sin duda la constituyó el discurso que el presidente Guzmán dirigió al país. Tal como se esperaba, el jefe del Estado se refirió a la situación creada por el aumento en los precios internos de los derivados del petróleo e hizo un examen general de la pro- blemática económica nacional. Fue una pieza controvertida que originó variados comentarios en los medios locales. Las reacciones fueron disímiles, como era obvio de esperar ante la diversidad de los temas tratados en el discurso. La noticia más alentadora fue la de- cisión del presidente, que dos días después se llevó a la práctica, de reducir las alzas decretadas a comienzos de año en los combustibles, especialmente los del gas propano y la gasolina.
Esos aumentos habían provocado una ola de críticas y protestas en la opinión pública nacional que amenazaban seriamente la popularidad del Gobierno del Partido Revolucionario Dominicano. La reducción del alza, de cinco centavos en el galón de la gasolina, fue recibida con muestras de aliento, aunque muchas de las medidas anunciadas por el Presidente de la República causaron desaliento. Las expectativas derivadas del discurso provenían del anuncio presidencial de que el Congreso Nacional, convocado esa misma noche a contar del 30 de enero, conocería de varios proyectos del Poder Ejecutivo para la creación de impuestos internos. Aunque no se proporcionaron de inmediato detalles de la naturaleza de esos impuestos, se especuló que podrían afectar el consumo y la produc- ción de cigarrillos y licores, que constituían fuentes importantes de ingresos internos del Estado.
Guzmán prometió que esas medidas “no afectarán sensiblemente el costo de la vida”. La advertencia pareció indicar la com- prensión por parte del Gobierno de que la inflación constituía en- tonces, una de las cuestiones más delicadas y sensitivas a las que tendría que hacerse frente con mayor decisión y valentía.
La administración hizo promesas muy serias de su decisión de encarar el problema del costo de la vida, durante los días ya lejanos de campaña electoral. Los alimentos llegaron a ponerse tan lejos del alcance de la población de más bajos ingresos que esta fue, sin duda, una entre muchas consignas que más hondamente calaron entonces en el electorado nacional. Pero como un boomerang, podía volverse ahora contra los dirigentes del Gobierno del “cambio”. El hecho de que Guzmán cediera a las presiones aceptando una rebaja del alza de los combustibles era señal de que en realidad pudiera estar empeñado en enfrentar el alto costo de la vida dándole un carácter prioritario, aun cuando la reducción se hizo en un nivel muy por debajo de lo que muchos críticos y expertos estimaron convenientes.
En esos medios se creía que un aumento general de cuatro o cinco centavos, a lo sumo, en el precio del galón de la gasolina para todo el año, hubiera sido suficiente para costear las importaciones petroleras a la nueva cotización aprobada por la Organización de Países Exportadores de Petróleo. Las autoridades sostenían, sin embargo, que el fisco se vería precisado a asimilar algunas pérdidas sensibles como resultado de la diferencia entre las erogaciones por concepto de importación del crudo y los ingresos que generarían los nuevos precios internos de los combustibles. De todas formas y a pesar de las críticas que el discurso provocó en círculos opositores, como era natural esperar, o probablemente por ello, se trató de una pieza política muy importante que jugaría un rol de relevancia en el desenvolvimiento económico nacional de los siguientes meses.
La decisión presidencial de prohibir por seis meses la importación de automóviles con un valor superior a los US$4,000 y congelar los precios de los vehículos en plaza, como una previsión a posibles olas de especulación, fue un tema de debate cotidiano por algún tiempo. Por el momento parecía, sin embargo, prematu- ro predecir el efecto de las medidas anunciadas por Guzmán. Solo cuando se conocieran a fondo la naturaleza de las nuevas leyes im- positivas que enviaría al Congreso se podía hacerse la idea de la for- ma en que la política económica delineada por el primer mandata- rio incidiría en el desenvolvimiento general de la nación y afectaría su imagen pública.
