Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí
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Capítulo XVIII
Enero 1986
El “Pacto la Unión” supera la crisis del PRD. La propuesta de Jorge Blanco cede la candidatura presidencial a Majluta.
El breve reinado de ocho años llega a su fin. Los errores fatales de transición
El 1986 no proyectaba salida a la situación interna del PRD. El Síndico del Distrito, José Francisco Peña Gómez, propuso la noche del 3 de enero tres fórmulas diferentes, e igualmente inaplicables, para resolver la crisis institucional del Partido Revolucionario Dominicano desde la malograda con- vención del 24 de noviembre pasado.
Ya no se trataba de quién efectivamente ganó la convención. Eso era irrelevante. Solo sus seguidores, con razón o sin ella, po- drían aceptar sin reservas que él superó a su contrincante, Jacobo Majluta. Esta sería la primera vez en la historia que, usando sus propias palabras, para “no dejar mal parado” a uno de los dos pre- candidatos, se declarara ganador a ambos. De cuantos productos de la fantasía hemos tenido en los años de recio laborantismo proseli- tista, ese sería el mayor engendro.
¿Cómo pretender que se produjera un empate, justamente un empate, en una votación que según los competidores participaron más de 300,000 activistas y militantes? Está claro que si existía una Comisión de Escrutinios laborando arduamente para definir la si- tuación, lo lógico y sensato era esperar que diera los resultados del conteo.
Resultaba sospechoso que la Comisión, aceptada por ambas partes, no diera mes y medio después de la convención los frutos de su gestión y que uno de los precandidatos, el propio Peña Gómez o el licenciado Jacobo Majluta, no sacara un número superior de su- fragios, aunque fuera de un solo voto. La incompetencia del PRD no podía llegar al colmo de que sus técnicos más idóneos, aún con la ayuda de computadoras, no fueran capaces de llegar a conclu- siones sobre una votación, si además cada facción proporcionó los elementos que tenía en su poder para facilitarle la tarea.
El país no podía aceptar la fórmula de dos ganadores, porque era una farsa y una burla al proceso electoral, que aun interno, sen- taría un funesto precedente, aplicable cada vez que se tenga la nece- sidad de evitar que un líder “quede mal parado”.
Todos estos ejercicios dirigidos a resolver una crisis que bien podría haberse resuelto sencillamente declarando al ganador, solo demostraba que el PRD se había empantanado en el terreno move- dizo en que le metió su propia estratagema, al pretender acaparar la atención nacional mediante una “lucha de tendencias” que tuvo siempre dos propósitos esenciales: minimizar a la oposición y crear la impresión de que no había más opciones. Además, las fórmulas de Peña Gómez no podían ser más contradictorias. Llegó incluso a reconocer a La Estructura, partido que hasta esa misma noche había sido el blanco de sus ataques considerándolo causa principal de la crisis interna.
¿Qué sentido tenía su propuesta de que “ambos ganadores” es- cojan sus compañeros de boleta, si después el “perdedor” de una especie de segunda convención sería, según su plan, el candidato vicepresidencial? ¿Qué garantías tendría la República, de que las co- sas serían en esa otra ronda de votaciones completamente diferentes a la primera?
La única salida lógica y sensata era aceptar los resultados, cua- lesquiera que estos fueran. Nadie creería, por más desinteresado que en su carrera haya sido el síndico del Distrito, que habiendo ganado como dice, la convención proponga una salida basada en dos “gana-
dores”. Lo que se pensaba en la calle era que su adversario lo derrotó y que la lentitud con que se movía la Comisión de Escrutinios era resultado de la negativa de ciertos sectores influyentes de asimilar tan duro golpe.
En la vecindad de elecciones cruciales, cuyo proceso no pare- cía favorecer al oficialismo perredeísta, una rivalidad interna ponía bajo amenaza la suerte de ese evento decisivo para la estabilidad política y social del país y su futuro democrático. No se podía jugar de tal modo con la paciencia y la tolerancia de una nación entera, por más que los líderes del PRD apreciaran sus liderazgos.
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Ninguna de las tendencias envueltas en la crisis interna del Par- tido Revolucionario Dominicano podía acusar a las otras, sin acu- sarse a sí misma, de haber empleado el insulto y la descalificación para imponerse, porque tanto uno como lo otro fueron elementos comunes en esa lucha. Lo que la gente de Peña Gómez había dicho de Majluta y sus seguidores y lo que estos dijeron y escucharon de los partidarios del Presidente, ruborizarían hasta una estatua.
Aunque luzca sorprendente, la oposición guardaba una actitud más considerada con el Gobierno y las diferentes “tendencias” del partido oficial. Ni el más acérrimo y sistemático de los opositores aventuró juicios de la naturaleza que se acostumbró escuchar en meses de recio y sórdido combate por la nominación presidencial perredeísta.
Embriagados por el tufo de sus propios insultos y la preemi- nente acogida que a diario recibían en los medios de comunicación, las tendencias y sus líderes no fueron capaces de percibir el daño que ese estilo tan peculiar de promoción política arrojaba sobre el ambiente nacional. Entusiasmado por la cotidiana proyección de su retórica, no quisieron o pudieron ver cómo ello hastiaba a la nación y sepultaba silenciosamente sus posibilidades.
Nadie estaba en condiciones de establecer cuál de las tendencias arrojó la primera piedra y lanzó el primer insulto. Y en el camino se acumularon tantos denuestos y se atentó contra tanta honra, ver- tiéndose tanta ofensa que ahora resultaría irrelevante determinarlo.
Las acusaciones formuladas por el síndico José Francisco Peña Gómez en el discurso en que planteó tres propuestas para salvar la situación interna del partido, no fueron más que la continuación de una serie igualmente sórdida que se venía acumulando a lo largo de meses por una y otra parte, sin exceptuar, por supuesto a cualquiera otra tendencia. La “indignación” de la gente de Majluta por esta nueva andanada de Peña resultó más sorprendente que el discurso mismo.
Ninguna de las “tendencias” tenía derecho a sentirse ofendida por la otra. La única ofendida, real y efectivamente, era la opinión pública nacional, forzada a tomar parte como espectador de ese drama sin final de pésimo guión y peor representación.
***
Las palabras y los acuerdos, aún los escritos, carecían de valor para el Partido Revolucionario Dominicano por lo menos dentro del contexto de su “lucha de tendencias”. En infinidad de oportuni- dades se le informó al país, por labios de los más autorizados líderes del partido la solución de la crisis originada en la convención con- vocada en noviembre de 1985 para elegir su candidato presidencial. Sin embargo, y a despecho de la proximidad de la fecha límite para la inscripción de candidaturas, el problema seguía sin vislumbrarse una salida inmediata.
En el ínterin, la nación se encontraba virtualmente paralizada, sumida en el cúmulo de expectativas e incertidumbres que esa inde- finición arrojaba sobre el proceso electoral. ¿Qué pasaría en el caso hipotético de que al 31 de marzo, fecha en que expiraba el plazo para el registro de candidaturas, no puedieron lograrse un arreglo a esa situación interna?
Ello podría servir de pretexto para muchas acciones, contra la estabilidad política y social y la democracia de la República. Esa era una de las causas fundamentales por la cuales las rencillas inter- nas dentro del oficialismo constituían elementos de preocupación nacional. Estaba además el hecho de que la prolongación de ese estado mantenía la dinámica del trabajo oficial en postración casi absoluta, en perjuicio de la economía y la marcha normal y óptima de los asuntos públicos. En mérito de la habilidad del perredeísmo, dos cosas merecían destacarse: la facilidad con que manipulaba la opinión pública, atrayéndose la atención casi total de los medios de comunicación y la impunidad con que mentían y enderezaban sus propios entuertos sin aparente costo político alguno.
Veamos un ejemplo. Apenas un par de semanas atrás, se anun- ció con bombos y platillos la integración de una Comisión de Es- crutinio, que en un corto plazo daría a conocer, sobre la base del estudio de las actas en poder de cada precandidato, el ganador de la convención del 24 de noviembre. En una ceremonia ampliamente difundida en la prensa, el Síndico del Distrito, José Francisco Peña Gómez y el senador Jacobo Majluta, estamparon sus firmas en el documento. Se comprometían a respetar el veredicto de la Comi- sión y en un intercambio de sonrisas, apretones de manos y abrazos, se le aseguró al país haber encontrado una fórmula amistosa para re- solver lo que siempre, en opinión de dirigentes del partido, fue solo un pleito entre viejos amigos y aliados separados temporalmente por una desavenencia sin importancia. En la semana siguiente, la prensa nacional no encontró nada mejor para engalanar sus titula- res principales.
Un vocero de la comisión llegó a informar que en “cuestión de horas” el país sabría el ganador. A un mes y medio de celebrada la convención, se esperaba por ese anuncio.
Después resultó, sin embargo, que el veredicto de la comisión carecía de importancia y se secuestró de nuevo la atención nacional
con fórmulas y propuestas de entendimiento que el partido y las “tendencias” someterían a estudio y respondían categóricamente, con lo cual se dieron titulares destacados para unas semanas más en los diarios dominicanos.
El elemento teatral en la “lucha” interna de tendencias conti- nuó llenando su cometido. La tomadura de pelo era total y comple- ta, porque la función no terminaba todavía.
***
Las cosas en el PRD no estaban escritas. El 8 de enero, un miembro de la Comisión de Escrutinio, integrada de común acuer- do por las “tendencias” que se disputaban la nominación presiden- cial como una forma de salir del atolladero surgido a raíz de la con- vención terminada a balazos, hizo una extraordinaria revelación. La comisión, dijo el arquitecto Leopoldo Espaillat Nanita, está en condiciones de anunciar un “ganador” y lo hará, lean esto, “en el momento oportuno”.
La frase debió de ser extraída de un oficio de una Secretaría de Estado. Recordó infelices ocurrencias de jefes policiales y funciona- rios palaciegos frente a la impaciencia pública por los resultados de alguna que otra investigación de robo o asesinato, o ante el pedido de indagación frente a cualquier denuncia de dolo o manejo irregu- lar de recursos en una dependencia oficial.
Por la frecuencia con que se empleaba, esa frase debía de estar en algún viejo manual de “comportamiento del servidor público”. Pero en labios del coordinador de la comisión que debía determinar el ganador de la malograda convención nacional del partido en el poder y definir la candidatura presidencial del oficialismo a las elec- ciones del 16 de mayo, tenían un tono desesperante.
Si en efecto la Comisión poseía ya un ganador, y en vista del malestar creado por la crisis institucional perredeísta, el “momento oportuno” para darlo a conocer debió ser el instante mismo en que el organismo lo determinó. Más extraña todavía era la declaración
del propio Espaillat Nanita en el sentido de que la Comisión solo espera (según lo publicara El Caribe) un acuerdo político entre las partes en pugna para dar a conocer su veredicto. No se explicaba que habiendo un ganador fuera preciso de un arreglo previo con el perdedor, a menos que existiera un interés especial en proteger a este último, en la peregrina idea de que así se preservan liderazgos políticos.
Si como afirmara el arquitecto Espaillat Nanita se “cruzan pro- puestas y contrapropuestas” entre los dos precandidatos para deci- dir el “impasse” y están en marcha negociaciones, todo el andamiaje de la convención, lo sucedido antes y después, no fue más que una inmensa burla a los más elementales mecanismos y principios de- mocráticos, por más que se alegara una cuestión interna que solo concernía al partido. Eso sería solo si la crisis institucional perre- deísta no tuviera al país en vilo desde hacía mes y medio. Y a na- die, fuera de esos predios, le importaba un comino quién fuera el ganador y qué se cocinaba para anunciarlo, si la opinión pública nacional no se encontrara atemorizada por la posibilidad de que esa indefinición afectara de algún modo u otro la consulta electoral de mayo.
Quiérase o no, la situación en el PRD ensombrecía el panora- ma nacional más de lo que ya estaba. No se trataba, tan solo de una querella interna, dado que sus efectos trascendían esas fronteras.
La actitud de la Comisión de Escrutinio robustecía la impre- sión de quienes creían que en la llamada “lucha de tendencias” ha- bía mucho de intención y que contrario a lo que pudieran pensar sus adversarios, el PRD asignaba a esas rencillas un enorme valor propagandístico por el inmenso espacio que a diario le concedían los periódicos y las estaciones de radio y televisión. De otra manera, ya se habría dado a conocer al ganador.
La dilación sugería que el resultado del escrutinio disgustó profundamente a una parte influyente del partido, desde la cual se
ejercían fuertes presiones para cambiarlo. No es de olvidar que un liderazgo mesiánico, postrado en cama y moribundo, temía exhalar su último aliento con el anuncio de un ganador.
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Todavía a mediados de enero, las “tendencias” en pugna en el PRD seguían acusándose de adulteración de las actas de la malogra- da convención de noviembre, y de muchas otras cosas igualmente horribles con el propósito de hacer aparecer a sus respectivos can- didatos como vencedores de ese evento. Si cada uno de esos grupos consciente de lo que era capaz de hacer contra el otro, qué no ha- rían, juntos o separados, frente a un adversario real. Esa era una inquietud legítima.
En la lucha por la nominación presidencial del partido oficia- lista se irrespetaron todas las normas y principios. Nada garantizaba que una vez conocido el ganador, se adoptara una actitud distinta al desatarse la confrontación definitiva con vista a los comicios del 16 de mayo. De ahí la inquietud prevaleciente en amplios círculos de la opinión pública y entre los partidos opositores por la posibilidad de que, ante el temor de una pérdida del poder real, las facciones se unieron para evitar a cualquier precio y a toda costa una victoria electoral de la oposición. Pasaron tantas cosas y se violaron normas tan elementales de proceder político que ninguna denuncia, por ilógica o temeraria que pareciera a simple vista, debía de ser del todo descartada.
El PRD se propuso como meta regir al país hasta el año 2,000 por lo menos. Y era larga la lista de candidatos de esa organización que se creía con derecho adquirido en fila a la espera de su turno por la banda presidencial.
Probado estaba, además, de que nada atemorizaba tanto al PRD como la visión de una derrota electoral. Así, pues, bajo ta- les circunstancias y frente a determinadas tendencias observables al más alto nivel, ninguna vigilia extraordinaria resultó ociosa.
No hay signo tan ominoso contra la libertad y la democracia misma como la insistencia de un partido en preservar el poder más allá de lo que la tolerancia popular lo permite y eso era lo que se percibía. La crisis interna derivada del intento de escoger un can- didato presidencial empantanó al PRD, es cierto, pero suscitó por igual un sentimiento generalizado de sospecha respecto a qué se perseguía con la postergación de un “impasse” al que pudo muy bien habérsele encontrado una salida satisfactoria.
Las instituciones democráticas del país eran muy débiles y el grado de intolerancia surgida tenía un peso demasiado grande como para no haber razones para temer un resquebrajamiento si la indife- rencia llegara a ser el arma opuesta a los vientos de insensatez que so- plaban en el panorama nacional. La denuncia y la vigilancia debían ser por tanto elementos importantes de la brega política. Bastaba con que el país volteara los ojos a la “lucha” en el PRD para ver las clases de armas políticas puestas en juego por aquellos que pensaban que el poder se les escapaba o se les ponían obstáculos que lo hacía inalcanzable. Si entre “compañeros” no existían barreras, menos las había frente a adversarios de toda una existencia.
Era el poder lo que estaba en juego. Y si este lo proporciona todo, ¿qué no serían capaces de hacer para alcanzarlo o no perderlo aquellos que han sabido aquilatar el precio de su sustentación?
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El 15 de enero, Peña Gómez esbozó algunas de las pautas de lo que sería un Gobierno suyo en el caso de que se impusiera de facto su candidatura presidencial y llegara a cristalizarse su sueño de alcanzar la jefatura del Estado. Su discurso fue una viva e indiscu- tible demostración de su capacidad para azuzar la lucha de clases e indisponer a un sector de la sociedad contra otro.
Fue también una reiteración ardiente de su temporalmente dormido fervor sandinista y de sus simpatías hacia el régimen de Fidel Castro, al que nunca, dicho sea de pasada, censuraba a pesar
de su “militante” posición a favor de la democracia y los derechos humanos.
Al criticar al licenciado Jacobo Majluta por sus nexos con el partido La Estructura y los vínculos de este con la Internacional Liberal, Peña no pudo reprimir una defensa de la Revolución nica- ragüense: “…la presencia de Virgilio Godoy, presidente del Partido Liberal Independiente de Nicaragua y una de las más importantes figuras antisandinistas, es una demostración clara y definitiva de que el líder y candidato de La Estructura piensa cerrar filas con las fuerzas antisandinistas”. Por lógica y extensión, debía suponerse entonces que de llegar a la Presidencia, Peña cerraría filas con los sandinistas.
Esta parte de su maratónico discurso lo contradijo porque ya el propio Síndico había propuesto una formal alianza con La Estruc- tura en aquella famosa comparecencia apenas dos semanas, en la que sugirió tres caminos diferentes para resolver la crisis interna del PRD, ninguno de los cuales pareció sostener en esta nueva oportu- nidad.
Mi observación de que a Peña se le escapó su oculta simpatía al régimen cubano, no es el fruto de una antojadiza conjetura, sino una fiel interpretación de sus palabras. “…porque si bien nunca he- mos sido castristas tampoco somos anticastristas (una frase muy cantinflesca), ni mucho menos antisandinistas…”.
Todo ello muy a pesar de no compartir “todas las medidas del Gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional aunque de todos modos se han realizado bajo una situación de cerco militar y de agresión armada extranjera directa”. Lo cual también es una mentira, porque no había presencia militar extranjera en Nicara- gua, salvo los “asesores” cubanos, alemanes orientales, palestinos y libios al servicio de los sandinistas, lo cual debía de saber muy bien el síndico del Distrito, dado su conocimiento profundo de la pro- blemática internacional.
Toda la presencia militar antisandinista en Nicaragua, se re- ducía a la resistencia armada que nicaragüenses de todas las edades y sexos ofrecían al gobierno revolucionario de corte totalitario que instaló allí una dictadura similar a la de los Somoza que no respeta- ba la más mínima de las libertades.
Sin embargo, el aspecto más notablemente contradictorio del discurso del aspirante presidencial fue el relacionado con su referen- cia a los pobres y a los vínculos de su adversario con la oligarquía y la burguesía nacionales. Al definirse con un abanderado de los pobres, estando rodeado de gente muy rica como pudo verse por televisión, Peña olvidó decir que si muy bien (y esto está lejos de constituir una defensa del contrario) Majluta se rodea con gente adinerada, él optó por irse a vivir en una de las mansiones más lu- josas de la capital, quizás solo para estar a tono con la solemnidad de sus responsabilidades como Síndico y su condición de aspirante a la Presidencia.
Peña pudo haber tenido, como la mayoría de los dominica- nos, un origen muy humilde y una infancia rodeada de escasez y padecimientos materiales. Pero esos eran tiempos pasados y su gestión municipal distaba mucho, por más que él intentara justifi- carla, de haber sido un gobierno para las clases irredentas de donde provenía.
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Dos días después de su discurso, Peña Gómez organizó el sá- bado 17 de enero una marcha para exigir el reconocimiento de su “triunfo” electoral. Ese día, advirtió “haría temblar la tierra”. Afor- tunadamente sus seguidores se limitaron a destruir un local y un ve- hículo del Partido Reformista Social Cristiana (PRSC) y a golpear a unas cuantas mujeres indefensas reunidas en el interior del local.
Ese primer indicio de violencia electoral fue un negro anticipo de lo que sería la campaña con vista a las elecciones del 16 de mayo.
Un partido oficialista fraccionado por las sórdidas luchas intestinas y sus masas enardecidas por retóricas que hablaban de cataclismos, movimientos telúricos y ríos desbordados para recordarles “al pue- blo” su enorme poder para avasallarlo todo, no podía conducir a otro lugar que no fuera el del estallido de violencia.
Nadie se imagina todavía lo que las determinadas “tendencias” hubieran sido capaces de hacer frente a la inminencia de una derrota electoral apabullante. Embriagados por el clamor de las multitudes, algunos líderes de ese litoral no tenían oídos para los llamamientos a la serenidad y la concordia.
Un proceso ordenado y pacífico no favorecía los intereses del partido oficial, especialmente en la eventualidad de que se impusie- ra de facto la candidatura de quien las evidencias señalaban como el perdedor de la convención del 24 de noviembre pasado. La oposi- ción podría realizar una campaña efectiva y la población no encon- traría mayores inconvenientes para tomar parte activa en la misma. La violencia y el desorden generarían necesariamente la represión y esta, eso era obvio, estaría dirigida casi en su totalidad contra aque- llos que trataran de forzar un cambio en la conducción del país por medios legales y democráticos.
Está claro que advertencias infortunadas como aquella de que en tal o cual manifestación se “hará temblar la tierra”, solo conse- guían encender las pasiones y condicionar a las masas para la con- vulsión y los enfrenamientos. Muy especialmente si para garantizar que sea bien fuerte ese temblor, los dirigentes y espalderos del PRD van armados de pistolas, revólveres y metralletas a las manifestacio- nes, como fue el caso del sábado 17 de enero que marcó el inicio de la campaña electoral del precandidato aparentemente derrotado.
En momentos cruciales, la nación necesita de mucha reflexión y sangre fría por parte de sus líderes. Los problemas de producción, desempleo, inflación y desconfianza, no se resuelven con marchas
y plebiscitos de popularidad, y mucho menos con incitaciones y llamamientos propios de una lucha de trinchera, aunque líderes en la cúspide hayan subido tanto que no alcanzaran a percibir esa rea- lidad, entonces como ahora.
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En las convenciones del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) sucedía, como en los tranques en el dominó, quien tiene más pierde. Los resultados del evento celebrado el 24 de noviembre de 1985 sirvieron para aclarar muchos asuntos y poner en justa perspectiva a un partido que construyó gran parte de su mística so- bre mitos y falsedades respecto a su propia esencia democrática. Lo primero en demostrarse en la convención, fue que allí no se respetó la voluntad popular libremente expresada en las urnas, un tema blandido exitosamente en las últimas campañas electorales.