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Los esfuerzos del presidente Guzmán para mejorar los vínculos comerciales con el Estado Libre Asociado de Puerto Rico y despejar las brumas políticas que habían producido el reiterado respaldo público del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) a la indepen- dencia de la isla, comenzaban a tener apenas en febrero de 1979, mayores repercusiones dentro de sus propias filas partidarias que las que en un principio se creyeron.
También ponían en entredicho su capacidad para imponer su liderazgo dentro del partido que lo llevó a la cima del poder aun- que ya los calurosos días de campaña eleccionaria eran una imagen difusa en lontananza. Era claro que el objetivo del viaje de pocas horas del mandatario dominicano a San Juan, al término del cual suscribió una escueta declaración conjunta con el gobernador Carlos Romero Barceló, era despejar los temores que en los círculos gu- bernamentales de la isla habían alimentado los pronunciamientos del PRD en relación con el status de la isla. Pero hubiera sido difícil sospechar que la iniciativa presidencial tuviera alguna relación con la estabilidad de su propio régimen y que un Gobierno nacido del abrumador apoyo popular, a través de unas elecciones democráti- cas, necesitara de un artificio tan infantil como el contacto físico con un gobernante extranjero como Romero Barceló, que tan poca influencia tenía en el desarrollo de los acontecimientos nacionales, para garantizar su propia permanencia.
Por complicado que parezca esto es lo que quiso decir el secre- tario general del PRD, José Francisco Peña Gómez, en el discurso que pronunciara a través de Tribuna Democrática, vocero radial de la organización política, para referirse a los resultados del ya contro- vertido viaje presidencial.
“El viaje a San Juan de Puerto Rico”, dijo Peña Gómez, “fue una medida destinada a neutralizar a la derecha nacional y a limar posibles oposiciones de los círculos reaccionarios del Gobierno de los Estados Unidos que pudieran estar irritados por el continua- do apoyo que nuestro partido le ofrece al partido independentista de Puerto Rico. El paso a posición de retiro de numerosos oficia- les de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional es una medida que, adoptada en otras circunstancias, podría ser aprovechada por sectores de extrema derecha para acusar al que la adopta de servir los fines del comunismo, pero si el presidente que la toma aparece suscribiendo un pacto con el gobernante más pro-yanqui (Romero Barceló) de América Latina, entonces no hay brecha posible por donde los enemigos del Gobierno puedan introducir su propagan- da divisionista”, sostuvo Peña Gómez.
Peña Gómez fue más lejos aún al describir el primer viaje del mandatario al exterior como “una medida destinada a neutralizar a la derecha nacional y censuró acremente al partido de Romero Bar- celó, acusando a sus principales dirigentes, incluyendo al goberna- dor de la isla, de “sembrar la cizaña y la división” entre el presidente Guzmán y el PRD.
Por mucho que el Gobierno tratara de aplacar las reacciones desligando de nuevo las actitudes de su partido de las de la administración, tenían que esperarse consecuencias internacionales de este discurso. Del viaje y la interpretación que del mismo hiciera Peña Gómez podían sacarse dos conclusiones. Primero que Guzmán está dispuesto a imponer su voluntad por encima de la de sus colegas de brega política en los asuntos oficiales y que el partido, a su vez, está de- cidido a mantener a la organización todo lo alejada posible de algunas políticas gubernamentales, cuando el interés partidario así lo exija.
Pero esta lógica, comprensible a determinado nivel, no fue por lo demás tan fácilmente digerida en los círculos oficiales puertorriqueños y en algunos nacionales, cuyo respaldo era una cuestión vital para el Gobierno nacido el 16 de agosto pasado.
De todos modos no era difícil deducir que habría reacciones contrarias al discurso del secretario general. Y no fue tampoco aventurado predecir que muchos de los severos ataques lanzados contra las autoridades puertorriqueñas se reflejaran, de alguna forma en los esfuerzos que el mandatario dominicano emprendiera para consoli- dar sus nexos con la isla vecina.
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La visita del canciller alemán federal Helmut Schmidt dio al Gobierno a mediados de abril un leve respiro frente al cúmulo de problemas políticos y económicos que le agobiaban. Gracias a la profusa propaganda oficial previa a la llegada del dirigente europeo, la ocasión marcó un compás de espera en las altas esferas oficiales.