Lo segundo, y tal vez más trascendente, tuvo relación con la participación de las bases en el proceso de selección del candidato. La manera como en el PRD se estropeó ese derecho dejó sin fun- damento el carácter democrático excepcional sobre el cual se tejía la imagen pública de esa organización política. Al producirse un resultado inesperado y perjudicial a un liderazgo, no era a las bases a quienes correspondía elegir o proclamar al candidato presidencial. Esa decisión era potestad única de una asamblea de delegados mu- cho más exclusivista y respecto a la que, sin lugar a dudas, siempre será más fácil ejercer presión o imponer condiciones.
Si todo era así ¿No tenía acaso derecho la nación a preguntarse qué necesidad hubo de ensayar tan inquietante experiencia del 24 de noviembre y someter la paz y estabilidad nacionales a sus peli- grosas consecuencias? ¿Quién respondía, asimismo, por el muerto, los heridos y los daños a la propiedad consecuencias de ese evento que luego, según el Síndico y precandidato José Francisco Peña Gó- mez, resulta ser inútil?
Los hechos demostraban que la democracia interna en el PRD era una fantasía, una mentira con la cual se engañó al país, y a la militancia del partido durante décadas. Valgan varios ejemplos para sustentar ese criterio: la convención que mantenía la atención del país casi cautiva por espacio de dos meses, no fue más que una farsa, un experimento sin ninguna relevancia; todos los acuerdos suscritos a raíz de su celebración, con vista a encontrarle una salida al “im- passe” surgido por el asalto al centro de cómputos, fueron irrespe- tados y la Comisión de Escrutinio, violó su propio compromiso de dar a conocer los resultados en un plazo aceptable.
Incapaz de aceptar el veredicto de las masas, sectores influyen- tes del partido trataron de imponer soluciones mediatizadas al ejer- cicio de la voluntad popular. Llegaron en esa línea a pretender mo- dificaciones constitucionales de forma y fondo para permitir que dos candidatos, en lugar de uno, fueran inscritos por el PRD, con el solo propósito, ya lo dijo uno de ellos, de evitar que el perdedor “salga mal parado”, como si lo que estuviera en juego fuera el pres- tigio individual de un dirigente y no la suerte del país y la solidez del sistema electoral.
Para mucha gente lo que pasaba en el PRD resultaba incom- prensible. En efecto, para entender los juegos y ardides políticos del perredeísmo era preciso tener una visión cabal de la naturaleza y objetivos de esa organización. Gran parte de lo que ocurría en esos predios eran retazos de un guión con muchos actores y capítulos prolongados. Quizá un juego peligroso para los que no estaban del todo preparados. La “lucha de tendencias” fue a lo mejor una lu- cha feroz, que se extendió demasiado lejos. Pero todos ellos estaban conscientes de las ventajas del enfrentamiento y mientras se hablara, como se habló en los medios de comunicación del PRD y de sus fac- ciones, sus oportunidades fueron siempre mayores de las que cabrían esperar de un proceso normal con un PRD anegado en el fango de la corrupción y de la ineptitud para encarar los problemas nacionales.
De ahí que no bastara ganar una convención para ser el candi- dato. El dominó siempre ha sido un juego muy popular entre ellos, sabedores de los riesgos de un tranque inesperado.
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El 25 de enero, la Iglesia Católica dejó oír su voz y fijó posición pública sobre el impase en el PRD. El documento de los obispos católicos acerca del proceso electoral se produjo en un momento oportuno. La autoridad de la Iglesia le confirió a esa pastoral leída en todos los templos un enorme significado.
Era preciso que una voz como la de la Iglesia se dejara escuchar en esos términos y con esa energía sin dobleces. Podría alegarse que el documento redactado por la Conferencia del Episcopado era de un tono inusual. Pero esa característica fue la que precisamente le otorgó su importancia. Al reclamar la necesidad de unas elecciones puras que sirvieran de modelo, interpretó el sentir de la generalidad de la población y sus temores. Había, en efecto, una palpable in- quietud por la posibilidad de que se tratara de anular o impedir la voluntad de los electores ante lo que parecía ser una inquebrantable decisión de auspiciar un cambio.
Al asumir la responsabilidad de advertir las amenazas que se cernían sobre el proceso y subrayar la imperiosa necesidad, histórica y social, de unos comicios limpios el 16 de mayo, la Iglesia ejerció su derecho y ofreció a la nación un ejemplo de su liderazgo.
La franqueza del pronunciamiento de los obispos, si se le ve en toda su extensión y significado, fue también un inapreciable aporte a la unidad del partido en el poder, corroído por las luchas internas y las ambiciones desaforadas, ya que podría muy bien aceptarse sin prejuicios como un llamamiento contra la insensatez que primaba en esos predios. Ninguna vigilancia o advertencia contra cualquier amenaza que pudiera obstaculizar el libre y normal desarrollo de la campaña electoral, real, eventual o imaginaria, era ociosa.
En el PRD ganaba cuerpo la idea de dos candidaturas por ese partido, en vista del conflicto originado en la selección de su candi- dato presidencial, lo cual no había podido hacerse todavía. Pero ese problema del PRD no debía pagarlo el resto de la nación.
El documento enjuició con severidad el proceso de selección interno, pero ¿existía algún otro modo de valorarlo? Era inadmisi- ble que se pensara siquiera en la posibilidad de una reforma consti- tucional, que dado los plazos electorales resultaría en extremo trau- mática, para contribuir tan sólo a resolver un problema interno de un partido como el PRD que muy certeramente la Iglesia calificó como bochornoso.
Lo triste de ese espectáculo no era sólo el que se haya cínica- mente burlado la “voluntad popular libremente expresada en las urnas”, sino que sus protagonistas se ufanaran y disfrutaran de él como si estuviesen dando al país una lección de táctica política ini- gualable.
Los temores manifestados en el documento de la Conferencia del Episcopado eran más que justificados.
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El 28 de enero, el presidente Salvador Jorge Blanco anunció la solución de la candidatura reconociendo a Majluta, su rival, como el ganador de la convención de noviembre. Al anunciar el llamado “Pacto La Unión”, para todos los fines prácticos, su intervención pudo más que la convención, la Comisión de Escrutinio y todos los demás mecanismos partidarios puestos al servicio de la unidad del PRD.
Aún en el hipotético caso de que él o sus seguidores fueran los “instigadores” de la crisis partidaria, la verdad fue que el Presidente siempre se mantuvo, por lo menos en apariencia, lejos de las riva- lidades y de la lucha por la nominación presidencial. De pronto, y en momentos en que parecía agotada la paciencia nacional por la
grave situación creada a raíz de la convención del 24 de noviembre, el jefe del Estado brotó con una salida para las partes que todos aceptaron sin objeciones y en la que él, en el papel, aparentemente no se reservó nada para sí mismo.
De esta manera surgió como el gran componedor, el hombre dispuesto a situarse por encima de los sórdidos enfrentamientos que resquebrajaban a su partido al ceder, en aras de la unidad y el so- siego, la candidatura presidencial al hombre que todo el mundo, dentro y fuera del PRD, consideraba su rival y adversario más en- conado.
Al aceptar la victoria de Jacobo Majluta, a quien escasamente unos días había acusado de obstruir la labor del Gobierno en el Congreso, Jorge Blanco proyectó la imagen del poder que se in- clina ante la verdad y las evidencias. Es decir, del Presidente que le recuerda afablemente a un auditorio absorto por lo inesperado y sorprendente del anuncio, que él estando en capacidad de imponer soluciones por la fuerza, sacrifica ese poder en bien de la armonía del partido y de un proceso electoral libre y democrático.
Pero a la vez, al reconocer la victoria de su adversario consoli- daó su posición, pues además de fortalecer su imagen interna en el partido se las ingenió para obtener a cambio de ello posiciones cla- ves como las Secretaría General y la Secretaría General del Distrito, al través de las cuales le sería fácil asumir cierto y determinante con- trol de la maquinaria perredeísta. A Peña Gómez, quien podría ha- cerle sombra en el liderazgo partidario o disputarle la nominación presidencial en 1990, además de la candidatura vicepresidencial le entregó la Presidencia del partido, ambas más bien ceremoniales y en condiciones que parecían una concesión fruto de su desprendi- miento.
Jorge Blanco cedía a Majluta una posición muy ambicionada por este, a cambio de la cual se dio a sí mismo concesiones que de otra manera y bajo otras circunstancias probablemente le hubiera
sido imposible no solo obtener sino aspirar. De la misma forma en que el Presidente emergía como el gran victorioso del pacto, Peña Gómez resultó el perdedor indiscutible. Fue el único de los prota- gonistas del drama perredeísta salido de él virtualmente sin nada. A esto habría que agregar el hecho de que la opinión pública deduci- ría, tarde o temprano, que su aceptación del pacto era la admisión de su derrota, con todo lo que esto significaba para su imagen y prestigio como líder del partido.
Al imponer como una de las condiciones del acuerdo el com- promiso de prohibir mediante ley la reelección presidencial, el mandatario se aseguró por lo menos en teoría, la posibilidad de que Majluta no le cerrara el paso a su postulación en 1990 intentando un segundo mandato en el caso de que ganara las elecciones veni- deras. Y no hay que profundizar mucho para entender cuán más grande sería la proyección del jefe del Estado en la eventualidad de que Majluta perdiera, circunstancia de la que saldría mucho mejor parado como opción perredeísta para el futuro. Los resultados de las elecciones de mayo no permitieron que esa posibilidad se diera. Pero en la peor de las posibilidades, en el caso no desdeñable, dado el historial reciente del Síndico del Distrito, de que este decidiera renunciar a la candidatura vicepresidencial, como en efecto hizo, la victoria correspondería siempre al mandatario y solo afectó más la imagen de Peña. Le presentó como un hombre que firma un pacto de caballeros y dos horas después es incapaz de hacerle honor a su compromiso.
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Dos días después de anunciarse el “Pacto La Unión” el licen- ciado Hatuey Decamps renunció a la Secretaria de Estado de la Presidencia.
Cuando se le preguntó, si su renuncia obedecía al propósito de luchar por la nominación presidencial en 1990 del Presidente, res- pondió con un tono de indignación diciendo que él no era hombre
de prestarse “a componendas y vagabunderías”. Al leer estas cosas, uno se sentía obligado a preguntarse “¿Pensaba acaso el licenciado Decamps que se prestaba a ello cuando propugnó en 1982 por la candidatura del mandatario?”
Al referirse a su propio futuro político y a su relación con el Presidente, Decamps hizo saber que su compromiso con el doctor Salvador Jorge Blanco finalizaba el 16 de agosto, fecha en que de- bía ceder el poder a quien resultó electo en las elecciones del 16 de mayo. Tras enjuiciar el llamado Pacto “La Unión”, anunciado por el Presidente, y que parecía haber sellado las grietas en el Partido Revolucionario Dominicano, Decamps dijo que era opuesto pero que por su amor al partido le aceptaba y para trabajar por una nueva victoria electoral en los comicios venideros a través de la Secretaría General del PRD, posición a la que llegaba por virtud de ese pacto.
Para la generalidad de las personas que incursionan en la vida política, resulta más conveniente la amistad de un Presidente que la de un exjefe de Estado. Es comprensible. La soledad del poder, que uno de los líderes nacionales describió una vez, parece ser la tragedia final que la Presidencia reserva a aquellos que la ejercen. Es en ese momento de profunda incertidumbre cuando el golpe de la ingratitud debe doler verdaderamente. Lo sufrió Joaquín Balaguer y aparentemente no pudo tolerarlo su sucesor, el fenecido Antonio Guzmán. Y a su tiempo golpearía también al doctor Jorge Blanco. Y así fue.
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En la primera semana de febrero, la amenaza de los seguidores en el Congreso del candidato gubernamental Jacobo Majluta de suprimir el Registro Electoral para permitir el sufragio con la sola presentación de la Cédula Personal de Identidad, encontró rápida resistencia. A menos de tres meses y medio de la consulta cívi- ca, nada podía resultar tan preocupante para la nación como este intento de adulterar la ley mediante un proyecto que la mayoría
oficialista podría imponer, de la misma forma en que el Congreso extendió, pese a los alegatos técnicos de la Junta Central Electoral, el plazo para la inscripción en el Registro de votantes.
Ante estas inquietudes, Majluta debió de haber sido el prime- ro en hacer oír su voz en contra de tal proyecto. Su silencio, sin embargo, se interpretó como señal de aprobación, consciente tal vez de las ventajas que esa prolongación de plazos, primero, y este intento contra la Ley del Registro Electoral, ahora, conllevaba para sus aspiraciones.
La debilidad del sistema democrático nacional no resistía la anulación del Registro como un requisito indispensable para el ejer- cicio del sufragio. Los alegatos de que lo que era igual no era venta- ja, queriendo significar con ello que la oposición tendría las mismas posibilidades de fraude que el oficialismo, carecían de fundamento y caían por su propio peso, pues la fuerza y el poder estaban del lado del partido en el Gobierno.
Si la causa de esa aventura residía en los atrasos del PRD en dotar a su militancia de los carnets de votantes, como parecía que lo hicieron a su debido tiempo los demás partidos, ese era un pro- blema interno cuya única y absoluta responsabilidad reposaba en sus dirigentes, entretenidos durante meses en reyertas intestinas eu- femísticamente denominadas “luchas de tendencias”. Ya el PRD había obtenido un plazo a su favor de 15 días, improcedente si se tomaba en cuenta la capacidad técnica y la limitación de recursos que afectaban las labores de la Junta Electoral, y no parecía confor- me tampoco con la prórroga adicional que la mayoría oficialista se concedió a sí misma, en violación a los cánones y procedimientos legales existentes.
No existía la más mínima posibilidad de que puedieran cele- brarse elecciones libres y democráticas, si se anulaba el Registro Elec- toral y se permitía el sufragio con la sola presentación de la Cédula
de Identidad. Una modificación de esta naturaleza resultante de una iniciativa oficialista era una admisión de intenciones y propósitos.
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La propuesta para eliminar el Registro Electoral dominó los titulares la segunda semana de febrero. Los argumentos presenta- dos por los dirigentes del partido en el poder para hacer valer sus puntos de vistas favorables a la supresión del Registro, carecían de sustentación y caían por su propio peso. La culpa de que el PRD no preparara a su militancia, o mejor dicho a parte de esta para votar, proveyéndola a tiempo del Registro debido a sus luchas internas, entraba dentro del campo de la responsabilidad partidaria y el siste- ma institucional dominicano no debía pagar por ello.
El hecho de que en 1966 se votara sin Registro, como alegara el presidente del partido, José Francisco Peña Gómez, se explicaba por la circunstancia de que entonces no existía. Pero su implantación y uso en elecciones posteriores, constituyeron pasos fundamentales para el fortalecimiento de la democracia dominicana. Volver atrás, para satisfacer única y exclusivamente las necesidades de un grupo político, significaba un retroceso.
En cierta medida la ampliación de los plazos de inscripción en el Registró favorecía a todos los partidos y no se podría por tanto alegar discriminación hacia el grupo oficialista. Sin embargo, mo- vía a preocupación el que las cámaras, actuando exclusivamente en función del interés de la mayoría, pasaron por el alto el hecho fundamental de que la Junta Central Electoral carecía de recursos técnicos y económicos, para enfrentar estas prórrogas dada la proxi- midad de los comicios.
Todas esas propuestas enturbiaron el proceso electoral. La de- mocracia dominicana, por madura que pareciera estaba todavía en una fase de la que difícilmente saldría airosa de un intento por des-
naturalizar o cambiar por la fuerza o mediante una adulteración de los escrutinios el curso de la voluntad popular.
Los partidos actuaban en febrero como si olvidaran que las elecciones eran dentro de apenas tres meses y todas esas maniobras conspiraban de una forma u otra contra la pulcritud del proceso. Su importancia radicaba no en quién resultara electo, sino más bien por la oportunidad que ofrecía al pueblo de ejercer el derecho a escoger con libertad y encauzar el rumbo en momentos difíciles.
Por eso, fue inexplicable que la Junta Electoral no se opusiera a la ley que extendió el plazo para la inscripción en el Registro. Lo fue por igual la tibieza con que los principales partidos de oposición se opusieron a la supresión de uno de los pilares fundamentales del sis- tema electoral dominicano. Parecía como si en el fondo ninguno de ellos captara la gravedad de la amenaza latente en esos propósitos.
Los temores de que la eliminación del Registro provocara una tergiversación de las inclinaciones del electorado mediante la vota- ción fraudulenta tenían sentido. Se denunció la expedición de miles de cédulas a haitianos y menores, con el propósito de mejorar las posibilidades electorales de los candidatos oficialistas. Aunque esto último fuera incierto, el desmesurado interés del PRD en cambiar los métodos de votación y la tenaz negativa del Gobierno a transfe- rir las oficialías del Estado Civil y las oficinas de la Dirección de la Cédula de Identidad a la jurisdicción de la Junta Central Electoral, alimentaban las suspicacias, sembrando dudas en la oposición.
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En mayor o en menor medida, la democracia dominicana había estado sustentada a lo largo de los últimos 20 años en el caudillis- mo. El dedo del “líder” se movía siempre para catapultar la carrera de un político o burócrata mediocre o para sepultar las aspiraciones de un joven prometedor con ideas e iniciativas propias.
Durante sus 12 años de Presidencia el dedo de Joaquín Bala- guer ejerció un poder mágico entre sus adeptos y seguidores, pues ese hecho aparentemente insignificante, imperceptible, podía ser la diferencia entre el éxito y el fracaso. Todavía, mientras se aproxima- ba al ocaso de su vida política, el embrujo de esa señal ejercía un encanto singular entre aquellos miles de seguidores que aguardaban un gesto suyo para lograr una nominación congresual o un puesto en el Gobierno en la eventualidad de una nueva victoria electoral.
Guardando las proporciones, otro dedo tan poderoso, el del expresidente Juan Bosch, se levantó más de una vez para hacer de políticos grises hombres prometedores o destruir lo que parecían carreras políticas brillantes. Y José Francisco Peña Gómez se ufanó en más de una oportunidad del poder iluminador de su dedo para hacer diputados, senadores y hasta presidentes de la República.
El más sorprendente de todos los señalamientos de esos años, sin embargo, lo ha dado el dedo del presidente Salvador Jorge Blan- co, al “cederle” a Jacobo Majluta la candidatura presidencial del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Uno de los éxitos po- líticos más notables del mandatario fue, sin duda, el llamado Pacto “La Unión”, de su absoluta propiedad e iniciativa. Y uno de los mayores errores de Majluta fue aceptarlo así no más sin poner como condición que el partido reconociera públicamente su victoria en la convención del 24 de noviembre pasado.
Como quiera que se le mirara, Majluta se convirtió así como un candidato de facto. El hecho de que Jorge Blanco le llamara al Palacio para informarle de su decisión de auspiciar un arreglo a la crisis interna sobre la base de su designación como candidato, era la más clara indicación de que sus adversarios en el PRD se rendían ante las evidencias aplastantes de su triunfo en la convención.
El pacto era fundamental para resolver la aguda crisis que man- tenía al borde del precipicio al partido. Ni la gente del Gobierno, ni
del Bloque Institucional -por lo menos entre sus más altas instan- cias-, podían permitirse en las circunstancias creadas prolongar más una situación que rápida y firmemente se le escapaba de las manos y amenazaba con tragarse al partido y sumirlo en un caos incontro- lable en la proximidad de un proceso en el que se ponía en juego el poder. De manera, que desde ese punto de vista Majluta tenía una ventaja enorme sobre sus adversarios en el partido y le hubiese sido muy fácil imponer condiciones.
Fuera del partido, Majluta proyectaba la imagen de un políti- co demasiado aferrado a sus ambiciones presidenciales. Se le creía capaz de llegar a cualquier transacción con tal de alcanzar su meta. Y la forma en que aceptó la propuesta presidencial que le dio final- mente la candidatura pareció confirmarlo así. Majluta era cierta- mente el candidato. Pero su triunfo, si en verdad lo obtuvo como parecía haber sido, fue mediatizado por sus adversarios en el PRD. A escasos tres meses de las elecciones no poseía la seguridad de que toda la maquinaria se pondría efectivamente al servicio de su candi- datura. En esos días, Peña Gómez le planteó condiciones para apo- yarle, condiciones que de hecho le despojarían de una buena parte del Gobierno y del Congreso y que él finalmente se vió forzado a aceptar, como consecuencia directa y lógica del Pacto La Unión.
Por todo ello insisto en que si hubo un verdadero ganador en la solución de la crisis perredeísta, lo fue el Presidente de la República. Jorge Blanco demostró más habilidad y capacidad de maniobra que los demás líderes del PRD. Majluta obtuvo tal vez lo que quería, pero eso no era mucho tomando en cuenta que él ganó la conven- ción del 24 de noviembre.
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El breve reinado de ocho años llega a su fin
Mientras el Partido Revolucionario Dominicano se desgarraba en estériles reyertas internas, el Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) se ocupaba de proveer a su militancia de cédulas de iden- tidad y registros electorales. De buenas a primera, los líderes del partido en el poder se percataron de que a despecho de la ingente publicidad lograda por conducto de sus enfrentamientos, habían quedado a la zaga en la fase más importante de la campaña electoral y que como consecuencia de ese descuido y la creciente impopulari- dad del partido y el Gobierno el poder se les escapaba de las manos.
En ese estado de cosas era necesario prolongar los plazos para las inscripciones en el Registro y preservar el control de las oficinas de la Cédula y las oficialías del Estado Civil. El temor los llevó a ig- norar y pisotear preceptos constitucionales. Impusieron su mayoría congresual para una primera prórroga del Registro y revalorizaron aquello de que la Constitución es un simple “pedazo de papel”, aprobando en forma atropellante una nueva prórroga.
El cuadro electoral dominicano presentaba el 13 de febrero tres características interesantes: el triunfalismo excesivo del PRSC, contra el cual había advertido el expresidente Joaquín Balaguer; el crecimiento del PLD, no lo suficiente sin embargo para conquistar el poder, y los profundos temores del partido oficialista.
Estos temores se fundamentaban en el conocimiento de la rea- lidad política a la que se enfrentaban. Por mucho respaldo que el senador Jacobo Majluta concitara en sectores ajenos al PRD, las di- visiones internas de la organización, profundizadas por la renuencia del síndico José Francisco Peña Gómez y sus seguidores a alistarse en la campaña majlutista, afectaban sus posibilidades electorales.
Cuando se hablaba de las ventajas que el PRSC tenía sobre el PRD en materia de campaña electoral, no se circunscribía al hecho de que los partidarios de Balaguer estuvieran delante en cuanto a
cédula y registro electorales se refería, sino a cuestiones de mayor peso todavía. Los perredeístas no habían puesto en marcha su ma- quinaria electoral, oxidada en opinión de muchos de sus más con- notados dirigentes. Incluso la militancia desconocía a escasos tres meses de la fecha de los comicios quienes serían definitivamente sus candidatos.
Mientras tenían lugar las “luchas” intestinas que devoraban parte de la dinámica perredeísta y petrificaban su vitalidad, los re- formistas ponían en marcha sus convenciones y se preparaban para la gran prueba del 16 de mayo. Las convenciones para la elección de candidatos municipales y congresuales del PRD tuvieron que hacerse en medio de una seria y profunda división y a la carrera.
Las heridas provocadas a lo largo del conflicto sangraron de nuevo a causa de esas selecciones apresuradas. Quedaron afectadas muchas aspiraciones legítimas porque los intereses de “tendencias” impusieron candidaturas que alimentaron el disgusto de las bases del partido. Todo ello se reflejó en la candidatura presidencial y finalmente en las posibilidades electorales del oficialismo.
Esto explicaba aunque de manera alguna la justificaba, la ac- titud del PRD y de las autoridades frente al Registro y el reclamo de la Junta Central Electoral de asumir el control de las oficinas de expedición de cédulas y las oficinas de la Oficialía del Estado Civil. El problema para el partido era que sus errores y fallas no podían ni debían pagarlo los demás. Si el PRD consideró más apropiado enfrascarse en luchas internas, conscientes de las ventajas publicita- rias, en lugar de prepararse efectivamente para la prueba del 16 de mayo, ese era asunto suyo.
El peligro real que preocupaba cada día a mayor número de dominicanos era que al tanto de esa realidad y de su significado en términos electorales, los líderes del perredeísmo se sintieran incli- nados a jugar con la democracia dominicana y sus instituciones,
con la misma gracia y soltura con que lo hacían por años con sus propios conflictos internos.
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En medio del fragor electoral, se acentuó el problema de los combustibles. Así como el Gobierno subió los precios de los de- rivados del petróleo con cada aumento del crudo era justo esperar que los bajara en la proporción en que los costos de estos descen- dían con la caída del mercado.
Una de las políticas más perniciosa para la estabilidad social de la nación ha sido la de imponer sobre los grandes núcleos de pobla- ción las cargas más pesadas. No era honesto pretender que el públi- co siguiera pagando los derivados del petróleo a los niveles absur- damente altos existentes, solo para financiar déficits de sectores de la administración pública. Lo menos que podía esperarse era que si la Refinería, la Corporación de Electricidad, CORDE o la azuca- rera estatal, no podían sostenerse por sí mismo, el Gobierno saliera de esos fardos que tantas molestias provocaban y tanta corrupción alentaban. La propiedad de numerosas empresas por el Estado se sostenía única y exclusivamente en premisas demagógicas.
Muchos de los males residían en la persistencia del sector pú- blico en aferrarse a negocios y actividades para los que no poseían vocación ni capacidad. Las empresas del Estado, incluso aquellas del área de los servicios públicos llamadas a desempeñar un papel de carácter social, apenas servían para financiar campañas y sostener militancias partidarias. El país pagaba por ello un alto precio.
Nadie tenía fe en aquello de que se requiere de sacrificios para garantizar la salud económica de la República. Por ello se exigían reducciones de precios que la razón, la justicia y la economía suge- rían. Principalmente porque el público no observaba en la buro- cracia ningún esfuerzo serio y persistente para acomodarse a esas exigencias de la hora.
El desarrollo conlleva cierto grado de justicia social y bienestar. Si la caída del mercado petrolero no representaba un aligeramiento de las cargas puestas sobre las espaldas de la población de escasos y fijos ingresos, sobre la clase media en sentido general, carecía de sentido explicar que el país se beneficiaba de ello. El progreso de la nación debe ser la suma del bienestar de su gente. Si el mejoramien- to de la economía solo favorecía a una casta o a una minoría privile- giada, adherida al poder, muy pocos se sentirán alentados a trabajar por esa causa. Se precisaba de una distribución justa y equitativa del bienestar para que tuviera sentido y se reflejara en una reactivación dinámica de la economía.
Se imponía una reducción sustancial, como reclamaban eco- nomistas y políticos, de los precios de los combustibles. Una re- ducción a tono con los ahorros que la caída de las cotizaciones in- ternacionales del producto significaban para el Gobierno. Aquello de que una rebaja de los combustibles resultaría en una sangría de divisas por el aumento que implicaría en el consumo de gasolina, gasoil, gas propano, etc., no lo reconocían las estadísticas. Y en el caso hipotético que así fuere ¿qué importa?, si ello implicaba una mejoría significativa en el costo de la vida, que alcanzó niveles asfi- xiantes para las grandes masas de la población dominicana.
Una rebaja de los combustibles tenía necesariamente que refle- jarse en los costos de una inmensa variedad de productos afectados por el alza del petróleo, los fletes y los servicios. La inflación seguía subiendo, por más que los funcionarios del área económica sostu- vieran que se vivía en algo así como una especie de paraíso terrenal en comparación con otros países de la región.
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La negativa de las autoridades de ceder las facilidades del Tea- tro Nacional para la presentación de un espectáculo basado en la musicalización de versos del expresidente Joaquín Balaguer, fue una de esas frecuentes mezquindades propias de los prejuicios que
los dominicanos nos vemos obligados a padecer como secuela na- tural del deterioro del debate político. Cuánto quisiera uno que esas manifestaciones de pobreza espiritual fueran solo el fruto de la ignorancia de algunos funcionarios públicos desprovistos de toda sensibilidad artística.
Qué pena que esas cosas ocurieran y se desautorizara también la puesta en escena de un drama basado en una obra de otro expre- sidente y escritor, el profesor Juan Bosch, con el pretexto de que el guión no llenaba los requerimientos que demanda una instalación como el Teatro Nacional. Principalmente porque allí, unos años atrás, bajo una administración perredeísta, se cedieron el Teatro y la Sinfónica para simular un concierto bajo la dirección del humorista Freddy Beras Goico.
“La Música de sus versos, Joaquín Balaguer”, presentado el sá- bado 22 de febrero en el Hotel Concorde después de fallidos inten- tos por llevarlo al Teatro Nacional, fue un espectáculo de sobriedad y belleza incomparables. Digno de cualquier sala teatral, en el que destacaron no solo la calidad artística de intérpretes (el mejor elen- co de cantantes, compositores y arreglistas dominicanos), sino la originalidad del espectáculo, su elegante montaje carente de oropel, y su fina concepción.
Una función que mostró el lado poético de Balaguer. La músi- ca que vivía en su interior y que muchas veces afloró en su actividad política, impregnando a esta de encanto y seducción, elevándola so- bre la mediocridad y el mal gusto que frecuentemente caracterizan el ambiente político nacional. Como si en medio del duro bregar diario de las convenciones, los mítines y los conciliábulos políticos, el poeta que no había muerto en él, gritara desde un arcano lugar en su corazón: “Estoy aquí, desgarrado, como un rosal que no florece, aunque lleno de ternura”.
Como si en verdad, “a pesar del tiempo que ha pasado”, su vie- ja herida permaneciera abierta. Todo lo cual no impedía inspiración
para encontrar en ese viejo amor que alguien dejó, como dicen sus versos, sin respuesta, “un sentimiento mezclado con candor” que hace por igual feliz, “porque una amistad pura vale más que un amor”.
Qué reconfortante era saber que la batalla política no mató al poeta y que por el contrario este era capaz de imprimirle un poco de lírica y sentimiento a una actividad que todos damos como sórdida, en la que no tienen cabida ni el candor ni la ternura.
“La música de sus versos”, en suma, proyectó al autor en otro plano. Ofreció a las nuevas generaciones, donde se encontraban mu- chos de sus seguidores, una faceta distinta pero real y condenada- mente humana del líder que medio siglo de combates, triunfos y derrotas presentaban a veces desprovisto de sensibilidad y sentimien- tos.
Los intérpretes, arreglistas, músicos y todos los que en una for- ma u otra tomaron parte en el espectáculo, lograron magistralmen- te mostrar al público la cara desconocida de Balaguer. Una faceta de su vida que él se empeñó en proteger dentro de un manto de secreto y veneración, pero que traicionaba cada verso suyo al sentir “cuando pasó por tu lado, que esa ilusión que imaginaba muerta vuelve como un fantasma del pasado”.
En suma, su parte virgen que no podía ocultar la pena y el dolor que se filtran en estos versos que la música de Carlo María Echenique y el arreglo de Jorge Taveras, hicieron todavía más ma- ravillosos:
“Cuando todo esté triste y haya solo zarzales San Francisco Divi- no, San Francisco doliente, cuando ya en el camino no florezcan rosales cógeme de la mano y acércame a la fuente
“Dame paz, mucha paz, toda la paz divina que floreció en tu alma de celeste pastor y amor para el perverso que me puso una espina en la mano que llevo tendida hacia la flora”.
“Cuando todo esté triste y haya sólo zarzales cuando ya en el ca- mino no florezcan rosales dame paz, mucha paz, toda la paz divina”.
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Un análisis frío del tipo de actividad realizada por el expre- sidente Joaquín Balaguer entre 1978 y 1982, especialmente este último, demostraba que en 1986 estaba decidido a reconquistar el poder. Hacía entonces lo que en ninguna de las dos oportunidades anteriores hizo.
Alguna gente abrigaba dudas de que Balaguer deseara ganar las elecciones, en el alegato de que tenía reservas respecto a su ca- pacidad para el ejercicio del poder, solo porque su campaña no era virulenta y dejaba pasar oportunidades inmejorables para atacar al Gobierno en el terreno movedizo en que desde allí se le combatía. Una errónea percepción. La causa de que no utilizara esos recur- sos propagandísticos se derivaba sencillamente de su propio estilo y temperamento.
Sin embargo, la apretada y fatigosa actividad proselitista de Ba- laguer marchaba en el camino correcto si se le consideraba dentro del marco de su estilo personal de ver las cosas. Uno de los errores que más frecuentemente se cometían al evaluar la personalidad y la trayectoria política del exmandatario era la de proceder con arreglo a patrones que si bien encajaban en otros dirigentes distaban de ser útil con respecto a él.
Si se observa lo hecho por cada partido había hecho tenía que admitirse sin ambages que el PRSC y Balaguer llevaban una venta- ja considerable sobre el partido oficialista, el PRD y su candidato presidencial, Jacobo Majluta, en muchos campos de la campaña electoral. El más notable, por ejemplo, era el de la selección de can- didatos municipales.
Sin demasiados aspavientos el PRSC había resuelto en febrero este asunto en una buena parte de los municipios, con Balaguer
presidiendo personalmente las convenciones. Sin embargo, el PRD no había escogido todavía a ningún candidato, salvo el presiden- cial, y esa labor fue delegada a la poca democrática autoridad de un comité de nueve miembros, entre los cuales prevalecían, como en cualquier grupo elitista, criterios ajenos al interés general de las masas del partido.
Sin prejuicios, los sistemas de selección de candidaturas en el PRSC obedecían a criterios mucho más democráticos que los del partido en el poder, porque en definitiva a despecho de la conven- ción del 24 de noviembre, la candidatura presidencial de Majluta terminó siendo fruto de un arreglo de aposento. Ocurrió en lo que concernía a la selección de candidaturas municipales y congresua- les, puesto que fue evidente la manera en que los intereses de “ten- dencias” primaron a despecho y en detrimento de las aspiraciones legítimas de las bases.
La prioridad dada por Balaguer a los asuntos municipales pro- porcionó una dinámica electoral extraordinaria al PRSC. Su deci- sión de dejar para un último momento la sensitiva cuestión de la candidatura vicepresidencial obedecía, vista en el contexto de su comportamiento general de campaña, a una estrategia adecuada- mente concebida. Si bien constituía una cuestión fundamental, dada las limitaciones visuales conocidas del expresidente, se trataba de un problema menor si se tomaba en cuenta que ella entraba en el marco de sus atribuciones personales como candidato virtual, tal y como lo establecían los estatutos del partido.
De nada servía poner atención prioritaria a este aspecto y re- legar a un plano secundario el problema municipal, cuando existía la presunción de que la ausencia de una dinámica interna efectiva había sido en el pasado la causa fundamental de dos derrotas elec- torales del Partido Reformista, ya Social Cristiano.
La actuación y entrega de Balaguer a la campaña electoral su- gería su intención decidida de ganar la Presidencia. El hecho de
haber aceptado un itinerario tan riguroso demostró que no temía al esfuerzo físico que entraña una campaña activa contra un oponente poderoso y dotado de grandes recursos.
El que en un momento le diera un “mareo” carecía de impor- tancia. De todas formas no era un hombre de 40 años, aunque su rutina y su estado físico y mental, a sus mas de 70 años, era más óptimo de lo que a simple vista parecía el de algunos de sus adver- sarios qué antes de llegar a los 50 sufrieron el embate de dolencias cardiacas.
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A finales de febrero, la candidatura presidencial del licenciado Jacobo Majluta parecía estar desinflándose, a pesar de las apariencias que pudieran resultar de la inmensa afluencia de público a sus ma- nifestaciones de campaña. Las últimas encuestas lo situaban puntos detrás del expresidente Joaquín Balaguer, en carrera descendente.
Según datos parciales de una encuesta realizada por una firma norteamericana contratada por el Gobierno, la ventaja del candi- dato opositor aumentó después del llamado pacto “La Unión”, que consagró la candidatura oficialista. Varios factores afectaban las po- sibilidades electorales del presidente del Senado y empantanaban sus esfuerzos. Los más importantes eran la asociación de último momento con el sector gubernamental, al que tanto censuró duran- te los tres años anteriores y la falta de entusiasmo de la tendencia del síndico José Francisco Peña Gómez, que de hecho no se incorpora- ba a la campaña presidencial.
Por más justificativos que se le buscara, el cambio de actitud de Majluta frente al Gobierno redujo la credibilidad de su candidatura. De buenas a primera, y a raíz del acuerdo de aposento que superó la crisis derivada de la malograda convención del 24 de noviembre, su posición frente a las medidas económicas de la administración del presidente Salvador Jorge Blanco fue modificada drásticamente. De la crítica dura y agresiva pasó al silencio. Su promesa de velar por
los intereses de las mayorías desamparadas, cedió lugar a los com- promisos resultantes de un arreglo formulado y suscrito a espaldas de la militancia que su candidatura alegaba representar.
Su gente repetía sin cesar la necesidad de que los precios de los combustibles reflejaran la realidad del descenso de los precios del mercado mundial del petróleo. Sin embargo, de sus predios no salía la primera voz de aliento o de respaldo a las protestas de aquellos sectores que se sentían defraudados por el poco monto de las reduc- ciones de los derivados anunciados por el Poder Ejecutivo.
Aun cuando Peña Gómez exhortara a los seguidores de su Blo- que Institucional a integrarse de lleno a la campaña electoral, no ocurría y el propio Peña no parecía propenso a dar el ejemplo, ni entusiasmado con la idea. Una ventaja para Majluta era que el sín- dico aceptara la nominación para la Senaduría del Distrito. Ello, sin duda, fortalecería su candidatura. Pero Peña temía probablemente a la posibilidad de una nueva derrota, la que terminaría sepultando su liderazgo político resquebrajado incluso en las propias filas de su partido.
Majluta parecía haber perdido incluso la iniciativa en materia de pauta en la propaganda electoral. Algunos anuncios pagados en la prensa dieron la impresión que cedía a la tentación de abdicar a las directrices del Palacio en ese campo o simplemente no tenía ninguna clase de control sobre su nuevo aliado.
En efecto, el tipo de publicidad denostando al virtual candi- dato opositor, Joaquín Balaguer, por la situación de los derechos humanos durante su administración de doce años, afectó conside- rablemente a Majluta, puesto que las erosiones a esos derechos en los regímenes del PRD eran más recientes y estaban por tanto más frescas en la imaginación del electorado. ¿Será acaso esa publicidad una invitación reiterada a la oposición para desviar deliberadamen- te el debate electoral a un terreno tan movedizo como ese? ¿Qué
utilidad práctica podía extraerse de ese enfoque, cuando casi a dia- rio los periódicos traían notas de asesinatos y otros atropellos?
Con todos esos factores en su contra, Majluta necesitaba con premura dar un sesgo dramático a su estrategia de campaña. Espe- cialmente porque la selección de candidatos a cargos municipales y congresuales creó nuevos problemas a la frágil unidad del PRD.
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El procurador general de la República, Américo Espinal Hued, reveló en conferencia de prensa el 28 de febrero, la presunta existen- cia de un plan para asesinarme junto a otros dos columnistas. Tan intranquilizador como el plan mismo fue el procedimiento utiliza- do por el funcionario. En lo que a mi familia respecta, pudo aho- rrarnos el desasosiego que esa noticia significaba. En lo que a mi concernía, la ejecución de tan macabro plan no conllevaba muchas dificultades. Andaba desarmado y mis obligaciones cotidianas me ataban a una rutina fácil de seguir.
Ninguna autoridad me informó previamente de la existencia de ese plan. Por tanto las declaraciones públicas del Procurador tu- vieron el impacto mismo de un proyectil. Vivir sabiendo que uno está marcado, perseguido y señalado por unos asesinos, es casi como morir un poco. Si el Procurador sabía, como aparentemente dijo en la conferencia de prensa de dónde provenían las amenazas, ya que mencionó específicamente al Partido Reformista, no me quedó más remedio que preguntarme: ¿Por qué no han sido detenidos?
Él dijo claramente que esos asesinos nos seguían de cerca a mí, como a Radhamés Gómez Pepín, director de El Nacional, y al escri- tor Melvin Mañón. Por tanto, las autoridades poseían la identidad de algunos de ellos. ¿Cuál era entonces el interés? ¿Acaso preferían que el crimen se consumara?
Si alguna amenaza real existía contra mí se debía a mis creen- cias, a mis artículos. Toda mi vida profesional se caracterizaba por el ejercicio de la crítica. Mis artículos molestaban a mucha gente. Y a
diferencia de otros colegas carecía de un lugar, un centro de poder, en donde guarecerme. Antes que la divulgación pública de tales planes, el Procurador estaba en la obligación de informarme y do- tarme de la protección necesaria. Todo lo que consiguió fue alterar mi vida y llenar de desasosiego e inquietud a un hogar tranquilo.
La única justificación que tendría una denuncia pública de esta naturaleza era el convencimiento de que el control de dicho plan escapara a la jurisdicción de la autoridad oficial. Y eso significaría que la denuncia no fue más que un grito de desesperación ante su propia incompetencia. Insistí en que debí haber sido informado previamente. Y que se me debió conceder la oportunidad de deci- dir si la existencia de dicho plan quedaba en un marco de absoluto secreto o bajo el dominio público. Uno siempre debe preservar el derecho a la tranquilidad de la familia. Y esto fue lo que me había sido violado.
De todas maneras, hacía tiempo que sacando valor del miedo que me produce cada artículo mío, aprendí que uno debe como aconsejaba Jorge Vals, decir y vivir de acuerdo con su verdad y “aceptar las consecuencias”.
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A comienzos de marzo, el Gobierno concluyó los trámites de la renegociación de la deuda externa dominicana. El hecho recibió la consabida publicidad que aquí y en cualquier parte suele conceder- se a todo acontecimiento aprovechable para fines políticos.
Sin embargo, contrario al sentir oficial, la renegociación no so- lucionaba el más grave de los problemas del país que era a mi juicio el desempleo. El nivel de cesantes era demasiado grande como para que la deuda externa a pesar de su monto, constituyera una calami- dad mayor. La prueba era que el Gobierno a pesar de las adversas condiciones en que se desenvolvía la economía, logró sin mayores dificultades aplacar los temores de la banca y posponer los plazos para el pago de las acreencias.
En el desempleo se encontraba, tal vez como en ningún otro elemento de la crisis nacional, un explosivo conjunto de factores que podría derivar con facilidad en un caos social de repercusiones profundas. Las posibilidades del Estado de hacer frente con éxito al problema eran muy escasas. De manera que todas las esperanzas de- bían cifrarse en la capacidad de la iniciativa privada para generar su- ficiente actividad económica para llenar las expectativas existentes.
Estaba claro, empero, que solo sobre cimientos seguros y estí- mulos y garantías, podía dicho sector embarcarse en las inversiones y en la creación de actividades capaces de suplir la oferta de ocupa- ción laboral que la creciente población dominicana demandaba sin mayores dilaciones. Las políticas gubernamentales debían tener en cuenta esa premisa y actuar en consonancia con la realidad nacional dura y sombría.
Por desgracia la acción oficial no marchaba en esa dirección. En los últimos años, la influencia estatal en la economía creció en proporciones alarmantes en desmedro de la actividad privada. Ne- gocios y actividades económicas tradicionalmente pertenecientes a la esfera del comportamiento privado, pasaron a ser parte del desen- volvimiento gubernamental que se movía y actuaba cada vez en un ámbito mayor en el que su capacidad de acción se vuelve, por ende, más ineficiente.
La extensión de la esfera pública a áreas en las cuales su ex- periencia y capacidad de movimiento eran escasas o nulas, tuvo como seguro resultado una hipertrofia de la burocracia con un con- siguiente aumento de las cargas fiscales. En la medida en que el aparato burocrático crecía en forma desmedida y sin planificación y objetivos disminuía la capacidad del Estado de atender con eficien- cia las necesidades imperantes dentro de su radio natural de acción.