El hecho de que se magnificaran los resultados eventuales de esta visita, que fue parte de una gira por varios países latinoamericanos, no significaba necesariamente que en la cima de la dirección política nacional se creyera ciegamente en ellos. En las circunstan- cias de entonces, la solidaridad alemana no podía ir más allá de algunos préstamos o uno que otro programa de asesoramiento téc- nico en programas de desarrollo a largo plazo.
De todas formas, los actos sociales del programa y los intercam- bios a nivel político que tuvieron lugar durante la breve permanencia del canciller alemán, permitieron oír al Gobierno algunas voces diferentes a la que envolvían el espectro dominicano. Aunque solo se trataba de un respiro temporal, muchos de los problemas que encaraba el Gobierno afectaban tan directa y cotidianamente al pú- blico, como es el caso de los combustibles, que no podía esperarse que su discusión desapareciera de improviso del panorama nacional.
Uno de los anuncios más importantes de esa semana lo fue el del gerente general de la Refinería Dominicana de Petróleo, Abram Lind, de que la llegada de un cargamento de 51,000 toneladas de crudo reconstituido “no erradicará totalmente el problema de los combustibles en el país”. Solo podía esperarse un alivio a la esca- sez, dijo Lind. Así que el público debió ir acostumbrándose a la idea de continuar formando largas y tediosas filas en las estaciones expendedoras para adquirir limitadas cantidades de gasolina para sus vehículos. Ya no se trataba de un problema de precios. Muchos automovilistas alentaron la esperanza de que tras el aumento de 15 centavos en el precio del galón se normalizaría la situación. En diversas fuentes pudo establecerse que la situación podría prolon- garse todavía hasta las primeras semanas de junio. No obstante su magnitud, el problema de la gasolina era apenas uno de muchos que aquejaban a la administración perredeísta. Aun cuando parecía solucionado, el caso de la Falconbridge era uno de los más serios. El levantamiento de la huelga que afectó durante varios días a esa empresa minera extranjera en condiciones que significaban una victoria política, tanto como laboral para el movimiento sindical de militancia opositora, podría ser solo otro respiro.
Los maestros amenazaban con huelgas escalonadas como preparación a lo que sería un paro general en todo el país. Y los choferes recurrían ya a las protestas callejeras para hacer sentir el peso de su descontento por el alza de la gasolina. Unos 30 de ellos fueron arrestados mientras montaban un piquete frente al Palacio Nacio- nal y aunque fueron puestos en libertad unas horas después, por instrucciones según se informó del propio presidente Guzmán, no obstante haberse anunciado poco antes que serían sometidos a la justicia acusados de alterar el orden, portavoces de los gremios de conductores advirtieron que era solo el comienzo.
Resultaba irónico que la mayor parte de las quejas por la situación económica y el alza en el costo de la vida, agravados por el aumento último del precio del petróleo, vinieran de sectores tradicionalmente aliados o complacientes al grupo político que detentaba el poder. A esto se agregaron otros elementos de irritación, como fueron el alza en la tarifa de energía eléctrica y las restricciones de índole diver- sa anunciadas previamente por el presidente en su último discurso.
La mayor parte de los problemas que pesaban sobre la cabeza del Gobierno, se referían al costo de la vida. El alza del petróleo y el descenso de los precios mundiales del azúcar, el café y otros pro- ductos básicos de exportación, reducían, sin duda, la capacidad del Gobierno para hacerle frente con éxito.
El lunes 16 de abril la administración Guzmán apenas cumplía ocho meses. El balance mostraba muchas dificultades para tan bre- ve tiempo.
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A finales de abril, por más que el Gobierno tratara de minimi- zarlo, existía una preocupación general por el estado de la econo- mía. El carácter festivo de muchas de las acciones de la alta esfera del poder político y la lentitud con que abordaba los problemas nacionales más acuciantes, expandía la imagen de un régimen interesado más en las soluciones de forma que por las de fondo.