El proselitismo era uno de los elementos más distorsionantes de la economía nacional. Los gobiernos buscaban en el manejo de la administración pública los recursos necesarios para financiar una
clientela partidaria voraz que sustituya con el compromiso su falta de visión e imaginación para enfrentar las enormes dificultades in- herentes a la crisis.
Las autoridades lograron su propósito de renegociar la deu- da externa con la banca privada internacional. Los términos de la renegociación pudieron ser, como dijo la versión oficial, los más óptimos dentro de las circunstancias en que fue manejada. Pero con ello, a despecho de cuanto se afirmó, no se planteó solución al más perentorio de los problemas nacionales pues el desempleo si- guió igual, mientras la inflación aumentaba en forma que hizo más difícil de sobrellevar esa enorme carga social y económica.
Era evidente que no existía una política general efectiva para combatir la desocupación. Las autoridades enfocaron el mal hi- pertrofiando más los gastos corrientes del presupuesto. Y eso solo contribuyó a empeorar la situación. De todas formas, había que saludar la renegociación de la deuda. Su conclusión fue una noticia alentadora para la economía.
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Los asuntos en el Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) se manejaban con un criterio más amplio y abierto que en el Parti- do Revolucionario Dominicano (PRD) a medida que avanzaba el mes de marzo. Las viejas tradiciones democráticas de participación de la militancia en las decisiones cumbres del partido, cedían ante el empuje de los conciliábulos de aposento en el grupo oficialista.
La convención del 24 de noviembre, mostrada antes de su rea- lización como un ejemplo sin igual de democracia interna, resultó un fiasco. Al final la decisión de las mayorías expresada en las urnas careció de relevancia. La candidatura presidencial fue el resultado de un acuerdo de intereses al más alto nivel y no fruto de la volun- tad de las bases del partido. Los perredeístas tenían dificultades para escoger el resto de sus candidaturas. A solo un mes y días de las elecciones no habían celebrado una sola convención municipal
y era un secreto a voces las enormes diferencias existentes a nivel de “tendencias” para tomar una decisión con respecto a las nominacio- nes congresuales.
Persistían además las desavenencias que obstaculizaban una in- tegración total de los diferentes grupos en la campaña del candida- to oficialista. Todos los indicios sugerían como finalmente sucedió que en la selección final de candidatos primarían criterios elitistas, destinados a favorecer más los intereses de “tendencias” que a las legítimas aspiraciones de las bases. Esto naturalmente profundizó el descontento y afectaría las posibilidades electorales del candidato oficial.
Al final y contra todas las predicciones, los candidatos del PRSC fueron expresión más auténtica del sentir de las mayorías de ese partido que los del PRD. En este último, las sórdidas luchas internas desplazaban la voluntad de la militancia en beneficio único y directo de un pequeño grupo de dirigentes al frente de parcelas que se erigían en verdaderos centros internos de poder. En los pre- dios oficialistas existía un fundado temor por la eventualidad de una derrota el 16 de mayo. Era lógico que así fuera si se tomaba en cuenta que nadie mejor que la dirigencia del PRD debía de estar consciente de las ventajas que en materia de trabajo político electo- ral le llevaban los reformistas.
Mientras el PRD se desgarraba en reyertas internas, el PRSC llevaba a cabo convención tras convención, resolviendo a tiempo y sin estridencias la cuestión fundamental de las candidaturas muni- cipales, como un paso previo a las nominaciones para el Congreso. El hecho de que el PRD no pudiera hacer lo mismo lo situó en desventaja frente a su principal contendor.
Además, el tiempo no le fue suficiente para superar esos terri- bles atrasos, con el agravante de tampoco haber podido superar las causas de sus rencillas lo cual mantenía inalterables los obstáculos que paralizaron su dinámica interna. Uno de los problemas ma-
yores derivados del sistema del PRD para escoger sus candidatos al Congreso estribó en que fue el resultado de arreglos que favorece- rieron las mismas caras sobre las que las bases volcaban su descon- tento. Y tenía que ser así, porque la lucha interna se planteó como un asunto de supervivencia y equilibrio político, definido gráfica- mente por un dirigente como “una necesidad para evitar que una tendencia se trague a la otra”.
Los restos de democracia interna que tanto brillo dieron en el pasado al PRD, se diluían ante las urgencias y prioridades de los grupos que combatían por el control del partido y las posiciones municipales y congresuales.
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El domingo 16 de marzo, con los auspicios de la Iglesia Cató- lica, los dominicanos tuvieron una Jornada de Oración por la Paz. No se trató de una cruzada exclusiva para católicos. En ella partici- paron los creyentes cristianos de diferentes denominaciones.
Tampoco fue concebida con propósitos evangelizadores. Tan solo se trató con ello estimular a los dominicanos a reunirse en fa- milia para orar de la manera en que cada cual supiera hacerlo. Fue buena oportunidad para hacer un breve alto al debate estridente que envolvía a la nación y reflexionar cada cual en intimidad con su conciencia sobre la familia, el país y el futuro. La iniciativa de monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez recibió un entusiasta apoyo en todos los partidos.
La Jornada de Oración de una hora se cumplió a partir del mediodía. Las plantas de televisión y estaciones de radio contribu- yeron cediendo espacios a fin de que hubiera una masiva participa- ción del pueblo.
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Las prioridades del Gobierno del Partido Revolucionario Do- minicano (PRD) eran objeto de muchas críticas. Se gastaba 40 millones de pesos en la organización de unos juegos deportivos en Santiago, invertía otras sumas millonarios en obras fastuosas sin nin- guna utilidad práctica y permitía que los hospitales públicos se de- terioraran por falta de atenciones, camas, sábanas y medicamentos.
De ahí que la huelga decretada por la Asociación Médica Do- minicana (AMD) a mediados de marzo gozara de simpatía popular. El paro de los facultativos no tenía propósitos sindicales. No se trató de un movimiento destinado única y exclusivamente a lograr mejorías salariales para los médicos, lo cual, ante el alto costo de la vida, no tendría nada de repudiable. El propósito del paro fue pre- sionar al Gobierno a cumplir con una serie de compromisos dirigi- dos a evitar que por falta de atención los establecimientos de salud se desplomaran por completo.
Según aducían los médicos, las recaudaciones de impuestos es- pecializados del orden de los cinco millones de pesos, debieron uti- lizarse en el mejoramiento de esos centros en lugar de distraerse en otros asuntos. Las autoridades no ofrecieron una explicación con- vincente y esto dio fuerza a las demandas de la AMD. El gremio hizo intentos por llegar a un arreglo sin la necesidad de una huelga. Las negociaciones fracasaron.
Las autoridades concedían mayor atención a los asuntos de- portivos. Los 40 y tantos millones que de acuerdo a sus propias informaciones se gastaron en Santiago para el montaje lleno de pro- blemas y controversias, de unos juegos centroamericanos que no tendrían más brillo que la gloria que los dirigentes deportivos saca- rán de ello. Los juegos de Santiago carecieron de una cobertura no- ticiosa de la naturaleza que es usual en esos casos. El certamen, que costó varios millones adicionales, coincidió con un evento de mayor atractivo como fue el campeonato mundial de fútbol en México.
Las prioridades noticiosas de las agencias y los periódicos lati- noamericanos se inclinaron hacia el mundial de fútbol y fue relati- vamente poco el espacio en esas circunstancias para reseñar hacia el exterior las incidencias de los Juegos Centroamericanos de Santiago.
Dada las vicisitudes que rodearon esos juegos, gran parte de la información internacional prestó más atención a los problemas de organización y a las quejas que resultaron de las deficiencias propias de un evento situado en una ciudad sin capacidad (transporte, ha- bitaciones, alimentos, etc.) para atender las necesidades que siem- pre resultan de una empresa de ese género y magnitud, que a los juegos mismos.
Estos en sí mismos no justificaron de manera alguna la inver- sión para efectuarlos. Tal vez, en vista de la situación económica nacional estos se hubieran justificado en Santo Domingo, donde ya existían las facilidades físicas indispensables. Ni siquiera podían explicarse en el aspecto sentimental porque lejos de haber unido a la familia deportiva, esos juegos crearon más problemas de lo que ya antes existían.
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La tendencia a juzgar las intenciones de un candidato sobre la base de una valoración de lo que hace otro, comúnmente conduce a errores de apreciación. Dos líderes diferentes no pueden conducirse igual o actuar siguiendo las mismas normas de comportamiento político.
Una de las grandes ventajas que tenía el expresidente Joaquín Balaguer sobre sus adversarios y detractores, además de su talento, por supuesto, fue siempre la facilidad con que muchos de estos tendían a menospreciarlo. Esa subestimación, aunque parezca para- dójico, se manifestaba en dos vertientes: la creencia de que el líder reformista era un superdotado incapaz de cometer un yerro huma- no; la segunda, tenía que ver con la actitud de soberbia y desprecio que sus enemigos adoptaban frente a él.
En el primer caso se sustentaba la impresión de que Balaguer carecía de entusiasmo para alcanzar el poder y que su intensa acti- vidad política era fruto no más de un compromiso al que tarde o temprano renunciaría, incurriendo en un costoso error intencional para obstaculizar su victoria electoral. Con todo el respeto que me- recían esas opiniones, me parecía que en 1986 Balaguer estaba más decidido que nunca a recuperar la Presidencia.
Lo que pretenda hacer después, por razones personales o a cau- sa de las limitaciones físicas que padecía carecía de relevancia. El retorno al Palacio por vía de unas elecciones democráticas, es decir por mandato de la voluntad popular, tenía enormes implicaciones personales para él. La vuelta a la Presidencia justificaría por sí sola cualquier esfuerzo y sacrificio. Ningún candidato, en efecto, estaba tan entregado a las labores de campaña como el líder reformista. Ninguno daba muestras tan fehacientes de vitalidad y consagración como él, a pesar de su edad y de sus conocidas limitaciones visuales que él no trató en ningún modo de ocultar o disimular, conscientes de la existencia de otros asuntos en juego que trascendían esas ba- rreras.
El pretexto de su edad y de su visión no constituía valladar alguno salvo que él, en un plano estrictamente íntimo, no se en- contrara incapacitado, y sus actividades demostraban totalmente lo contrario. A mi modo de ver, Balaguer estaba decidido a volver y el notable y agotador esfuerzo que realizaba en pos de su victoria confirmaba el aserto.
Que pudiera incurrir en un error, o caer en una trampa de sus adversarios, a despecho de sus enormes habilidades y experiencias personales no cambiaba las cosas. A fin de cuentas era un hombre dotado de virtudes y defectos, con todas las debilidades propias de un ser humano. Su inteligencia y bagaje intelectual, al que se aña- dían 60 años de experiencia política, no le situaban por encima del error y ahí era donde radicaba precisamente su ventaja.
Balaguer no hacía lo que bajo un mismo estimulo político o en las mismas circunstancias haría el candidato oficialista Jacobo Majluta, porque sencillamente eran diferentes. Tratar de valorizar sus actos sobre esta premisa era un yerro de idéntica magnitud que el pretender que Majluta actuara en la forma en que lo hacía Bala- guer en situación similar. Se trataba simplemente de dos hombres opuestos, por más que sus concepciones lo aproximaran, guiados por propósitos igualmente distantes.
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Todos los candidatos presidenciales a las elecciones generales del 16 de mayo anhelaban ganar. Nadie va a un evento de esta natu- raleza o de cualquiera otra, con la intención expresa de perder. Los resultados de unos comicios no confirman, necesariamente, el que los perdedores se propusieran provocar su derrota. Simplemente, perdieron porque en esto solo puede haber un ganador.
De los tres candidatos con posibilidades de conquistar el poder
-Jacobo Majluta, Joaquín Balaguer y Juan Bosch- tal vez el primero era el que estaba menos preparado sicológicamente para un escru- tinio adverso. Las consecuencias de un fracaso electoral eran más catastróficas para él y su Partido Revolucionario Dominicano que para los demás. Balaguer y Bosch conocían el sabor de la derrota. La habían apurado en más de una oportunidad y ello no significó el fin del mundo para ellos ni para los partidos que los sustentaban, el Reformista Social Cristiano (PRSC) y el de Liberación Dominicana (PLD). Aunque pueda parecer extraño esta era la desventaja mayor del candidato oficialista frente a sus principales oponentes.
Los dos líderes de oposición conocían los terrenos en que ten- drán que desenvolverse cualesquiera fueron las situaciones resultan- tes de las elecciones, sea ya que uno de ellos ganara o ambos per- dieran. Majluta perdería más que una Presidencia que anhelaba por mucho tiempo. Su futuro político quedaría virtualmente sepultado si fracasara en conquistarla.
A diferencia de los otros dos, su liderazgo era más bien co- yuntural. Era el fruto de situaciones temporales. Surgió como la opción adecuada para un partido en crisis. Se le consideró la posi- bilidad de hacer por primera vez un Gobierno efectivo del PRD de fuerte aceptación entre las masas.
Pero no estaba del todo claro que ese liderazgo sobreviviera a una derrota el 16 de mayo. Tendría por necesidad que buscar suerte en otro grupo, tal vez La Estructura, un partido fundado expresa y exclusivamente para garantizar su candidatura en 1990, pues detrás de él había una larga lista de aspirantes en turno, dispuestos a cortar su marcha en el partido hacia una nueva candidatura presidencial.
En la eventualidad de una derrota, él y nadie más que él carga- ría con el peso político del fracaso. Sus adversarios internos podrían demostrar que la pérdida del poder fue responsabilidad suya, de su insistencia en aferrarse a una posición para la cual no estaba prepa- rado ni contaba con suficiente simpatías. Su nombre quedaría de hecho descartado para cualquiera otra empresa presidencialista.
Majluta debía de estar consciente de esto, si era el realista que decían sus seguidores. Era la debilidad que en cambio no presenta- ban las candidaturas que se le oponían. Tanto Balaguer como Bosch estaban en el ocaso de sus longevas carreras políticas. Balaguer lo admitía públicamente y actuaba consciente de ello.
El que al cabo de tan largas carreras puedieran ser considera- dos como fuertes opciones de poder y amenazas serias contra el oficialismo, era un homenaje a sus liderazgos y voluntades como hombres de Estado, independientemente de quien surgiera electo el 16 de mayo. Desde muchos puntos de vista era una ventaja enorme sobre Majluta, de quien nadie estaba seguro se encontrara prepara- do para la eventualidad de una derrota.
El problema era que los tres, a juzgar por cuanto hacían, esta- ban decididos a ganar. Y pudiera ser que solo uno de ellos, por las
circunstancias mencionadas, no estuviera en condiciones de sobre- ponerse a un tropiezo. Los dos líderes de oposición culminaban una larga carrera. La del candidato oficialista apenas se ponía en marcha.
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En la tercera semana de marzo, una denuncia de corrupción en la Cámara de Diputados agregó un elemento de confrontación que envolvió a todos los partidos con representación en el Poder Legislativo.
Tan sorprendente como los términos de su comunicado advir- tiendo que elementos del Congreso se dieron a la tarea de solicitar sobornos a una empresa estatal y a una compañía constructora para la aprobación de un contrato de préstamo, la declaración posterior del presidente de la Cámara, doctor Hugo Tolentino Dipp, de que el Partido y el Bloque Institucional tenían la cuestión en sus manos y a ellos les tocaba decidir. Era sencillamente grave y penoso.
El presidente de la cámara no aplicó sanciones aunque no se podía alegar la inexistencia de evidencias porque él mismo puso el caso bajo jurisdicción del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y su comunicado, publicado en espacio pagado en los perió- dicos, era bastante claro y dejó pocas dudas al respecto.
No era al partido sino a la propia cámara y al Congreso a los que correspondía actuar para limpiar su propia cara y quedar bien ante la opinión pública. Si el presidente de la cámara eludía tomar acciones, la oposición pudo hacerlo llevando el caso ante el Con- greso, a menos que no le preocupara ser salpicado por el escándalo. Era increíble la forma en que ciertos círculos del partido en el poder acumulaban récords de inconsistencia con una aparente impunidad irritante y descorazonadora.
Había en el fondo una tentativa de apaciguar ánimos al haber llevado el escándalo de soborno fuera del ámbito congresual donde pertenecía, y ponerlo bajo el manto protector del partido, que no
ofrendaría de ninguna manera la cabeza de un congresista suyo y menos a mes y medio de las elecciones. Pero con esto se corrió el riesgo de echar desperdicios sobre la reputación de aquellos secto- res del partido protegidos todavía por un manto de honradez, si el asunto seguía la suerte de casos similares en el pasado en otras esferas del sector público.
Con haberse publicado la denuncia no bastaba. Se requería de una acción rápida y determinante del Congreso, lo que no sucedió.
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El Pacto La Unión afectó sin duda a Peña Gómez. En las se- manas siguientes, anduvo dando tumbos, con indecisión respecto a si aceptaba o no su nominación, que finalmente declinó. El 31 de marzo, fecha en que expiraba el plazo para el registro de candidatu- ras, no se tenía idea concreta respecto a cuál era su decisión final en relación con su candidatura a la Senaduría del Distrito.
Jorge Blanco, en cambio, logró casi todos sus objetivos. La cri- sis del PRD era un enfrentamiento entre dos fuerzas internas -la de Majluta y la de Peña-, entre las cuales habría de quedar la candi- datura y el partido y de la que él estaba marginado. Era en cierto modo un entierro en el que el grupo del Gobierno no parecía tener velas. El Pacto proporcionó al Presidente la oportunidad de jugar un papel descollante no solo en la aparente solución del impasse sino también, y esto era lo más importante, en las decisiones futuras del partido.
En la repartición Jorge Blanco se llevó la mejor parte. Sus más allegados colaboradores lograron nominaciones importantes que le aseguraban posiciones en el Congreso independientemente de cuál fuera el resultado de las elecciones, ya Majluta vencedor o termine derrotado.
Esa realidad fue paradójicamente lo que comprometió la suerte del candidato presidencial. Si como bien se anunció, el Presiden-
te intentara correr de nuevo como candidato en las elecciones de 1990, ¿qué interés puede tener en que Majluta gane, si ya su gente aseguró posiciones claves?
Sus posibilidades serian mejores en 1990 como líder de oposi- ción que como dirigente oficialista enfrentado a su propio Gobier- no. Si ocho años de administración gastaba al PRD y erosionaron la candidatura de Majluta, qué no serían en su caso 12 años si el líder del Senado triunfara en los comicios. Una derrota de Majluta inhabilitaría a este de hecho para el 1990. Si gana, en cambio, Jorge Blanco deberá enfrentar dos adversarios, a Peña Gómez, que se ha fijado como meta esas elecciones, y al propio Majluta, pretenda o no postularse para un segundo mandato.
Por otro lado, Peña Gómez no parecía entusiasmado con in- corporarse a la campaña. La Senaduría del Distrito comportaba para él más riesgos políticos que ventajas. En base a esos y otros ra- zonamientos Jorge Blanco era el único ganador del Pacto La Unión. La candidatura senatorial del Distrito Nacional recayó finalmente sobre la esposa de Jorge Blanco, Asela Mera de Jorge.
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Para sorpresa de gran parte de la nación, el 31 de marzo, Ba- laguer anunció al país que su compañero de boleta era el ingeniero Carlos A. Morales Troncoso, un joven empresario que a la sazón ocupaba la presidencia de la filial local de la multinacional esta- dounidense Gulf & Western Americas Corporation con sede en La Romana.
Había en la lista de espera varios dirigentes del PRSC, de cuyas labores en parte dependería el resultado de las elecciones del 16 de mayo. Uno de ellos, el doctor Donald Reid Cabral, desempeñó un trabajo titánico en materia de organización, ayudándole a dar al PRSC un carácter que nunca antes poseyó. Las convenciones muni- cipales y provinciales, que consolidaron el proceso de democratiza-
ción interna auspiciado por el propio Balaguer fueron un homenaje a su dedicación y esfuerzo.
Al secretario político del partido, el licenciado Joaquín Ricar- do, sobrino de Balaguer, y a otros aspirantes cabían otros méritos igualmente importantes, como por ejemplo la tarea diaria con las bases y la dirigencia media. Buena parte de la dinámica interna que movía al PRSC se debía a este trabajo cotidiano.
El exvicepresidente Francisco Augusto Lora una de las figuras más prestigiosas de la organización, tenía ante sí uno de los retos más grandes, pues su responsabilidad sobre la provincia de Santiago y gran parte del Cibao donde reside una extensa proporción de vo- tantes, arrojaba sobre sus hombros una de las cargas más difíciles de la batalla electoral. Lora era, sin duda, uno de los precandidatos con más simpatías dentro de la militancia y dirigencia de la organiza- ción. Su afinidad política e ideológica con Balaguer, sus enormes y antiguos vínculos personales y afectivos con el candidato presiden- cial, lo hacían uno de los aspirantes con mayores posibilidades. Fue vicepresidente en el período 1966–1970, pero se enemistó con Ba- laguer al pretender despojarle de la reelección, abandonó el partido y fundó el Movimiento Antireeleccionista (MIDA) que lo enfrentó sin éxito en 1970. Regresó años después al Partido Reformista, para desempeñar tareas por la reelección de Balaguer.
Balaguer tenía ante sí muchas inquietudes y enfrentó una rea- lidad que lo llevaron por otros senderos. Balaguer-Lora había sido un binomio ideal en 1966. Veinte años después, y frente a sus limi- taciones físicas, reconocidas por el propio candidato presidencial, el factor edad indujo a Balaguer a descartar a un compañero que bajo cualquier otras circunstancias hubiese representado un acompañan- te con buenas posibilidades.
El PRSC y su fórmula electoral Balaguer-Morales Troncoso, representaron una opción confiable para el país. Así lo describió
este último al aceptar la nominación, como un “nuevo y laudable empeño de salvar a la Patria del pantano en que la han sumido los desafortunados desaciertos de los últimos años, a fin de que esta pueda volver por senderos de armonía, de ilusión y de progreso”.