El tratamiento que se le diera a la crisis en el suministro de los combustibles y las medidas destinadas a establecer ahorros en el consumo parecieron demostrar que la administración Guzmán actuaba en base de correctivos a situaciones que crecían ante sus propios ojos. Eran muchos los casos que indicaban que el Gobierno no actuaba sino que reaccionaba, y esto no era lo más recomendable en la coyuntura que vivía el país como consecuencia del alza en el petróleo y la caída de los precios de la mayoría de sus productos básicos en los mercados internacionales.
Cuando se hicieron públicas las providencias gubernamentales encaminadas a propiciar una baja forzada en el consumo de gasolina, se prometió al país que los ejemplos provendrían de la cúspide del oficialismo. Pero los funcionarios continuaban rodando en ve- hículos de alto consumo y prolongaban la antigua práctica de con- currir masivamente a los actos en que el protocolo oficial obligaba al jefe de Estado a movilizarse fuera del ámbito de la capital. Esa realidad perjudicaba notablemente la imagen del Gobierno. Aquella que algunos diarios vendieron al público en las primeras sema- nas de la administración mostrando a los más altos dirigentes del Gobierno entregados con fervor y un entusiasmo casi fanático a su trabajo, se diluía. De pronto el público parecía haber comprendido que sus gobernantes eran al fin de cuentas seres comunes y corrien-
tes, que dedicaban los sábados y los domingos a descansar, beber y nadar en estancias campestres próximas a la playa. Aunque, naturalmente, esto era algo no siempre al alcance de las familias promedio de la Republica Dominicana.
Mientras estuvo en la oposición, el partido oficialista se ufanaba con insistencia de la capacidad de sus técnicos, de sus programas, de desarrollo que serían una especie de magia para solucionar los graves y endémicos problemas del desarrollo nacional. Mucha gente se preguntaba ahora por esos técnicos o por la suerte de tales progra- mas. Por la forma en que se conducían muchos de los asuntos rela- cionados con la economía nacional, se especulaba que quizá nunca existieron. Las muy escasas obras, algunas de las cuales entran en la tipificación de suntuarias que la gente en el poder dio en el pasado a centenares de construcciones estatales, a cuya inauguración asistió el presidente Guzmán, no fueron precisamente resultado en su totalidad de la iniciativa de la administración. Estaban ya terminadas o en avanzado proceso de construcción al producirse la histórica transferencia del mando el 16 de agosto de 1978.
Era curioso que la tradición fuera seguida al pie de la letra en esos actos. A pesar de cuanto se criticó el enorme despliegue que el antecesor propiciaba durante esta clase de actos, el Gobierno se mantenía fiel a las normas. Se levantaban las mismas casetas, tras- ladaban las mismas sillas, los mismos cordones y hasta se pronun- ciaban los mismos discursos, aunque justo y penoso es reconocerlo, no se seguía construyendo al mismo ritmo.
Una de las cosas más criticable de la conducta oficial, en las circunstancias de precariedad económica de entonces era el intenso carácter social de la vida palaciega. A pesar de los repetidos llama- mientos del Ejecutivo a la austeridad, no se veían muchos ejemplos.
¿Cómo se pensaba encontrar correspondencia de parte del público, si hasta los encuentros informales con la gente de su propio partido se hacían en el palacio presidencial con opíparos almuerzos o ele- gantes recepciones? Era que gente en el círculo gubernamental no se diera cuenta de lo que esto significaba, pues daba la impresión también de que se entusiasma demasiado con los espejismos. Como ocurrió en la Navidad, cuando las fiestas populares que tuvieron lugar en el Malecón se le atribuyera a una inspiración hija del “cam- bio” político.
Era también otro espejismo creer que las medidas puestas en vigor a raíz de la crisis de los combustibles fueran suficientes para hacer frente a la situación, porque a juzgar por resultados no habían servido siquiera para desalentar la fiebre de consumo que padecía el país. Quizá el Gobierno pasaba por alto que la clave se resumía en una palabra: confianza. Pero esta se hallaba en un nivel bajo a causa de la inactividad gubernamental y el incumplimiento de promesas de un fervor religioso, como es el de que se consagraría el princi- pio de alternabilidad, prohibiendo la reelección presidencial, como garantía de estabilidad de las endebles instituciones democráticas.