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La promesa del candidato presidencial oficialista Jacobo Ma- jluta de imponer un Gobierno de “muñeca dura” si ganaba las elec- ciones del 16 de mayo, le recordó al país la eficiencia con que las administraciones del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) reprimieron la huelga de choferes de agosto de 1979 y las protestas populares de abril de 1984.
Habría que ser émulo de Merlín para conciliar esa aseveración y aquellas célebres frases suyas de “candela” a la oposición y la que lo definía como “un carro sin freno ni reversa”, de su propia inspi- ración y autoría, con la muy publicitada imagen que le presentaba como un líder tolerante, fervoroso partidario de la democracia y las libertades públicas. Como hombre de decisión, su candidatura presidencial se vendía como un “proyecto de 12 años, la promesa de “muñeca dura” parecía mucho más seria que aquella otra parte de su oratoria que hablaba de construir presas, rebajar los productos de primera necesidad y resolver los problemas nacionales con la varita mágica que tenía oculta.
Un veterano líder ecuatoriano Juan Velasco Ibarra, solía decir para probar la fuerza de su verbo frente a las masas: “Denme un balcón y ganaré la Presidencia”. Del candidato perredeísta solía de- cirse: “Denle un micrófono y perderá las elecciones”.
Su candidatura estuvo colmada de problemas. No tenía siquie- ra el sello de la legitimidad irrebatible porque no fue el producto de una decisión libérrima de las mayorías de su partido, sino de un arreglo entre bastidores al más alto nivel que pudo contrariar el sentir de la voluntad popular de las bases perredeístas.
El legado de dos administraciones manchadas por el peso de la corrupción, la prepotencia y la represión, era un obstáculo en su carrera hacia la cima del poder político. A ello habría de sumarse las dificultades internas que de hecho congelaron la participación de la maquinaria electoral del partido y también las numerosas can- didaturas objetables, todo lo cual le ligaban estrechamente a una realidad económica, política y social de la que él trataba por todos los medios imaginables de zafarse.
Nadie estaba tan consciente del daño causado a su imagen por un partido desbordado por las luchas intestinas y un Gobierno impopular que el propio candidato solía censurar como “el más inepto” de la historia del país. De ahí que su propaganda excluyera al PRD y las vallas y promociones de radio y televisión, le pro- movieran únicamente como “Jacobo Presidente”, sin ninguna otra referencia.
Su problema principal residía en un hecho irrebatible: sus ad- versarios en el partido sólo ganaban si él perdía las elecciones. Si el presidente Salvador Jorge Blanco planeara, como se anunciara ya, correr de nuevo en 1990 como candidato presidencial, sus posibili- dades serían mayores si el PRD y Majluta resultaron derrotados en los comicios.
No le tendría primero de frente desde una posición de fuerza, tal vez empeñado en un desquite por aquel tratamiento contra el cual Majluta expresó tantas quejas apenas hacía unas cuantas sema- nas. Luego no tendría necesidad de luchar contra ningún adversa- rio potencial por esa nominación. En lo relativo a su otro posible contendor, el síndico José Francisco Peña Gómez, debía saber que su única posibilidad residiría en recuperar su prestigio e influencia en el partido lo que le resultaba imposible desde el Gobierno, por más que él tratara de separarse de este a base de posiciones críticas. Simplemente porque el expediente de una “oposición desde el Go-
bierno”, se agotó con Jorge Blanco y Majluta y él no podría obtener con una actitud similar los mismos resultados.
En el fondo, quizás todo ello explique la insistencia de Majluta de regir a base de “muñeca dura”. De ser así habría necesidad de concederle el mérito de la sinceridad, atributo escaso en nuestro medio político. Y tomarle en serio, por supuesto. Los antecedentes enseñaban que en este campo del ejercicio político líderes como él no hablan por hablar.
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Nadie pensaba que el candidato presidencial del partido en el poder, Jacobo Majluta, quiera o pueda convertirse en un Truji- llo. Sin embargo, su reiterativa amenaza de gobernar con “muñeca dura” alentó en amplios círculos esos temores. La mayoría asocia el ejercicio del poder a base de “mano dura” o de “hierro” a la ti- ranía felizmente rebasada en 1961. Esa era una época que ningún dominicano sensato, amante de la libertad y la democracia, aspira a sufrir de nuevo.
Majluta era un político muy versado, con amplia experiencia. Locuaz e inteligente, su vehemencia lo empujaba a veces a excesos verbales por los que debió pagar después precios elevados, a causa principalmente de la tradición perredeísta de dirimir las rivalidades internas a base de detractación y lavado de trapos no en el patio sino en la galería de la casa. Uno se sentía tentado a creer que su amenaza de regir e imponer una política de “muñeca dura” era otro de esos excesos. Pero Majluta tuvo oportunidades de sobra para rectificar y no lo hizo. Por el contrario insistía en ello cuantas veces podía.
Su “muñeca dura” pudiera resultarle tan perniciosa a sus as- piraciones políticas, como muchas otras frases célebres que en el pasado sepultaron a sus autores. Aunque pudiera parecer exagerado, la verdad es que esta clase de exceso perjudicó ya tremendamente a otros candidatos presidenciales. En la campaña de 1962, nada
afectó tanto la imagen electoral del entonces candidato presidencial de la Unión Cívica Nacional, doctor Viriato Fiallo, como aque- lla ocurrencia suya de aplicarles “nueve látigos” bíblicos a los truji- llistas. Fiallo era un hombre de un récord democrático impecable, pero sus palabras tenían un eco ominoso. Cuatro años después el expresidente Juan Bosch debió pagar el precio de su exhortación al pueblo a acudir a las urnas a votar armados de “palos y piedras” con la pérdida de votos con los que tal vez hubiera ganado.
El pueblo dominicano es esencialmente pacífico y ha aprendi- do a amar su libertad. Por tanto, no podía simpatizar ni dejar de inquietarse ante la posibilidad de que un resultado electoral el 16 de mayo condujera irremisiblemente a un régimen de mano férrea, como el que ya se padeció durante 31 años bajo Trujillo. Si la gente de Majluta, y el propio candidato, creían que esa aseveración no le hacía daño, entonces no conocían a cabalidad la mentalidad de la población ni el temor natural que toda amenaza de tiranía produce en su ánimo. Los dominicanos en su gran mayoría asocian “mano dura”, a la idea de un Trujillo y todo lo que ello representó para la nación. En aquellos días, al parecer olvidados, la manera de calificar al régimen era la de atribuir al “jefe” una “muñeca dura”.
Y como estaba claro que no había un Trujillo en Majluta, y no se daban tampoco las condiciones para un régimen como el que este ejerció, a menos que hubiera la intención de subvertir el proceso democrático e imponerlo por la fuerza y la represión, el candidato oficialista pudo hacerse un buen servicio a sí mismo, y ayudar a tranquilizar a cientos de miles de preocupados electores, aclarando de una vez y por todas ese concepto. La insistencia con que abordó el tema, en muchos niveles se hacía una comparación de su “promesa” electoral, con aquella infortunada expresión, muy popular en su época, del general J. Arismendy Trujillo (Petán) de que “tranquilidad viene de tranca”.
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Majluta era el candidato presidencial del Partido Revolucio- nario Dominicano, que ejercía el poder durante los últimos ocho años. Sin embargo, la nota característica de su campaña se dirigía a desvincularlo de esa organización política, en la que ocupara los cargos más altos y de mayor responsabilidad.
¿Por qué se avergonzaba Majluta de sus nexos y militancia con el PRD? La respuesta era simple. Tanto como el que más, sabía que esa vinculación perjudicaba tremendamente sus aspiraciones políticas. No solo por el lastre de ocho años, sino porque buena parte de los hombres que lo encarnaban eran sus acompañantes en la boleta electoral. Majluta era un hombre inteligente y su intento de desasociarse del PRD fue una prueba fehaciente de ello, aunque obviamente no tuvo los resultados esperados, porque el PRD lo escogió como su candidato y eso era algo que él no podrá nunca tapar, por más esfuerzos que realizara. Era un hombre atrapado por su propio partido del que no podía irse porque desaparecería así su única, aunque remota, posibilidad de triunfo.
La Estructura, el partido creado por Andrés Vanderhorst para aupar su candidatura en la eventualidad de que no lo hiciera el PRD, no era suficiente apoyo para Majluta. Su verdadera fuerza política residía en el oficialismo perredeísta. Gran parte de su cam- paña se financiaba con recursos humanos y materiales provenientes del partido y del Gobierno, precisamente de la gente con la que ya no quería ligas. El problema fundamental de Majluta era su con- vencimiento íntimo de que con el PRD no ganaba y sin él no tenía mayores posibilidades. Un verdadero rompecabezas, un laberinto donde se extravió y perdió la ruta de la victoria electoral.
La incógnita del proceso electoral de 1986 no radicaba en quién sería el ganador de los comicios del 16 de mayo, sino en cómo se podría justificar en el caso hipotético de que así fuere, una victoria del partido en el poder. ¿En efecto, cómo podría armoni-
zarse un resultado favorable al PRD con el extendido sentimiento de frustración y la ola creciente de descontento e impopularidad que envolvía a esa organización, después de ocho años de ejercicio gubernamental?
Bastaba un análisis simple para llegar a la conclusión de que era ese en realidad el escollo que se interponía entre Majluta y el Palacio Nacional. Mientras más se asociara al partido que le postuló más se alejaban sus posibilidades electorales. Pero en la medida en que intentara desvincularse de él, se reducía su marco de apoyo.
Toda su propaganda estaba dirigida a presentarle como una op- ción que nada tenía que ver con el partido gobernante. Esa era la tónica dominante de los anuncios de vallas, las cuñas de radio y televisión que habló y la propaganda por medios escritos. Su cuña de televisión que hablaba de “juntos pero no reburujados”, al refe- rirse a esa vinculación suya con el oficialismo, terminó agriando más sus relaciones con influyentes sectores del partido que todavía no se integraban de lleno a la campaña, no porque Majluta represen- tara intereses ajenos, sino simplemente como resultado de las gra- ves rivalidades personales que gravitaban sobre el campo oficialista.
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La señora Asela Mera de Jorge, esposa del Presidente de la Re- pública, fue una formidable candidata al Senado por el Distrito Nacional. Estaba ligada sentimentalmente a la capital, a pesar de que no había residido en ella con carácter permanente los cinco años reglamentarios que consagraba la Constitución para optar por un cargo congresual.
Si cumplía una décima parte de lo que proponía hacer en el Congreso, según su campaña política, de seguro hubiera sido una excelente senadora. Si sus múltiples ocupaciones como secretaria personal del Presidente, le hubiesen permitido ejercer más a caba- lidad sus funciones como Primera Dama, con esas preocupaciones sociales que formaban el punto esencial de su labor proselitista en
la búsqueda de un curul en la Cámara Alta, habría sin duda contri- buido a mejorar la imagen del Gobierno.
Con percepciones tan claras de la problemática de la mujer, la niñez desamparada y los ancianos, el tiempo no le dio la oportuni- dad como esposa del Presidente de la República de dedicarse a esas tareas humanitarias. Mujer abnegada y trabajadora, se dedicó con tanto fervor a la causa de su esposo el Presidente en tareas oficiales, comúnmente ajenas a una Primera Dama, que no le sobró tiempo para ocuparse de otros asuntos, como el Consejo Nacional de la Niñez (CONANI), creada en la primera administración del Partido Revolucionario Dominicano.
Como esposa del jefe del Estado, la inclusión de su nombre en la boleta del candidato presidencial Jacobo Majluta, desvirtuaba cualquier rumor público de que el Gobierno y el PRD no respalda- ban como era debido esa candidatura. Con ella, el presidente Salva- dor Jorge Blanco comprometía su prestigio personal y su régimen.
Cierto grado de ingratitud existía entre aquellos partidarios del candidato oficialista que menospreciaban el valor del respaldo que el Presidente prestaba a Majluta. El hecho de que se incluyera el nombre de la Primera Dama en la boleta del Distrito era una prue- ba aparente de ese respaldo y de la estrecha vinculación de Majluta con el PRD y su Gobierno.
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El candidato presidencial, Jacobo Majluta, mantenía confusa a mucha gente, especialmente en el sector empresarial, donde ra- dicaba gran parte de su fuerza, por su ambigüa posición frente al Fondo Monetario Internacional (FMI). Las negociaciones con el organismo financiero se iniciaron precisamente durante lo que sus partidarios se empecinaban en llamar con un poco de pretensión histórica la era de “los 43 días”.
De acuerdo con lo publicado en los periódicos del 28 de abril, las negociaciones con el FMI comenzaron el 13 de julio de 1982,
tan solo ocho días después de la juramentación de Majluta como presidente interino, tras la infausta muerte por suicidio del presi- dente Antonio Guzmán. El hecho de que en el punto más álgido de la lucha por la Presidencia, en la fase final de la campaña eleccio- naria, Majluta censurara el trato con el FMI resultó desconcertan- te, en especial para un sector empresarial que temía, con fundadas razones, que ello conllevara un desbarajuste de carácter económico y financiero y a la quiebra material del país. El temor radicaba en que un rompimiento con el FMI, tal y como lo prometía Majluta, pusiera término a la disciplina económica y fiscal, que con muchas dificultades, impuso finalmente el gobierno de su partido.
¿Qué garantías de estabilidad tendría el capital nacional si lleva a cabo sus planes en ese campo? ¿Cómo se las arreglaría la nación para atraer inversiones extranjeras, que el propio candidato oficia- lista reconocía como indispensables, si ese rompimiento con el FMI se producía? Los acuerdos con el Fondo conllevaron a la adopción, por parte del Gobierno, de una serie de medidas económicas impo- pulares que minaron las bases de sustentación política del régimen. Sin embargo, muchas de esas disposiciones fueron dictadas por la realidad económica y social del país.
Tal vez Majluta rehuyera el peso de esas medidas y considerara más apropiado desatenderse de ellas, condenándolas y atribuyendo al Fondo la responsabilidad por el alto costo político y social de la ejecución de los programas de ajuste y equilibrio en el campo de la economía, impuestos por el FMI para auxiliar financieramente al Gobierno dominicano. No olvidemos que las protestas dejaron un saldo extraoficial de 200 muertos en abril de 1984.
Pero por más simpático que en ciertos sectores de grandes ma- sas de votantes pueda resultar el candidato gubernamental con sus reflexiones sobre el organismo de las Naciones Unidas, sus puntos de vistas sobre el particular y sus planteamientos programáticos re- sultaban contraproducentes para su propia causa. El sector privado
abrigaba amplios temores respecto a las consecuencias de sus planes de Gobierno, pues la interrupción del programa de ajustes podría tener un efecto negativo sobre la marcha de la economía nacional y frustrar los proyectos de desarrollo y crecimiento en el área indus- trial y comercial. Majluta no podía alegar que la confusión, todas estas incertidumbres, fueran fruto de tergiversaciones intenciona- das de sus adversarios. Eran resultado de sus contradicciones y de su peculiar y complicado juego retórico que comúnmente le hacía víctima de sí mismo y le anegaba en el mar proceloso de sus propios excesos verbales.
Con todo, la mayor preocupación en esos círculos, se debía a otras razones. El empresariado estaba confundido en cuanto al desenlace de sus relaciones con el PRD. Como una estrategia de campaña, Majluta trató de desvincularse de esa organización, en cuya boleta él aparecía como candidato presidencial. Esto augura- ba, en la eventualidad de que ganara las elecciones, agrias relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, tal y como ocurrió en los dos cuatrienios del PRD.
La interrogante era: ¿Cómo piensa Majluta llevar a cabo sus planes en el área de la economía, en la que se le vende como un maestro consumado, con un Congreso hostil, empeñado en cobrar- le cuentas políticas? No cabían dudas de que el FMI y este último asunto eran cuestiones fundamentales respecto a las cuales la posi- ción de Majluta parecía ambigüa y contradictoria.
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La estrategia básica de campaña del candidato del Gobierno, radicaba curiosamente en desvincularse de la administración y de su propio partido. Majluta trataba de rehuir el lastre del perredeís- mo y la junta con la gente del Gobierno. Pero era el candidato oficial del PRD y el otro partido que lo postuló, La Estructura, en un esfuerzo por atraerse el voto descontento del perredeísmo y de fuera del ámbito oficial, ni siquiera lo tenía inscrito como miembro.
En su afán de desvincularse del partido y del que fue uno de los más destacados dirigentes en los últimos años, Majluta aceptó la nominación presidencial por La Estructura. Esta organización, a su vez, se negó a avalar ciertas candidaturas que objetó por impopula- ridad y su íntima relación con el régimen, que el candidato censuró acremente en el pasado, pero al cual estaba estrechamente ligado ahora por el respaldo moral y económico que éste le brindaba.
Todo este malabarismo político de Majluta ocasionaba pro- blemas al PRD y al Gobierno, que lo respaldaban oficialmente. El más pronunciado de ellos era el siguiente: como La Estruc- tura no inscribió un elevado número de candidaturas del PRD por las razones expuestas, deberá concurrir a las elecciones sin candidatos municipales y congresionales en muchos lugares de la República. El Distrito, por ejemplo. Debido a que expiró el 31 de marzo el plazo para el registro de candidaturas, La Es- tructura no podría llevar ya candidatos en los sitios en que, por desavenencias con el PRD, no los quiso inscribir dentro del pla- zo previsto por la ley, que era irrevocable. Esto significaba que aun recibiendo Majluta más votos en el Distrito Nacional, por ejemplo, podría darse el caso de que los candidatos al Congre- so de ese partido perdieran las elecciones en esa jurisdicción.
¿Por qué? Simplemente porque los votos de La Estructura y del PRD se computarán al candidato presidencial, pero los del primero no serán válidos en el Distrito para las candidaturas congresuales del partido en el poder. En esta situación pudo darse el caso singu- lar de que Rafael (Fello) Suberví nominado por ambas agrupacio- nes, resulte electo síndico en la eventualidad de que los dos partidos sumen más votos que el Partido de la Liberación (PLD) o el Refor- mista Social Cristiano (PRSC), y que la candidata a senadora del PRD, la señora Asela Mera de Jorge, Primera Dama de la Repúbli- ca, pierda la oportunidad de llegar al Senado, porque su nombre no fue inscrito por La Estructura.
Habiendo sido el presidente Salvador Jorge Blanco el respon- sable del Pacto La Unión, que dio la candidatura presidencial a Majluta, a despecho de sus graves diferencias y del hecho de que el mandatario respaldaba abierta y decididamente a su oponente en la carrera por la nominación, el síndico José Francisco Peña Gómez, era obvio que el candidato no le retribuía al Presidente el gesto que este tuvo hacia él.
Más grave aún si se tomaba en cuenta el gran esfuerzo publi- citario montado alrededor de la figura de la Primera Dama y de su ingente esfuerzo de campaña, que de hecho constituían un sólido apoyo político a Majluta. Por tal razón resultaba difícil de entender las razones que pudiera haber tenido Majluta para persuadir a La Estructura, grupo que dirigía y orientaba desde afuera, para que no incluyera entre sus candidatos a la esposa del Presidente si en cam- bio aceptó la nominación de Suberví.
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A comienzos de mayo, la publicación de las proyecciones de una encuesta de la firma internacional Gallup, de ganada reputa- ción en el mundo de los muestreos y sondeos de opinión pública, dio favorito al candidato del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), Joaquín Balaguer. Los pronósticos de Gallup pusieron sorpresivamente a la defensiva al candidato del Gobierno y del Par- tido Revolucionario Dominicano (PRD). También creó profundas divergencias entre sus estrategas de campaña.
Como resultado de ello fue suspendida una marcha planeada con suficiente anticipación por La Estructura y se dispuso un cam- bio apresurado de la línea general de las cuñas de radio y televisión. Movido tal vez por el pavor que ese vaticinio generó, Majluta in- currió en un error, durante una visita a La Romana, a donde llegó acompañado de centenares de seguidores llevados de otras partes. El candidato gubernamental dijo que la “demostración de fuerza” ofrecida en esa ciudad, tradicional baluarte perredeísta, era algo así
como una especie de anticipo de lo que sucederá allí en las eleccio- nes día 16.
“Voy a vencer a Carlos Morales en su propia tierra”, expresó. Sucede que no era a Carlos Morales, candidato vicepresidencial, a quien Majluta debía vencer, sino a Balaguer o al expresidente Juan Bosch, sus dos contrincantes principales. El hecho de que Majluta se pusiera al nivel de un candidato vicepresidencial fue muestra de su inseguridad y de la conciencia adquirida de su propia debilidad y de la fuerza de sus oponentes. Se recordó que él mismo, guiado probablemente por su propia experiencia, nunca le atribuyó impor- tancia a su compañero de boleta el empresario Nicolás Vargas, y que en más de una oportunidad, como puede comprobarse de la lectura de archivos de periódicos, menospreció el papel de la Vicepresiden- cia, como algo puramente ceremonial, lo que en el caso de por lo menos una boleta de oposición no resultaba ser así, como él mismo lo admitió al imponerse la tarea personal de “vencer a Carlos Mo- rales en su propia tierra”.
Cuando se dieron a conocer las proyecciones de Gallup, se creó la “necesidad” de desacreditar la encuesta. El primer esfuerzo estuvo dirigido a desprestigiarla mediante la rápida divulgación de datos de otro sondeo que presentaba proyecciones diferentes. Este fue otro grave error de campaña, porque al hacerlo se desautorizaba de hecho cualquier información posterior de sondeos de opinión pública y esto solo perjudicaba al candidato gubernamental más proclive a valerse de encuestas para apuntalarse que los demás can- didatos y partidos del espectro político nacional.
Simultáneamente vino la “necesidad” de denigrar la firma en- cuestadora, restándole autoridad para hacer vaticinios de esa natu- raleza, o simplemente destacando el hecho de que el sondeo era un encargo del PRSC, el partido que salía favorecido con el pronós- tico. Pero la otra encuesta sacada rápidamente de una manga no era otra que la de la Penn and Schoen, empresa encuestadora liga-
da estrechamente al Gobierno y al PRD desde los febriles días de campaña de 1982. También era de antemano, por otra parte inútil, cualquier intento de poner en entredicho la autoridad de una firma como Gallup, conocida y respetada en todo el mundo.