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El 27 de abril, el ambiente político nacional fue sacudido por el conocimiento de los términos de un contrato de préstamo por valor de US$185 millones concertados por el Gobierno con un pool de bancos comerciales extranjeros. El contrato fue enviado a la Cámara de Diputados por el Poder Ejecutivo, pero como era casi una tradición en el país fue preciso que un periódico obtuviera de- talles para que el público supiera de que se trataba.
El préstamo, suscrito en Londres el 20 de marzo, desató una verdadera tormenta política. El expresidente Joaquín Balaguer lo calificó de “una monstruosidad económica” y de “un acto antipa- triótico” y sostuvo en una declaración enviada desde Miami a El Caribe que el carácter “oneroso” de ese instrumento “se hace más inaceptable aun si se toma en cuenta que el motivo que se invoca para suscribirlo es ostensiblemente baladí”.
Uno de los puntos más objetables del contrato era la cláusu- la por virtud de la cual la Republica Dominicana renunciaba a su inmunidad en el campo de la soberanía para enfrentar cualquier demanda dentro de la jurisdicción de algún tribunal nacional. Es- taban también los términos contractuales excesivamente duros de un interés anual estimado en un 14.0 por ciento, susceptible de au- mentar en otro dos y media por ciento, y el hecho de que los presta- mistas se cuidaran de establecer su liberación de cualquier eventual falta de cumplimiento de las condiciones previamente acordadas.
Las autoridades no escatimaron esfuerzos publicitarios para ha- cer valer sus puntos de vistas, alegando que el contrato no revestía perjuicios de ninguna índole para el país y que, por el contrario, sería altamente beneficioso. En un gesto de franqueza casi inusual en un Jefe de Estado, el presidente Antonio Guzmán dijo que “es un disparate” pensar que el préstamo pueda lesionar la dignidad o la soberanía nacionales, porque los bancos hicieran establecer en el contrato que cualquier reclamación contra el país se hiciera en el futuro en tribunales extranjeros y que el Gobierno renuncie a su derecho de recurrir a las leyes nacionales en esa eventualidad.
Los alegatos del Gobierno se fundamentaban también en que en el pasado las autoridades dominicanas accedieron a condiciones similares en la concertación de préstamos en el exterior, como si el hecho de que alguna vez se haya enajenado la dignidad y la sobera- nía económicas nacionales, sostenía a su vez la oposición, fuera un pretexto para hacerlo de nuevo.
La oposición cuestionaba la razón por la que el Gobierno pe- rredeísta, que tanto criticó en el pasado la política de endeudamien- to externo de su antecesor, llegara a esos límites en el corto lapso de ocho meses. Pero ni para esta pregunta ni para otras, como cuál era la verdadera situación económica del fisco, habían respuestas oficia- les satisfactorias. Forzado por la ola de indignación pública que la iniciativa gubernamental desatara, la Cámara de Diputados postergó el conocimiento del contrato enviándolo a estudio de comisión y al escrutinio de vistas públicas.
Un acuerdo suscrito con la empresa minera extranjera Rosario Dominicana, relacionado con la explotación de los yacimientos de oro y plata de Pueblo Viejo, no había sido todavía aprobado por las cámaras. En todo caso la idea de sepultar el contrato de préstamo por US$185.0 millones mediante el expediente de dejar que expi- re el plazo fijado por los prestamistas para hacerlo efectivo, parecía una iniciativa de los diputados dominicanos. Porque no obstante los esfuerzos desplegados por los voceros más calificados del Gobierno para lograr su aceptación general como bueno para el país, la opinión pública parecía haber comprendido, a través de las publicaciones y el debate por la prensa, que sus términos eran enajenantes como para que tal posibilidad pudiera resultar económicamente beneficiosa.