Se trató asimismo de cuestionarla, cuando lo último resultó imposible, sugiriendo que era una simple firma española y no real- mente la Gallup, solo porque en la sede central en Estados Unidos se respondió que no se tenían allí conocimiento de esa encuesta. Esa tenía que haber sido la contestación correcta, porque es admitido que un encargo de tal naturaleza entra en el campo de la mayor reserva profesional y ninguna empresa, cualquiera sea el campo de actividad en que se desenvuelva, da a terceros informes confidencia- les de sus relaciones con un cliente.
En fin, después de haberle sacado provecho publicitario a las encuestas de opinión, los estrategas de Majluta, y muchos de sus seguidores, se resistían a creer que algún sondeo pudiera resultarle desfavorable. Una nueva señal de que de todos los candidatos pre- sidenciales, era el único que no estaba preparado para aceptar una derrota.
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El trabajo realizado por la Comisión Asesora de Notables de- signada por el Poder Ejecutivo para supervisar la pureza de las elec- ciones generales del día 16, fue de enorme y decisiva contribución al afianzamiento de las instituciones democráticas dominicanas. El discurso pronunciado el 18 de mayo, dos días después de las vota- ciones por el Arzobispo Metropolitano de Santo Domingo, monse- ñor Nicolás de Jesús López Rodríguez, quien la presidía, fue eviden- cia clara de la integridad y la buena fe que guió la ardua y delicada tarea de los miembros de esa comisión.
Con sus palabras, serenas y ecuánimes, todo el país se sintió seguro y orgulloso de su democracia y de sus instituciones, por im- perfectas que fueran. No solo garantizó la pulcritud de los cómpu-
tos ofrecidos hasta esa hora, 5:30 de la tarde, cuando ya se había suspendido hasta el día siguiente el conteo de las 484 mesas elec- torales pendientes, y que difícilmente cambiaran la situación, sino que comprometió la supervisión de la Comisión hasta la fecha en que la Junta Central Electoral (JCE) proclamara oficialmente a los ganadores.
Después de un proceso extremadamente prolongado, la ciuda- danía quedó exhausta de la campaña política. De ahí el deseo na- cional de que el organismo electoral dejará ese mismo día por con- cluido todo, dando a conocer el resultado final de los cómputos tras la suspensión del conteo, sin razones aparentemente justificadas.
Los dominicanos se ganaron una vez más con su comporta- miento cívico, no sólo el derecho a escoger libre de presión a sus gobernantes, sino también el derecho al sosiego y a la tranquilidad, que la innecesaria prolongación del proceso electoral vulneraría en forma desconsiderada y peligrosa. El mejor ejemplo al que puede aspirar un país de sus líderes es el de la grandeza en los tiempos de calamidad o derrota. Es ahí donde los hombres o mujeres se crecen y adquieren dimensión histórica. Es la clase de nobleza que una nación espera de su liderazgo. Es el rasgo de la personalidad de un dirigente que sobrevive a los tiempos de tragedia y decepción. Es, en fin, lo que todo hombre que aspira a dirigir y conducir a un país tiene que estar dispuesto a enseñar en momentos decisivos, cuando las circunstancias lo ponen ineludiblemente a escoger entre su inte- rés personal y el interés de la Patria.
La Comisión de Asesores Electorales, encabezada por monse- ñor López Rodríguez brindó así una excelente oportunidad al per- dedor para elevarse por encima de la derrota. De esos labios debió surgir para su propia consagración histórica o política, una frase so- lemne, repetida con indignación patriótica en otros tiempos: “Que se respete la voluntad popular”.
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En la victoria, como lo hizo en la derrota, el doctor Joaquín Balaguer dio muestra de moderación, aun frente a los intentos del candidato presidencial oficialista de escamotearle su triunfo en las elecciones generales del 16 de mayo. Desde un primer momento Balaguer llamó a su gente a mantener la calma y a esperar pacien- temente el veredicto de la Junta Central Electoral (JCE). Lo justo habría sido que ese veredicto se produjera el mismo domingo de las elecciones.
Pero la recusación de Majluta impidió que sucediera. ¿Por qué, estando tan seguro de su triunfo, el candidato oficialista no esperó a que la Junta informara de los resultados finales? ¿Qué pruebas dio de su triunfo, si los datos oficiales de la JCE le mostraban como un perdedor y la Comisión de Asesores Electorales dijo públicamente que la reanudación del conteo de las 484 mesas todavía pendientes no fue posible por la labor obstruccionista del Partido Revolucio- nario Dominicano y La Estructura, que sostenían su candidatura?.
Todo el mundo coincidía en que las elecciones fueron limpias y ejemplares. Y de acuerdo con lo afirmado por la propia Comisión de Asesores, aceptada por el propio Majluta por considerar en su momento que sus miembros eran todos personas inobjetables, la pureza del proceso, incluyendo el conteo de los votos, era hasta el momento inexplicable de la suspensión, un modelo digno de en- comio.
La posición de Majluta no se sostenía por sí misma. El hecho de que el presidente de su partido, doctor José Francisco Peña Gó- mez, le recomendara la negociación para evitar una crisis, resultó sintomático. Pero, ¿qué negociación era posible ahora?
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El Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) superó por un margen amplio de votos al Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en prácticamente todo el país, con excepción de unas cuan-
tas provincias y municipios. Sin embargo, la victoria del doctor Joa- quín Balaguer resultó mucho más aplastante de lo que indicaban los cómputos.
Las maniobras postelectorales del PRD y de su candidato pre- sidencial, Jacobo Majluta, le proporcionaron a Balaguer una satis- facción adicional, a la que él nunca probablemente aspiró: la re- petición, con inversión de papeles de la crisis surgida en mayo de 1978 cuando se intentó desconocer la voluntad popular libremente expresada en las urnas a favor del PRD, siendo presidente y candi- dato a un cuarto período.
La misma cantidad de telegramas de solidaridad internacional que entonces llenaron los escritorios del PRD y de protestas que abarrotaron los despachos de Palacio, llegaban ahora a la residencia de Balaguer y a las oficinas del PRD y del Gobierno. Lo que una vez se le reclamó a Balaguer a favor del PRD se le reclamaba al PRD a favor de Balaguer. ¡Quién lo hubiera imaginado!
Su victoria fue, por tanto, total. No había nada que el partido gubernamental y sus líderes pudieran ahora echarle históricamente al PRSC y a su líder. Esto era mucho más de lo que Balaguer pudo haber pretendido jamás.
Desde los mismos lugares que en 1978 abarrotaron el escrito- rio de Balaguer con mensaje de protestas por los hechos postelecto- rales, llegaban telegramas urgentes urgiendo que se reconociera el triunfo de Balaguer en las elecciones del 16 de mayo.
Extraña paradoja política, que reivindicaba el papel histórico de Balaguer. A diferencia de quienes trataban de escamotearle su victoria, él fue un factor determinante en el fracaso de la intentona de ocho años atrás, pues era bien sabido que se opuso con energía a que sé desconociera el resultado de los comicios de ese año, que dieron vencedor a Antonio Guzmán, lo que ahora no se podía decir de quienes él vencía en buena lid.
Por eso, tal vez, en la tranquilidad de sus habitaciones, apenas violada por el rumor de voces provenientes de los atestados pasillos de salones llenos de libros, Balaguer debía sentirse satisfecho de su doble triunfo: la victoria obtenida en las elecciones y la igualmente importante alcanzada en los días posteriores con la absurda e injus- tificada tentativa de sus adversarios de desconocer su triunfo, que las cifras mostraban como algo apabullante.
Los resultados fueron los siguientes:
- Población: 6,609,380
- Inscritos para votar: 3,039,347
- Votantes: 2,195,455
- Votos válidos: 2,111,745
- Votos nulos: 83,710
- Votos para Balaguer: 877,378
- Votos para Majluta: 828,209
- Votos para Bosch: 378,881
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Una semana después de las elecciones, el mérito atribuible al Gobierno por la organización de unas elecciones libres y democráti- cas, en las que no desaparecieron urnas ni se perdieron votos podía rodar por el suelo si se prolongaba indefinidamente el impasse, que retardaba el reconocimiento oficial del triunfo del candidato prin- cipal de oposición, doctor Joaquín Balaguer.
Dentro de algunos años, cuando las pasiones se extingan y solo queden los recuerdos, se recriminará al licenciado Jacobo Majluta como el único responsable de esta maniobra contra la voluntad po- pular libremente expresada en las urnas. La historia registrará que el candidato del partido en el poder, producto de un pacto intraparti- do auspiciado por el jefe del Estado, se negó a acatar el veredicto de un pueblo que votó masivamente en su contra.
Las posibilidades de cerrar con el acto cívico de transferir en forma pacífica y gallarda el poder a un adversario político un man- dato constitucional preñado de dificultades económicas, sociales y políticas, podrían quedar anuladas de persistir el candidato perde- dor en ignorar las abrumadoras evidencias de su derrota.
Si Majluta quedaba solo como el único perdedor, sus chances en 1990 serían menores. De ahí tal vez su plan de involucrar, de manera indirecta a todo el partido y al Gobierno, que respaldaron su candidatura, en acciones postelectorales que atentaban contra la normalidad del proceso y el espíritu de civismo que el Presidente, en todo momento, se empeñó en asignarle.
Hasta cierto punto se explicaba la conducta del candidato derrotado. Basado en la experiencia del Hotel Concorde, en la convención del 24 de noviembre de 1985, su gente pudiera estar convencida de que la dilación podía conducir a una transacción, y obtener algunas concesiones. De todas maneras el embrollo que mantenía estancado uno de los procesos más limpios de la historia política democrática dominicana, no le comportaba ningún riesgo, si se tomaba en cuenta que él perdió.
Pero ahora pudiera estar tratando de entorpecer un feliz desen- lace de los comicios, en la peregrina creencia de que así distribuía no solo la responsabilidad por lo acontecido, sino también de los problemas que pudieran resultar de su obstinada renuncia a rendir- se ante las evidencias de su derrota. A Jorge Blanco le correspondía el mérito de haber propiciado unas elecciones ejemplares, mostra- das en el mundo como un modelo de ejercicio democrático. Sin embargo, en la eventualidad de que no haya una rápida definición, la presión internacional continuará sobre el Gobierno, Majluta no había recibido un solo telegrama de protesta desde el exterior, y el jefe del Estado podría ver empañado el fruto de su esfuerzo.
En efecto, la única victoria del candidato oficialista podría con- sistir ahora, encuadrando su estrategia dentro del marco de la lucha
de “tendencias” vigente, en convertir en perdedores a los demás líderes del PRD, potenciales adversarios suyos en la lucha electo- ral de 1990. A Peña Gómez haciendo responsable al PRD de un intento de enajenación de la voluntad popular, y a Jorge Blanco manchando con esa maniobra un proceso que daba al Gobierno un mérito histórico que ni el peor de sus adversarios era capaz en estos momentos de negar.
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En los días anteriores a las elecciones insistí en varios artículos que una de las señales más inquietantes del proceso era la posibi- lidad de que el candidato oficialista, Jacobo Majluta, no estuviera preparado para aceptar una derrota. Obviamente no lo estaba.
Cuando el presidente Jorge Blanco maniobró para desplazarle de la presidencia del Senado un par de años atrás, hizo de su enfren- tamiento con el mandatario un serio problema. Establecieron sena- dos paralelos que sumieron a la nación en un conflicto institucional que paralizó por varios meses las labores del Congreso. Ninguno, aferrado a sus instintos políticos, cedió una pulgada a pesar de que el choque personal llegó a situar al país al borde de un precipicio en el que todo el sistema legal pareció entonces bailar precariamente en la pendiente.
La historia se repitió en noviembre del 1985. Todavía no ha- bían terminado las votaciones de la convención que trató de escoger el candidato presidencial, cuando se declaró triunfador. Con ello sumió al PRD en una crisis de varios meses en la que pereció su tan cacareada democracia interna. No se respetó finalmente entonces la voluntad popular de las bases de la organización, de la misma ma- nera en que se intentaba en mayo de 1986, desconocer el voto de la mayoría del pueblo dominicano.
De sus declaraciones posteriores a una reunión con Joaquín Balaguer, parecía que estaba decidido a reconocer su derrota y a acelerar la terminación del proceso que sus maniobras detenían in-
justificadamente. Pero el retiro de los delegados suyos de la Junta Central Electoral (JCE) cuando todo se encaminaba a una solución, y otras señales no menos ominosas crearon dudas con respecto a la sinceridad de sus afirmaciones y protestas relacionadas con su deci- sión de preservar el derecho del pueblo a escoger a sus gobernantes.
Majluta tuvo una excelente oportunidad de elevarse en la de- rrota, no solo reconociendo a su debido tiempo la victoria de su adversario, que las cifras oficiales mostraban, sino promoviendo un clima de concordia. La actitud de sus seguidores no lo ayudaba. De la ira de los suyos no se salvaba siquiera la Comisión de Asesores Electorales, ni la dignidad del Sumo Pontífice.
Y todo para nada. Porque lo que decían los votos tendría que ser reconocido y en la medida en que él obstaculizara la termina- ción del proceso electoral se erosionaba la consideración que como dirigente y candidato presidencial le debía el pueblo dominicano.
Un político no preparado para perder no es apto para conducir a una nación. Los pueblos requieren de líderes de carácter forja- dos en las luchas amargas de la derrota. Es allí donde en definitiva aprenden que detrás de los aplausos y la adulación, hay una dura realidad en la que deben abrevar algún día.
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En las semanas siguientes, los líderes del PRD se dedicaron a la tarea de analizar las causas de la derrota electoral, para buscarle pretextos al fracaso. Con el propósito evidente de salvar cada uno el prestigio personal y situarse en posición de privilegio para la lu- cha interna feroz que se avecinaba por el control de la maquinaria, comenzaron a acusarse mutuamente por los resultados de los comi- cios.
La verdad es que todos tenían razón. La causa de la derrota es- taba en cada uno de ellos; en sus desaforadas pugnas intestinas, en la increíble impopularidad del partido gubernamental y sobre todo
en los intolerables niveles de corrupción y prepotencia oficiales sin precedentes a que se llegó en los últimos años.
No podía discriminarse. Si existía una explicación a la derrota del PRD había que buscarla en el desenfreno que colectivamente se apoderó de esa organización política y en las ambiciones personales y de grupos que el ejercicio del poder despertó allí como pocas veces se había visto. Sin embargo, era esa derrota apabullante como lo de- muestran los cómputos oficiales, la que podría salvar irónicamente al perredeísmo de caer en el abismo de la historia. Tan alejado de la realidad se encontraban el partido y sus líderes principales que no se alcanzaba a entender allí las ventajas relativas de su fracaso electoral. Aun cuando era poco probable que así se comprendiera, la vuelta a la oposición representaba para el PRD una oportunidad histórica. Su única posibilidad consistía en renovar sus cuadros, dejar paso a la parte no carcomida por la corrupción que pugnaba por asumir un papel más descollante, y desembarazarse de esa otra parte políti- camente responsable del desgajamiento que postró a la que una vez fue la más grande organización de masas dominicana.
El problema del perredeísmo no estaba en cuál de sus líderes o tendencias fue o era responsable del fracaso electoral, porque en definitiva todos lo eran unos en mayor escala que otros, pero al fin y al cabo eso era irrelevante. Ninguno aceptaba que el pueblo votó no en contra tan solo de un candidato, sino de un Gobierno, de un partido y de sus líderes incapaces de plantear soluciones adecuadas a los problemas nacionales. Les resultaba cuesta arriba admitir que el 16 de mayo el país se dio un desquite. Que ese día la gente votó con el propósito de superar una situación odiosa, hastiada del horri- ble espectáculo de riñas permanentes y luchas estériles de “tenden- cias”, mientras la corrupción arropaba y la miseria se iba adueñando cada vez de una población ahogada por los rigores de la inflación y la indiferencia gubernamental.
Esa era la realidad y mientras más se empeñaban los líderes del PRD en atribuir al contrario las causas del fracaso, más se hundían en él y más difícil les resultaba emerger del pantano en que sus propios errores políticos y sus ambiciones desmedidas le sumieron.
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El 30 de mayo, dos semanas exactas después de las elecciones, Peña Gómez, anticipó la oposición que se haría al Gobierno del presidente electo Joaquín Balaguer, a instalarse el próximo 16 de agosto. Dijo que Balaguer puede esperar el apoyo del PRD si esta- blecía relaciones diplomáticas con los países del bloque socialista, ponía en cintura a las financieras que “devoran los presupuestos” de las familias de escasos recursos y expropia los latifundios. En el caso de que nada de eso ocurra y por el contrario “vuelvan los militares” y el Gobierno a sus “andanzas”, el PRD actuará con un “látigo” en la oposición.
Sorprendía que el líder del partido en el poder le planteara condiciones a Balaguer, aún antes de que se instalara en el Palacio Nacional, que nunca les exigió a sus propios gobiernos, ni al de Antonio Guzmán ni mucho menos al de Salvador Jorge Blanco. Dada la influencia que ejerció durante esas administraciones, era comprensible esperar que en los últimos ocho años se adoptaran medidas en esa línea y que el PRD no esperara el triunfo de un adversario para poner en marcha programas como el que sus plan- teamientos de ahora implicaban.
En efecto, no había una sola evidencia que demostrara que Peña hiciera esfuerzos por lograr que los gobiernos del PRD forma- lizaran vínculos diplomáticos o comerciales con el bloque socialista, ni a nivel personal ni a nivel institucional. No hay pruebas tampo- co de que presionara por una expropiación de latifundios. Por el contrario, sabido es que cordializó con esos intereses. Mucho me- nos existían pruebas documentales de que emprendiera campañas,
como solo él sabe hacerlo, contra esas “odiosas” financieras contra las cuales deseaba que Balaguer, su opositor, enfilara los cañones, para usar sus expresiones.
No podía pasarse por alto la importancia de su observación de que el PRD sí sabía hacer oposición. El problema radicaba en la posibilidad de que en busca de la popularidad perdida, tratara de reconquistar su imagen de líder de masas a base de una radicaliza- ción que solo podría sustentarse en una oposición activa y militante muy similar a la que él patrocinó antes de 1978.
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Las extemporáneas afirmaciones de Peña Gómez acerca de la clase de oposición que hará el PRD no contribuyeron a apaciguar los ánimos. El país llegó a hacerse la ilusión de que después de una dura y prolongada campaña, a causa de las rivalidades internas dentro del oficialismo perredeísta, se merecía un justo reposo para buscarles solución a los problemas nacionales.
Peña Gómez, a pesar de sus protestas, era uno de los principa- les responsables de lo ocurrido en los dos mandatos de su partido. De hecho y de palabras sancionó favorablemente cuantas medidas adoptó el Gobierno del presidente Salvador Jorge Blanco. Dio su visto bueno y bendición incluso a las acciones más represivas del régimen, como, por ejemplo, el comportamiento de las autorida- des frente a las protestas populares de finales de abril de 1984, que dejaron un saldo de más de dos centenares de muertos y cientos de heridos.
A él podía atribuirse, como líder del partido y aliado del Go- bierno, la coresponsabilidad de cuantas políticas asumiera éste úl- timo. A lo largo de esos años, con la inconsistencia y dubitaciones propias de su carácter estuvo aclamando las bondades de la política oficial. Aprobó las peores violaciones y las medidas más impopula- res, como el ITBI y el impuesto advalorem.
No obstante las repercusiones que ella tuvo en el campo de la producción y en la estabilidad del sector más dinámico de la eco- nomía, Peña Gómez fue indiferente al “recargo cambiario” a las ex- portaciones de productos tradicionales, todavía vigente en mayo de 1986. Nunca atacó esa medida y en cambio sí justificó, en discursos y declaraciones periodísticas, no solo las líneas generales de la polí- tica económica gubernamental, sino que en determinado momento se convirtió en panegirista de ellas y en el más entusiasta defensor de esa conducta.
Tan responsable era él, como secretario general y ahora como presidente del PRD, del balance final del régimen de su partido. En especial, porque jamás hizo oposición a ninguna medida por impo- pular que fuere y porque en la comodidad de la mansión municipal de la avenida Anacaona, un lujo que nunca antes se había permitido un Síndico, se le olvidaron por completo sus obligaciones de diri- gente con el pueblo, cuyo favor trataba de recuperar mucho antes de entrar formalmente a la oposición, a base de un radicalismo y una preocupación social que sepultó durante ocho largos años.
Los gobiernos en todas partes del mundo tienen de sus adver- sarios una tregua de 100 días. En ese lapso se les permite encaminar sus primeras medidas económicas y sociales. Peña Gómez no es- peró ese plazo. Todavía faltaban dos meses y medio a Joaquín Bala- guer para asumir el poder y ya se le amenazaba con una oposición de “látigo”, reclamándole acciones y medidas que muy bien pudo habérseles exigido a los dos gobiernos del que él formó parte y en los que tuvo influencia real.
De esas extemporáneas afirmaciones del Presidente del PRD el país podía deducir la clase de oposición virulenta y agresiva que se haría al próximo Gobierno. Todo aquello que él planteara como condición para respaldar al régimen que se instalaría el 16 de agos- to, bien pudo haberlo hecho el Gobierno del PRD.
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A medida que avanzaba el mes de junio crecía el temor de que se intentara escamotear la victoria electoral del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) y la de su candidato presidencial, doctor Joaquín Balaguer. A ello contribuía la actitud de la Junta Central Electoral (JCE), y la de su presidente, Caonabo Fernández Naran- jo, cuya tardanza en dar a conocer los resultados oficiales definitivos de las elecciones del 16 de mayo se prestaba a conjeturas.
El punto alrededor del cual giraba el impasse, era la Senadu- ría del Distrito Nacional. Desde cualquier punto de vista legal, esa banca senatorial correspondía a Jacinto Peynado, candidato del par- tido triunfante. Pero el Gobierno se resistía a aceptarlo. La derrota del PRD en el Distrito, su antiguo baluarte político, era un repudio a la política oficial y un revés personal para el jefe del Estado.
La nominación de la Primera Dama de la República al pues- to había sido un error. Persistir en imponer esa candidatura, solo conseguió, a la postre, ampliar sus consecuencias. La cuestión era puramente legal. Definitivamente, los votos de La Estructura no podían atribuírsele a la candidatura senatorial del PRD, sencilla- mente porque no fue inscrita en la boleta de aquella organización.
Eso estaba fuera de toda duda. No fue resultado de una omi- sión o de una inscripción irregular de candidaturas, sino el produc- to de una decisión deliberada de La Estructura, renuente a respaldar nominaciones que siempre consideró como objetables y perjudicia- les al candidato presidencial oficialista.
El Gobierno corría realmente un riesgo grande. La posteridad solo podría recoger como uno de sus méritos el haber auspiciado un proceso electoral limpio, que la suspensión del conteo de votos desvirtuaba. El peligro consistía en que un escamoteo de este tipo le despojaría históricamente de un crédito que a fin de cuentas no era solo suyo, sino el fruto natural y esperado de todo un proceso social emprendido muchos años antes.
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La democracia dominicana no era legado histórico del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) como sus líderes pretendían y distaba de ser lo perfecta que proclamaban en la ilusión de que el país estaba en deuda con ellos. El 16 de junio se cumplió exacta- mente un mes desde que la nación acudió ordenada y masivamente a las urnas para escoger a sus futuros gobernantes y nadie estaba seguro de que los mecanismos institucionales fueran lo suficiente- mente fuertes como para que al pueblo se le garantizara el respeto a su decisión.
Se creía en marcha una cadena de presiones, abiertas y por de- bajo de la superficie, para producir un “fallo histórico” que burlara la voluntad popular, a fin de satisfacer vanidades políticas que el pueblo rechazó en forma tajante con su voto.
Si la Junta Central Electoral (JCE), por irresponsabilidad o miedo, cedía a dichas presiones e imponía candidaturas munici- pales y congresuales en el Distrito Nacional o en cualquier otro lugar del país, la democracia dominicana sufriría un serio revés. La enajenación de la voluntad popular sentaría un precedente funesto.
No tenía fundamento la insistencia en imponer la candidatura de la Primera Dama de la República, Asela Mera de Jorge, como senadora del Distrito, despojando a Jacinto Peynado de una victoria legítima y convincente, para la búsqueda de cierta seguridad pos- terior. La tradición política nacional demostraba que la condición de expresidente era hasta entonces una garantía sólida y una ley no escrita de respeto y consideración a las figuras que han ocupado esa posición en el pasado.
El único ejemplo reciente de intento de persecución contra la familia de un exmandatario, no tuvo acogida y debió ceder ante el repudio público. Curiosamente ocurrió en la administración de Jorge Blanco, cuando se asedió a la viuda del expresidente Antonio Guzmán con un expediente de evasión del pago de impuestos suce-
sorales. Pero ese affaire fue visto y entendido por la opinión pública nacional no como un cambio en la tradición o un intento oficial de moralización de la vida política, sino más bien como una faceta apenas de la interminable rivalidad que entonces y todavía sacudía internamente al oficialismo perredeísta.
Si artificios legales y poder político podían, como se hizo, para- lizar un proceso deteniendo el conteo de los votos y más tarde dila- tar en plazos peligrosos e inquietantes la proclamación formal de los ganadores de unas elecciones que en sus etapas anteriores se cum- plieron en forma ordenada, todo era señal de que los mecanismos institucionales de la democracia dominicana eran letra muerta. Este descubrimiento sorprendente sepultaba lo que pudo haber queda- do como una herencia política de un partido que como el PRD dejaba el poder con un lastre de pobres realizaciones en el campo material y un legajo, en cambio, muy voluminoso de corrupción.
Lo que no parecía entender el círculo oficial era la diferencia de valores de las cosas que han sido puestas en juego en esa situación intranquilizante. Entre una senaduría, algunas otras bancas congre- suales y la Sindicatura del Distrito que se obtendrían como conse- cuencia de un “fallo histórico”, de una parte, y un legado de respeto a la voluntad popular, de la otra, el Gobierno y su partido podrían verse tentados a optar por lo primero, estimulados por las ventajas políticas inmediatas que comportaría.
Esas bancas podrían resultar suficientes para la aprobación de un proyecto o para catapultar pretensiones de un regreso en 1990. Pero no bastarían para salvar del juicio de la historia a una gestión incapaz de dejar a la posteridad herencias más permanentes.
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La tardía pero justa decisión de la Junta Electoral del Distrito que otorgó el 18 de junio la Sindicatura al empresario radial Rafael Corporán de los Santos, contribuyó a despejar el panorama elec- toral, inexplicablemente inconcluso todavía a más de un mes de
celebrados los comicios. Ahora el veredicto respecto a quien ganó realmente la Senaduría del Distrito Nacional, si el candidato del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC), Jacinto Peynado, o la candidata oficialista Asela Mera de Jorge, se caía por su propio peso.
La derrota del oficialismo había sido total incluso en lo que una vez constituyó su baluarte político principal. Era obvio que aquellos graves conflictos internos del perredeísmo, que aún persistían tal vez con más calor, no fueron nunca interpretados en su verdadera magnitud por los principales dirigentes del PRD, ni mucho menos por sus cabezas de tendencias. Quizá alguno aceptó alguna vez la posibilidad de una derrota nacional, pero todo indicaba que jamás creyeron que ello pudiera ocurrir en el Distrito. Estoy convencido de que cuando decidió que su esposa, la Primera Dama de la Repú- blica, saliera al ruedo para luchar por la Senaduría, el Presidente y sus más íntimos colaboradores desecharon esa posibilidad.
Con las rivalidades internas en su punto más álgido, a despecho del llamado “Pacto La Unión”, que nunca llegó a unificar las fuerzas perredeístas, la “tendencia” del mandatario probablemente se hizo el planteamiento siguiente: perdemos las elecciones, es probable, pero ganamos la Senaduría, con lo cual los perdedores serán otros.
Hubo gravísimos errores de enfoque dentro del partido ofi- cial con respecto a las posibilidades que planteaban las elecciones. Los seguidores de Jacobo Majluta y el candidato mismo, por su parte, no se hicieron la idea de una eventual derrota. Al concurrir a los comicios sin estar preparados sicológicamente para un revés, no trabajaron para lo peor y con ello repitieron el mismo costoso error que muchos otros, aquí y en el exterior, han cometido en el pasado. Convencido de que ganaba y de que no podían darse otros resultados, alentado tal vez por encuestas evidentemente manipu- ladas, Majluta cedió a cambio de la candidatura presidencial todas las demás posiciones electorales, imbuido por aquello de que en un régimen presidencialista desde el Palacio se puede hacer cualquier
cosa. “El artículo 55 (de la Constitución) me basta”, dijo en una oportunidad.
Sin duda alguna, Majluta fue el primer gran perdedor de la jus- ta electoral del 16 de mayo. Pero, contrario a lo que sus adversarios llegaron a creer, él supo asimilar el golpe protegiendo a tiempo lo poco que aún quedaba intacto de su imagen. Los acontecimien- tos postelectorales resultaron en golpes mucho más severos para las reputaciones de sus enemigos dentro del PRD. La pérdida de la Sindicatura del Distrito fue una derrota adicional para el prestigio de José Francisco Peña Gómez, que trataría a toda costa, como ya se observaba, de recuperar su posición a base de radicalismo. La pérdida de la Senaduría, con la victoria de Peynado, implicó un duro revés para el Presidente, tanto en el plano político como en el personal.
Analizado el ambiente en los predios oficialistas, era fácil perca- tarse que cada cual, cada líder o tendencia, a la luz de los resultados electorales, infirió al otro una estocada. Visto desde ese ángulo, cada uno de ellos sentía que en el fondo ganaba algo. Peña, por ejemplo, podría justificarse a sí mismo con la derrota de Majluta. Jorge Blan- co tal vez creyera que tenía razón al respaldar inicialmente a Peña y al quedarse con las primeras diputaciones en muchos sitios. Pero Majluta tenía razones para sentirse satisfecho ahora que la Junta del Distrito anunció el primero de sus veredictos importantes.
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El 22 de junio, sorprendentes declaraciones del sindicalista y asesor del Poder Ejecutivo, Antonio Pérez, acerca de la manera en que el Gobierno manejaba el delicado tema de las exoneraciones de vehículos y otros artículos de importación, quedaron cortas ante la reacción del secretario Administrativo de la Presidencia, Rafael Flores Estrella, quien dijo que el asesor presidencial “era una de las personas más beneficiadas con exoneraciones de vehículos de motor concedidas por el Gobierno”.
Y como prueba, el secretario mostró a la prensa copia de un oficio firmado por el Presidente de la República por virtud del cual se le concedía al señor Pérez -no a ninguna entidad sindical- la exo- neración del pago de impuestos para la importación, léase bien, de 50 minibuses, 30 automóviles, seis jeeps, tres furgones de piezas, 3,000 gomas, cinco camionetas de doble cabina y cinco camiones.
Si el secretario Flores Estrella pensó que con esto refutaba a Pérez, que aún conservaba su puesto de asesor presidencial, era un ingenuo, porque ese oficio a quien incriminaba era al Gobierno.
¿Cómo puede una Administración, por más razones que invoque, justificar un privilegio de esa naturaleza y monto a un individuo que además era un funcionario del Gobierno?
Varios periódicos calificaron el expediente de “escandaloso” y no incurrieron en exageración ninguna. Nadie estaba seguro de que otros expedientes similares no beneficiaron a muchos otros Pérez que andaban por ahí vendiendo influencias o aprovechándose de ellas. Pero ese caso demostraba la necesidad de poner en marcha una acción moralizadora para adecentar la vida pública y evitar que las posiciones gubernamentales fueron trampolines para alcanzar fortunas o posiciones sociales que de otra manera resultarían im- posibles de alcanzar. Se requería para ello sanciones a tono con la gravedad de cada caso.
Porque si la democracia no era capaz de proteger con un manto de pudor al país de la descomposición en que caía, entonces ¿de qué servía luchar por ella?
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Lo errores fatales de la transición
A mediados de junio hubo un incidente violento a las puertas de la sede de la JCE, con el balance de varios muertos y más de una decena de heridos. Los dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano se hicieron la idea, de que por el hecho de que las
víctimas del tiroteo frente al edificio de la Junta Central Electoral eran miembros de esa organización, no les correspondía responsabi- lidad por la tragedia. Sin embargo, a pesar del derroche de retórica gastado en esos días, no había fuerza que despojara al Gobierno y al PRD de la carga material y moral de esos muertos. Material porque en los luctuosos incidentes solo tomaron parte fuerzas que respondían directa e indirectamente al régimen y a su partido. Mo- ral porque las víctimas fueron llevadas allí bajo el engaño de que se les iba a pagar y en camiones del Ayuntamiento.
El aparatoso andamiaje, propio del estilo perredeísta de recu- rrir a la movilización de masas para alcanzar objetivos políticos, tuvo como propósito ejercer presión sobre la JCE con respecto a fallos que, de producirse, constituirían una monstruosidad jurídica y un atentado devastador contra la democracia dominicana y el derecho del pueblo a escoger libremente a sus gobernantes. Parece ser que el PRD y el Gobierno creían ver en la tardanza de la Junta Electoral en ofrecer su veredicto final, un indicio de debilidad al que se le podía sacar provecho, cambiando mediante actos de fuerza el resultado legítimo de la voluntad popular expresada en las urnas. De esta percepción, errada o no, sólo tenía culpa la JCE, que pro- longaba innecesariamente un proceso que debió haber culminado hacía tiempo.
En línea con el plan de valerse políticamente de la tragedia, en la que cinco dominicanos perdieron la vida en una protesta que carecía de justificación, Peña Gómez dijo que esos hechos demos- traban que su partido ha tenido el Gobierno “pero no el poder”.
Por ello resultó una amenaza innecesaria su advertencia de que los acontecimientos frente a la Junta Central Electoral harán que para antes de finales del siglo “este partido (el PRD) ponga a las Fuerzas Armadas al servicio del pueblo”.
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Las autoridades actuaban como si el mandato que le confirió el pueblo fuera infinito y esto suponía serios problemas para el Gobier- no a instalarse el 16 de agosto. La premura con que se abrían con- cursos, se concedían obras y se evaluaban proyectos parecía en junio cosa de orates. Esas acciones comprometían seriamente la suerte de la próxima administración, pues todas esas iniciativas se producían en áreas vitales de la economía. Fue el caso de lo denunciado en el Consejo Estatal del Azúcar (CEA). A las poco éticas ventas futuras, para entrega en octubre de 1987 y con cargo a una cuota norteame- ricana todavía desconocida, se agregaron decisiones trascendentes para la vida de la institución que, por razones morales y administra- tivas, pudieron muy bien postergarse en manos del Gobierno electo.
Me refiero específicamente al proyecto Barahona II. Esta planta fue diseñada para generar 40,000 kilos de energía eléctrica usando como combustible barbojo, bagazo, carbón y diesel. El valor apro- ximado de la obra era de US$50.0 millones y el tiempo estimado de construcción dos años.
¿Qué necesidad tenía el CEA de haber abierto un concurso para una obra de tal magnitud, a menos que no exista el propósito de crearle, compromisos a la próxima administración de ese consor- cio? El argumento de que se trataba de una obra de enorme utili- dad, que no debía posponerse por más tiempo, se caía por su propio peso, porque se estaba apenas a mes y medio de la juramentación de un nuevo Gobierno.
En el concurso participaron tres consorcios, Ansaldo, IEMCA y B&W de México; la Brown Boveri Co., Distral, Matos y Arzeno y la Foster Wheeler, Skoda, Grupo Caribe. Según fuentes confiables, las propuestas eran evaluadas por técnicos del CEA, con el pro- pósito de hacer las recomendaciones que permitan al Consejo de Administración del organismo adjudicar la obra antes de finalizado el período constitucional a punto de expirar.
Como quiera que se le mirara, una medida de esta naturaleza constituiría un acto de mala fe contra una nueva administración que deberá manejarse en medio de dificultades, a causa de los pro- blemas económicos que aquejaban a la nación. Lo más sensato, por tanto, era que el Gobierno procediera a dejar sin efecto todas estas iniciativas, en una acción que estaría a tono con los deseos manifies- tos del Presidente de la República de propiciar una transición or- denada y sin mácula, en beneficio de la convivencia política futura.
Todo esto vino al caso porque el concurso para el proyecto Ba- rahona II no fue el único de su género. Se supo que otros proyectos similares, de elevado costo y determinantes para ciertas áreas básicas de la economía eran evaluados para su pronta adjudicación. Varios de ellos pertenecían a la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE), que incurría en el error de concertar un contrato de man- tenimiento de las plantas termoeléctricas existentes, las nuevas lí- neas de transmisión de energía y las estaciones y subestaciones de la CDE, a un costo de varios millones de dólares.
Este era precisamente el tipo de negociación que un régimen no debe llevar a cabo en la etapa final de su mandato. En resumen, lo más cuerdo era dejar al criterio del próximo Gobierno, la deci- sión respecto a obras y proyectos que puedan comprometerlo desde un punto de vista económico o político. Y esto valía no solo para el CEA y la CDE, sino también para otras instituciones como el INDRHI, el Instituto Agrario Dominicano, el Banco Nacional de la Vivienda (en cuanto a la autorización para nuevas entidades de ahorros, y préstamos), etc., cuyas actuaciones podían gravitar por mucho tiempo en la vida económica de la nación.
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El 1 de julio se cumplieron 20 años de la instalación del primer Gobierno constitucional que el Presidente electo encabezó entre julio de 1966 y mediados de agosto de 1970. La fecha era propicia para hacer unas cuantas reflexiones de utilidad. Limitémonos a la
más importante: ¿Qué fenómeno social explica el hecho de que al cabo de dos décadas, Balaguer continuara siendo la más relevante figura en el escenario político dominicano?
La más socorrida de las respuestas se relacionó con el desgaste del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y el descrédito de sus líderes por efecto de malas administraciones gubernamentales y una corrupción que alcanzó en esos últimos ocho años niveles into- lerables. Es posible que esos factores hayan contribuido a mantener vigente al hombre que el pueblo seleccionó de nuevo para dirigir el Gobierno a contar del próximo 16 de agosto. Sin embargo, resulta evidente que no configuran una explicación completa ni satisfactoria.
En efecto, Balaguer sobrevivió a sus contemporáneos, a los que le sucedieron y a los graves acontecimientos acaecidos en el país por espacio de cinco períodos constitucionales, por algo mucho más que eso. Los defectos y errores de sus adversarios no habrían podido ser suficientes por sí solos para preservar la vigencia, increíblemente fresca y renovada, de este líder singular, al que sus más enconados detractores, casi sin excepción, tuvieron finalmente que reconocer sus invaluables aportes al proceso de construcción de la democracia dominicana.
Balaguer conservaba su liderazgo virtualmente incólume y po- dría decirse, a juzgar por los resultados electorales, que estaba en franco crecimiento todavía, gracias principalmente a la fuerza de su personalidad y a la manera como actuó lo largo de los últimos años, a veces bajo condiciones adversas y sometido a fuertes campañas de detractación. Los ataques de sus enemigos nunca le desviaron de sus objetivos.
Esa fue una de sus grandes enseñanzas, que muy pocos de sus seguidores y contrarios supieron aquilatar en su justa dimensión. Pero también estaba, y ha sido básico, su enorme legado político. A pesar de que le correspondió gobernar a la nación en uno de los períodos más inciertos de su historia, con el territorio ocupado por
ejércitos extranjeros, supo enderezar la economía, pacificar a la po- blación recién salida de una cruenta guerra civil y sentar las bases de un desarrollo democrático sólido y estable.
Quienes llegaron detrás de él fueron incapaces de emular su obra. Ni siquiera en el campo de los derechos humanos, en térmi- nos generales y objetivos, la labor de estos no fue mejor al balance de Balaguer. Y ha sido así, no obstante el hecho de que este último debió enfrentarse a circunstancias muy adversas que desbordaban su capacidad para maniobrar en esa área de la acción gubernamen- tal, entonces supeditada a muchas fuerzas algunas de ellas fuera del control y voluntad del régimen.
No intento una justificación moral, política o histórica del saldo en materia de respeto a los derechos humanos de las tres administra- ciones encabezadas por Balaguer. Un clima de respeto en ese campo depende de diversos factores sociales, ajenos a veces a la esfera de influencia de una administración. Los factores políticos y las fuerzas que entonces dominaban el escenario nacional, dificultaban la crea- ción de un clima diáfano en esa esfera de la actividad del Gobierno.
En parte se justifica así, que en una etapa tan desarrollada de nuestra democracia, ni el propio PRD haya podido realizar una ges- tión completamente limpia en materia de derechos humanos y que todavía al cabo de cinco mandatos constitucionales se atropellara a la gente en las calles, se cometieran asesinatos y la justicia fuera una ilusión en la mente de los ingenuos que aún habitaban esta tierra. En efecto, en términos matemáticos, y muertos menos no hacen mejor a un Gobierno frente a otro, en ocho años las violaciones del PRD fueron casi tantas como las ocurridas en doce, pese a existir condiciones sociales y políticas más apropiadas para que las cosas hubiesen mejorado en ese aspecto.
Puede aceptarse, en resumen, que la vigencia de Balaguer se de- biera en parte a la ineptitud y la corrupción de sus adversarios. Pero nadie podía negar, ante la fuerza de las evidencias, que el hombre
era en 1986 Presidente nuevamente por sus propios méritos perso- nales y sobre todo por su coherencia y su increíble consagración a una carrera política que distaba todavía de haberse agotado a despe- cho del tiempo y otras adversidades.
Mientras más se leía y escuchaba a los “líderes” políticos domi- nicanos, más convencido se estaba de que el país tomó la decisión correcta cuando escogió de nuevo a Balaguer en las elecciones del 16 de mayo. De labios de ese hombre no brotaba un despropósito. Ni aún en los momentos más inciertos de su carrera política, cuan- do la soledad de la derrota hizo sonar frente a él los latigazos de la ingratitud y la mediocridad, perdió la serenidad o la compostura.
Jamás se escuchó de él una frase contra sus adversarios de la que tuviera luego que retractarse. Ni siquiera en los instantes más cercanos a la gloria, cuando el triunfo resarció años de detractación, surgió de él un gesto de inmodestia. “Yo no soy nadie todavía”, dijo en una entrevista, cuando se le preguntó si tomaría medidas contra los responsables de actos deliberados de corrupción aparentemente dirigidos a dificultar su gestión gubernativa. “Yo solo estoy supues- to a ser Presidente”.
No creo que esta respuesta fuera un gesto intencionado de mo- destia, como aquellos tan comunes en esos líderes nuestros nece- sitados de tal clase de autoadulación para ocultar sus desnudeces intelectuales. Más pareció la reacción natural de un hombre cons- ciente a plenitud del alcance de su capacidad y, por ende, de sus limitaciones, una cualidad fundamental para el triunfo en cualquier actividad humana.
Ninguna otra figura política había sido jamás tan vilipendiada y adulada por contrarios y seguidores, sin que una actitud u otra afectara su proceder o nublara su entendimiento. En la campaña pasada, cuando sus adversarios vieron en peligro sus pretensiones ante el avance de la popularidad que venía cobrando su candidatu- ra, tejieron contra él todo lo imaginable.
Hasta la televisión española censuró aquel comercial que ponía a un niño a hablar de los “incontrolables”. Al mal gusto y a la falta de pudor en su concepción, esa cuña publicitaria unía un tremendo error de cálculo y de percepción política, porque quienes pagaban su proyección en todos los canales eran pasibles de la misma acusa- ción. Existía contra ellos el agravante, injustificable ante la historia, de haber llegado allí con la promesa solemne de poner fin a esos vi- cios de la democracia dominicana. Pero ni la peor de las calumnias hizo a Balaguer descender en esa campaña electoral al nivel de la de- gradación política en que frecuentemente cayeron sus adversarios.