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Las perspectivas de nuevos incrementos en los precios del pe- tróleo, en adición a los que habían sido establecidos en el curso del año, crearon un clima de incertidumbre. La amenaza que impli- caba un alza adicional al crudo que el país importaba desde Vene- zuela, lo que parecía inminente a mediados de marzo no obstante la llegada de un nuevo Gobierno en esa nación, era un golpe muy difícil de encarar.
No se necesitaba ningún ejercicio mental para llegar a la conclusión de cuán pernicioso y destructivo para la economía y la pro- pia estabilidad nacional sería un anuncio de esta naturaleza de parte de Venezuela.
Esto explica la preocupación que se filtraba de la declaración conjunta suscrita por el presidente Guzmán y otros cuatro jefes de Estado de Colombia, Bolivia y Costa Rica y el presidente de España durante su breve estada en Caracas con motivo de los actos de jura- mentación del presidente Luis Herrera Campins, en la que se hizo un dramático llamamiento de auxilio a las naciones exportadoras contra la especulativa política de alzas periódicas de ese producto vital para las formas de vida moderna. El hecho de que tan franca exposición se formulara en la capital venezolana, entonces el tercer país exportador de petróleo después de Arabia Saudita e Irán y uno de los socios más radicales de la OPEP, en ocasión de la llegada de un nuevo Gobierno, era quizá la muestra más fehaciente de que la situación llegaba a un punto más allá del cual solo cabían esperarse descalabros y conflictos difíciles de predecir.
La declaración bajo la cual el presidente Guzmán estampó su firma en Caracas era, probablemente, el paso más importante en política exterior en sus meses de gestión constitucional. En ella no solo se llamó la atención de las naciones petroleras sobre los efectos que los precios del mineral causaban en los países en desarrollo, tan- to en el aspecto económico como en el social, anticipando algunas de las severas medidas internas de emergencia a que se verían nece- sariamente condenados sus gobiernos de materializarse la amenaza de un nuevo aumento del crudo.
El emplazamiento formulado en Caracas por Guzmán y otros jefes de Estado para que Venezuela y los demás socios de la OPEP establecieran de manera impostergable “un mecanismo conveniente que permita la lógica fijación del precio del petróleo y de sus derivados”, no encontró respuesta del nuevo Gobierno venezolano. “Nuestra actitud no significa”, aclararon los presidentes, “oposición al establecimiento de precios justos. Todo lo contrario, los necesitamos para nuestros productos. Pero discrepamos abiertamente de una fijación arbitraria y un aumento constante e indiscriminado del precio del petróleo, que ha sido acompañado de una marcada espe- culación, a través de los llamados precios ‘spot’, y que deja fuera de capacidad económica a nuestros pueblos”.
Ni una ínfima parte de esa inmensa fortuna, imposible de des- cribir en cifras, obtenida de los repetidos aumentos del petróleo a contar de octubre de 1973, había sido usada para mejorar las deprimentes condiciones de vida de los pueblos que integran las naciones de la OPEP. Bastaba releer el discurso que Herrera Cam- pins pronunció al asumir la presidencia de Venezuela para ver que se trataba de un mal general. Con toda la riqueza conseguida por la venta del petróleo a los precios establecidos a contar del 1973, los problemas sociales tendieron a agudizarse en forma acelerada desde entonces en la patria del Libertador. Para decirlo con las palabras del nuevo mandatario: “Recibo una Venezuela hipotecada”.
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Volviendo atrás, en su primer discurso de rendición de cuentas ante la Asamblea Nacional, el presidente Guzmán dedicó la mayor parte del extenso texto a cuestiones económicas y a detallar los pla- nes futuros del Gobierno. Como en otras oportunidades anteriores en las que se dirigió al país, ese 27 de febrero el presidente no esca- timó esfuerzos por restar importancia a las críticas crecientes por el estado de la economía, señalando que las condiciones generales del país eran promisorias.
El ángulo más descollante de la oratoria presidencial, lo constituyó el anuncio de que el Gobierno se proponía construir ese año unas 6,000 viviendas de interés social en zonas urbanas, suburba- nas y rurales como parte de sus planes para impulsar la decaída industria de la construcción. También reveló que con el propósito de evitar que sus programas “se estancaran” y pudiera, al mismo tiempo emprender otros, el Gobierno había dispuesto la entrega al Instituto Nacional de la Vivienda la suma de RD$6.0 millones. Guzmán se extendió en consideraciones sobre lo que será la política en materia de construcción del Gobierno, afirmando que se había eliminado la “desleal” competencia que a su juicio existiera frente al sector privado en esa rama tan importante de la economía; se refirió a los problemas que aquejaban al sistema educativo -lo que provocó una rápida reacción de los maestros- y dijo que los fondos que se destinan a la Secretaria de Educación se emplean “en forma criticable”.
Fuera de esto, no hubo anuncio o planteamiento original que revelara alguna fase hasta ahora desconocida del Gobierno. Y a pesar de las expectativas que el esperado discurso había creado en los medios económicos dominicanos preocupados por los signos de es- tancamiento visibles en muchas áreas, no surgieron evidencias de que hubiera surtido algún efecto mágico. En muchos sentidos, fue un discurso político, pletórico de promesas y de recriminaciones a su antecesor, que dio fuerza a la crítica que momentos antes ha- bía formulado el presidente del Senado y de la Asamblea Nacional, Juan Rafael Peralta Pérez, del opositor Partido Reformista. El legis- lador pidió el cese de lo que calificó de “canibalismo político y la re- vancha sin cuartel” que dificulta la estructuración de un verdadero estado democrático. No obstante las referencias del Presidente de la Republica a la necesidad de que se olviden las luchas partidarias y las promesas de colaboración reiteradas por el senador Peralta Pérez a nombre de su partido, la solemne sesión de la Asamblea Nacional pareció subrayar la creencia de que las rivalidades políticas eran una herida abierta en el espectro político nacional.
Volviendo al aspecto económico del discurso, el primer mandatario indicó que la situación externa de la economía “sigue cons- tituyendo nuestro principal problema a corto plazo” al que se le concederá “atención especial y correctivos inmediatos”. Una parte amplia del discurso fue dedicado a destacar los errores de la ad- ministración anterior a lo que, de nuevo, atribuyó muchas de las fallas que se objetaban a su mandato. “En cuanto a la situación financiera debo señalar que el Gobierno anterior utilizó la mayor partida de las reservas del país para sus gastos electorales, y dejó la cuenta Republica Dominicana, en el Banco de Reservas muy infe- rior a lo normal”, dijo. También acusó al régimen que le precedió, encabezado por el doctor Joaquín Balaguer, de haber promovido un déficit presupuestario y de haber incurrido en gastos superiores a los ingresos normales del país.
Guzmán dedicó los primeros diez minutos de su discurso, a analizar el papel del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en el Gobierno, señalando que tenía la obligación de constituir el soporte más sólido de la administración inaugurada el 16 de agosto del 1978.
Resultó claro que esta parte estuvo dedicada a ahuyentar las versiones de que existía un distanciamiento entre la dirigencia del PRD y el Gobierno, como resultado de la discrepancia reciente en- tre los pronunciamientos del propio Guzmán y algunos de los más connotados dirigentes del partido oficialista, incluyendo a su secre- tario general, José Francisco Peña Gómez.
En sentido general, el discurso del Presidente no fue propia- mente una pieza de gran valor político o económico. En cambio sí resultó polémica por las críticas al Gobierno anterior que contro- laba el Senado, donde en los siguientes días Guzmán pudo sopesar el alcance real de la oposición cuando se entró de lleno en el debate de dos proyectos: el que fijan un impuesto escalonado al precio del oro y el que liberalizaba la entrega de divisas al Banco Central. La aprobación del primero, que de hecho invalidó un acuerdo firmado entre el Gobierno y la empresa minera Rosario, y el rechazo del se- gundo, sometido por el Poder Ejecutivo, tuvo sin duda una enorme repercusión sobre los planes inmediatos del Gobierno.