Las maniobras postelectorales urdidas contra él fueron todavía más torcidas. Se intentó primero desconocer su triunfo. Luego des- pojarle de parte de él. Y en esos afanes turbios algunos de sus más enconados adversarios, perdidos en un laberinto de sórdidas confu- siones, llegaron a extraviar el sentido de la proporción, renunciando a un último gesto de grandeza felicitándole a tiempo. Con un acto así se hubiera despejado ya de obstáculos un proceso deliberada y tercamente dilatado con el propósito de imponer soluciones muy ajenas a las que el pueblo se dio en las urnas.
Por todo ello, veinte años después de su primera victoria elec- toral, Balaguer figuró en el más alto nivel de estimación pública de entre todos los líderes políticos nacionales. Y a pesar de su edad y las limitaciones por él mismo admitidas, era el de más sólido arraigo entre la juventud que votó a su favor contradiciendo todos los mal fundamentados vaticinios de sus detractores.
Era realmente admirable que este hombre se sentara tranquila- mente a esperar por un veredicto que legalmente le correspondía. Y que lo hiciera con una paciencia que parecería indicar que a pesar de su avanzada edad y su precaria salud, disponía de tiempo para esperar sin emitir contra la Junta Central Electoral lo que hacían todos los días aquellos a los que el pueblo rechazó el 16 de mayo en las urnas.
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En la primera semana de julio trascendió que el 14 de mar- zo, cinco altos funcionarios del Gobierno se reunieron en privado en el edificio de la Secretaría de Estado de Agricultura para dejar constituida la denominada Asociación Agropecuaria de Ahorros y Préstamos. Tres de ellos se incluyeron como accionistas con un aporte inicial de doscientos pesos cada uno. Pero de acuerdo con la primera resolución de esa acta de asamblea constitutiva, la entidad iniciaría sus operaciones con un capital de tres millones de pesos, aportados casi en su totalidad por el Estado.
El comité gestor, reunido ese día, estaba compuesto por el se- cretario de Agricultura, ingeniero Carlos Federico Cruz Domín- guez, en representación del Estado; Lic. Ángel Reyes, en represen- tación del Banco Agrícola; Lic. Frixo Messina, en representación del Banco de Reservas; ingeniero Plutarco Frías, en representación de la Corporación de Fomento Industrial y el licenciado Elpidio Ramírez, en representación del Instituto Nacional de la Vivienda.
En ese mismo orden, se eligieron presidente, vicepresidente, secretario, tesorero y vocal de la nueva entidad, respectivamente. Y aprobaron una resolución, la cuarta, en la que se autorizaba a dos de ellos, Cruz Domínguez y Messina, “como las personas que tienen la autorización para girar sobre la cuenta” de la asociación, sin más autoridad que la que ellos mismos se confirieron ese día.
Fue un acto sin precedentes. Cinco funcionarios, sin ningún poder legal ni previa autorización del Congreso, que debería cono- cer sobre los fondos del Estado comprometidos en esa empresa, se convirtieron así de un plumazo en garantes del patrimonio público. Esto así porque 2.7 millones de los tres millones de pesos del capi- tal de la entidad, serían aportados de acuerdo con el acta por ellos aprobada por el Estado y tres instituciones públicas, como eran la Rosario Dominicana, el Banco de Reservas y el Banco Agrícola.
Sus aportes serian de un millón por cada una de las dos pri- meras, medio millón el Banco de Reservas y 200 mil pesos el Ba-
grícola. Otros 100 mil pesos serían aportados por la denominada Aseguradora Dominicana Agropecuaria, C. por A., de una misma naturaleza que la asociación y controlada por altos funcionarios, y los 200 mil restantes por accionistas individuales con aportaciones de 200 pesos. La mayoría de los accionistas que figuraban en los documentos originales sometidos al Banco Nacional de la Vivien- da (BNV) eran altos funcionarios del Gobierno de Concentración Nacional.
A pesar de que a la asociación se le dio un carácter agropecua- rio, en el estudio de factibilidad enviado al BNV conjuntamente con otros documentos, para los fines de aprobación oficial, se afir- maba lo siguiente: “El área de influencia de la nueva asociación está configurada, principalmente por la zona colonial, los ensanches Villa Francisca, Ciudad Nueva y San Carlos”.
La asociación, parte de un grupo de empresas que incluía una aseguradora y un banco agropecuario, creados también con fon- dos del Estado por funcionarios gubernamentales era una iniciativa escandalosa, por más que sus miembros intentaran demostrar lo contrario con tecnicismos legales. No se trataba, en efecto, de si su formación llenaba los trámites establecidos por la ley. De todas maneras distaba de parecerlo puesto que no se cumplió el requisito de depositar el capital al momento de hacer la solicitud al BNV y aparentemente la Rosario, con certero criterio administrativo pare- cía haber desestimado su participación.
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La creación de un banco y una asociación de ahorros y prés- tamos con fondos estatales por parte de un pequeño grupo de influyentes funcionarios gubernamentales era un exceso. La cir- cunstancia de que hayan sido concebidos en la etapa final de una administración hacía más cuestionable el proyecto.
Las asociaciones de ahorros y préstamos son entidades de de- recho privado y como tales están sujetas a demandar y ser deman-
dadas y responder con su capital, con sus activos, que pueden ser embargados por terceros. Como fruto de la fértil imaginación de un pequeño grupo de funcionarios, que solo harían aportes de 200 pesos individuales, se involucraba al Estado con una inversión millonaria para financiar la creación de una asociación de ahorros y préstamos.
La empresa, presuntamente mixta, seria sostenida económica- mente por instituciones del sector público. Sin embargo, los creado- res de la entidad se las arreglaron para ocupar, mediante un simple acta de constitución, las posiciones claves que de hecho le darían el control del manejo de esos recursos millonarios. Como el Estado es inembargable, los ahorrantes y usuarios de esta nueva asociación, a la que felizmente el Banco Nacional de la Vivienda (BNV) no le había dado todavía su aprobación, carecerían de la garantía de poder actuar en contra de la institución, en la eventualidad de que se sintieran agraviados como sería el caso frente a cualquiera otra entidad de su género. Esto crearía un enorme privilegio a su favor y en prejuicio de las existentes, rompiendo así el equilibrio que soste- nía e impulsaba el sistema de ahorros y préstamos en la República.
En vista de que los cinco funcionarios gestores de la entidad comprometían aportes de instituciones públicas por un monto de casi tres millones de pesos, convenía determinar si poseían un poder legal del Estado para esos fines y si existían, cómo deberían existir, resoluciones en ese sentido de los consejos de administración de las diversas instituciones del Estado involucrados en la operación. Ninguno de esos documentos fueron hechos públicos. Nadie los conocía o los había visto.
El sistema de ahorros y préstamos estaba integrado por los sec- tores público y privado. El primero representado por el BNV y el segundo por las asociaciones. La función del primero se limitaba única y exclusivamente a regular al sector privado, creando y vigi- lando el marco de acción legal de las asociaciones que operaban en el país. Pero no estaba previsto que el Estado entrara directamente
a la actividad, compitiendo con las entidades privadas que ya cu- brían el mercado. Esto desnaturalizaba el sistema y desvirtuaba por completo su propósito, distorsionando los objetivos para los cuales fue concebido.
¿Cómo habría de considerarse a la nueva Asociación Agropecuaria de Ahorros y Préstamos, cuyos estatutos hablan de que su esfera de acción abarcaría barrios de la ciudad de Santo Domingo? ¿Una entidad del sector público o una institución privada? ¿De qué manera se prote- gerían los intereses de los accionistas y los ahorrantes en el caso de una demanda en su contra, si el Estado no puede ser objeto de embargo?
Tampoco se sabía si el Congreso había conocido alguna resolu- ción o proyecto relacionado con los aportes que el Estado haría tan- to a la nueva asociación como al denominado Banco Agropecuario,
S.A. (AGROBAN), creado igualmente por un pequeño grupo de funcionarios comprometiendo recursos estatales. Y esto así, porque en el caso de la primera, los certificados de depósitos tendrían que ser necesariamente a un plazo mínimo de tres años.
Aunque el Estado seguiría siendo propietario del dinero, en función de accionista, y tendría una acreencia contra la institución, al ser comprometido como aporte de capital, dejaría de hecho de ser dueño de él por el plazo citado. En vista de que se trataba de un acto prácticamente de disposición que enajenaba de hecho el patrimonio público, inversiones de esa naturaleza tenían que ser aprobadas por el Congreso.
Debido especialmente a que, por lo menos en el caso de AGROBAN, y era lo mismo con la asociación, la participación de los funcionarios gestores en los consejos de administración no era ex officio, es decir en calidad de las funciones temporales que ocu- paran, si no in tuito personae. Sin duda esto hacía aún más escanda- loso ambos proyectos.
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El sábado 12 de julio, El Caribe publicó el texto de una carta que intentaba ser una respuesta a dos artículos míos sobre el ca- rácter escandaloso de la formación de la denominada Asociación Agropecuaria de Ahorros y Préstamos, del asesor jurídico del Poder Ejecutivo, doctor Enmanuel Esquea Guerrero. La misiva era un rosario de insinuaciones en mi contra.
No había en la carta del doctor Esquea, un solo argumento que justificara desde un punto de vista legal o moral la creación con fondos públicos de la citada entidad. El funcionario palaciego se limitó a reclamarme las causas por las que en otras oportunidades yo no me opuse a situaciones que nada tenían que ver con el asunto. Y concluía con la usual protesta de indignación, advirtiendo que los funcionarios del Gobierno actual “estamos hechos de otra pasta”.
El Consultor Jurídico no exponía en su carta, a pesar de su extensión, ningún elemento legal justificativo de la iniciativa que comprometería, en un proyecto dudoso, cuantiosos recursos del Es- tado. El más importante, la calidad que puedan tener unos cuantos funcionarios de alto nivel para disponer de fondos públicos para una empresa de carácter mixto, en la que ellos mismos se atribuían participación con aportes insignificantes de 200 pesos cada uno.
Si el Consejo de Administración del Banco Nacional de la Vi- vienda (BNV), se ajustaba a sus propias reglas, la Asociación Agro- pecuaria tenía que ser rechazada. En su reunión del 14 de enero de 1985, el Consejo aprobó una resolución que en su punto nú- mero 4 dice textualmente: “El capital requerido para la apertura de nuevas asociaciones de ahorros y préstamos, así como el capital adicional requerido en los casos contemplados por el numeral 2 de esta resolución, deberá estar totalmente integrado en numera- rio y depositado en una cuenta especial en el Banco Nacional de la Vivienda, la cual no devengará intereses, en un plazo que no exceda los sesenta días, contados a partir de la fecha de presenta-
ción de la solicitud de franquicia, según lo dispuesto en el numeral 7 del artículo 2 de la Ley 5897 antes citada, entendiéndose que, de no cumplirse con este requisito, quedaría automáticamente sin efecto cualquier autorización de instalación que el Consejo de Ad- ministración del banco otorgado a favor de la indicada solicitud”.
La solicitud original para la aprobación de la nueva entidad defendida por el doctor Esquea, fue presentada al BNV mediante carta de fecha 20 de marzo pasado. Mediante correspondencia re- cibida el 17 de junio, a las 2:17 p.m., el secretario de Agricultura, ingeniero Carlos Federico Cruz Domínguez, reiteró al banco el pe- dido de aprobación. Pero en ninguna de las dos oportunidades se cumplió con el requisito legal de depositar los tres millones de pesos que el BNV exigía como capital mínimo para conceder permiso de operación a entidades de ahorros y préstamos.
Esto quedó confirmado en correspondencia remitida por el se- cretario general del BNV, licenciado Ángel García Berroa, a cuatro asociaciones de ahorros y préstamos en respuesta a una solicitud de información elevada en ese sentido por la Liga Dominicana de Asociaciones de Ahorros y Préstamos. En dicha correspondencia se afirma que a la fecha de su remisión, el 10 del presente mes (julio), curiosamente la misma fecha de la carta del doctor Esquea, el lla- mado Comité Gestor de la Asociación Agropecuaria no había he- cho todavía efectivo el depósito de los tres millones de pesos. “Tam- poco”, agrega, “nos ha sido remitido el poder que le fuera otorgado por el Poder Ejecutivo al secretario de Estado de Agricultura para representar al Estado en dicha Asociación en formación”.
A esa fecha, tampoco se habían remitido al BNV las autori- zaciones de las juntas de directores o consejos de administración de las entidades del sector público que el grupo de funcionarios ha involucrado con accionistas mayoritarios de la entidad. Lo cual sugería, para utilizar un término piadoso, que el Comité Gestor que encabezaba el secretario de Agricultura, no poseía calidad legal para
actuar en representación de dichas instituciones, que son el Banco Agrícola, el Banco de Reservas, el Estado dominicano y la Rosario,
C. por A.
No existían pues razones legales para que el BNV aprobara esa nueva solicitud que desequilibraría todo el sistema de ahorros y préstamos dominicano y que finalmente fue rechazada.
El texto de la citada carta de Esquea Guerrero a El Caribe es el siguiente:
“Señor Director:
“He leído con sumo interés, como siempre leo sus escritos, los dos artículos que Miguel Guerrero dedicara a atacar la feliz iniciati- va del Gobierno de Concentración Nacional de crear un mecanis- mo que pueda contribuir a canalizar ahorros hacia la construcción en el sector rural del país.
“No creo que nadie pueda cuestionar el gran déficit habitacio- nal existente en la República, el cual se manifiesta de manera muy marcada en los sectores suburbanos y rurales. Esta realidad y lo que ella significa para el futuro del país, ha sido magistralmente descrita por el Ing. Emilio Olivo en un artículo que publicara recientemen- te bajo el título Tendremos lo que no tenemos: la Agropecuaria de Ahorros y Préstamos.
“Sabía que determinados sectores económicos y hasta políti- cos, no verían con buenos ojos esta nueva institución, pero creía que la objeción de Guerrero se debatiría en un plano esencialmente técnico y objetivo, sin jamás pensar que podría prestarse a con- travenir con especulaciones maledicentes, un proyecto como éste, llamado a paliar el problema habitacional de los infelices del campo dominicano.
“Debo reconocer que Guerrero está en el derecho de defender los intereses que considere más convenientes para él y los suyos, pero rechazo que esa defensa la haga tratando de empañar la imagen
del Gobierno de Concentración Nacional y de aquellos que en el ejercicio de sus funciones, han participado en la formación de la Agropecuaria de Ahorros y Préstamos.
“Es una pena que el señor Guerrero se haya dejado arrastrar hasta ahí, tratando inclusive, de presentar la reunión de organiza- ción de la asociación, como una actividad ilícita o conspirativa con- tra el Estado o los intereses de la ciudadanía, llegando a calificarla como “un acto sin precedente”.
“No, señor Guerrero, ese fue un acto de ejercicio normal de las funciones gubernamentales. Conspiración hubo, cuando su par- tido, mandó a ocupar militarmente la Junta Central Electoral y a suspender el conteo de los votos que no recuerdo haber leído su artículo.
“Señala además que esos funcionarios no tenían autorización del Congreso para comprometer al Estado en esta empresa, en una evidente confusión respecto a las funciones del Congreso que se limitan a la aprobación de las operaciones inmobiliarias. Pero si insistiera en su error yo quisiera preguntarle si el Congreso conoció la negociación mediante la cual la empresa para la cual él trabaja, dejó de pagarle al Estado Dominicano 38.0 millones de dólares, utilizando la presión de intereses foráneos y hasta la presencia de un exCanciller extranjero. En esa ocasión, tampoco le leí.
“Pero también me agradaría saber, si el Gobierno de su partido envió al Congreso Nacional el Contrato mediante el cual vendió a precio vil a particulares, el Matadero de Santo Domingo que cons- tituyó un patrimonio ancestral del Estado Dominicano.
“Me gustaría además saber, si el Contrato mediante el cual su partido arrendó por 50 años por algo más de $1,000.00 dólares mensuales el Hotel Hispaniola a la empresa para la que él trabaja fue aprobado por el Congreso. Obviamente, en ninguno de estos casos tampoco escribió Guerrero.
“Quisiera saber, si su voz se levantó cuando los intereses a los que sirve, se apoderaron de todo un pueblo que se llama Bayahibe y prohibieron a los dominicanos, a sus compatriotas, bañarse en sus playas, aún a aquellos que nacieron en esos mares.
“No, creo que él esté confundido. La Agropecuaria no ha sido concebida como aquella Asociación de Ayuda a los Bomberos que incorporara el Dr. Balaguer, para la que impusiera expresamente un impuesto a las pólizas contra incendio y cuyos fondos bien debería saber la ciudadanía en qué institución financiera se depositan.
“No, los funcionarios del Gobierno de Concentración Nacio- nal estamos hechos de otra pasta.
Emmanuel Esquea.
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Por supuesto, no me molesté en responderle al doctor Esquea, pidiéndole las razones por las que el Gobierno de Concertación Nacional no había actuado contra los responsables de todas las irre- gularidades que mencionaba en su carta, para lo cual tuvo cuatro años y no hizo.
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Al referirse a las causas de la derrota electoral, Jacobo Majluta dijo haciendo honor a aquello de que nadie conoce mejor a un pe- rredeísta que otro perredeísta, que las oficinas del Palacio Nacional estaban llenas de “boy scouts”, una ocurrencia que molestó a los funcionarios sin haber provocado la misma reacción de los niños exploradores.
Esta definición, surgida en el momento más álgido de la lucha partidaria dentro del oficialismo, no pudo haber sido más acertada.
¿Cómo entender si no fuese así, la actitud un tanto calenturienta asumida por funcionarios llamados a adoptar posturas más sere- nas y comprensivas, acordes con el proceso histórico que vivía la nación? ¿Qué pretendían, por ejemplo, colaboradores del nivel de
Fulgencio Espinal, con amenazas de lanzar al pueblo a las calles en la eventualidad de que la Junta Central Electoral dictara un fallo que no se ajustara a los deseos del PRD y del Gobierno.
Tales bravatas, por más poder y fuerza que detentaron sus au- tores, no surtían ningún efecto. El pueblo ya se había lanzado a las calles. Lo hizo, sin embargo, en forma ordenada y tranquila, para votar el 16 de mayo por una solución política.
Espinal y muchos otros voceros gubernamentales organizaron protestas así como alardes de sus pretendidas buenas intenciones de auspiciar un proceso de transición normal. Pero la comisión que alegadamente fue creada para facilitar esa transmisión nunca dio señales de vida. Además, la larga cadena de irregularidades adminis- trativas de las últimas semanas, en casi todos los departamentos de la administración pública, tenían el deliberado propósito de fasti- diar y llenar de obstáculos la labor de las nuevas autoridades.
La actuación del PRD y de su gobierno no fue, en efecto, la co- rrecta en esos dos últimos meses. En lugar de facilitar la transición, sentando un precedente saludable, lo que pareció estar en marcha era un esfuerzo destinado a sembrar el proceso de complicaciones.
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El decreto presidencial prohibiendo la importación de vehí- culos de motor, apenas cuatro días después de que se levantara el impedimento mediante una decisión del jefe del Estado, generó desconcierto y protestas contra el Gobierno a un mes del inicio del nuevo mandato. La mayoría de los medios editorializaron sugirien- do que la medida estuvo dirigida básicamente a favorecer a determi- nados intereses del ramo de la venta y distribución de automóviles y otros vehículos de motor.
Nadie se tragaba el cuento de que la derogación del decreto que levantó el impedimento estuvo basado en la manera en que se disparó la prima del dólar en los mercados locales de la divisa esta- dounidense. A las propias autoridades económicas no les convenía
ese argumento, pues parecería que el Gobierno actuaba en asuntos de la mayor trascendencia con festinación y sin calcular de antema- no las consecuencias de sus propias iniciativas.
¿Cómo entender, por ejemplo, que los funcionarios del equipo económico del Gobierno pasaran por alto esa posibilidad? ¿O es que acaso se adoptaban medidas en el campo de la economía sin consultar a los asesores del Presidente?
Aun el mayor de los incautos suponía que antes de proceder a dar un paso de esa naturaleza, los gobiernos sopesan sus deri- vaciones. Por ello se descartó de plano que la motivación real del segundo decreto que prohibió de nuevo la importación, cuando ya algunos distribuidores habían colocado pedidos urgentes ampara- dos en la primera de las dos disposiciones ya históricas, haya sido su efecto en el nivel de cotización de la divisa norteamericana.
No resulta nada difícil llegar a conclusiones al respecto, des- pués que en el plazo de los cuatro días de vigencia del primero de los decretos, una empresa determinada introdujera al mercado una partida considerable de automóviles supuestos a ser comercializa- dos fuera del territorio nacional. El alegato de que el impacto en la prima del dólar determinó la rectificación presidencial, tuviera valor si esto último no hubiese ocurrido y una empresa allegada a intereses enquistados en el Gobierno, y no otra, fuera la beneficiada directa y conocida de la efímera disposición.
De todas maneras habría que felicitar al Gobierno por una iniciativa, ya en la postrimerías de su gestión, que confirmó hasta la saciedad, aunque eso estaba fuera de toda duda, su naturaleza imprevisora que ya le aseguraba en la historia nacional un puesto destacado como uno los más incoherentes que jamás haya existido. Y sería extremadamente injusto que así no lo fuera, porque ¿cómo catalogar a una administración que se ve precisada a volver sobre sus pasos apenas adopta una medida de trascendencia para la vida económica de la nación?
De ahí que el comunicado a la “opinión pública” divulgado por la Asociación Dominicana de Distribuidores de Vehículos y Efectos para el Hogar, Inc. condenando el proceder gubernamen- tal se ajustara a la realidad y constituyera la más fiel y válida de las expresiones de protesta de un sector de la economía seria y sistemá- ticamente lesionado por acciones oficiales que tenían, a todas luces, un matiz deliberado.
El comunicado calificó de “reiterado abuso” la rectificación del Poder Ejecutivo, por estimar la medida como discriminatoria e improcedente. Estaba en lo cierto cuando afirmó que la misma “ridiculiza la credibilidad del Gobierno, humilla a los importado- res” y lesiona la imagen del país frente a los fabricantes y suplidores extranjeros. Si se sopesaban los perjuicios ocasionados al sector im- portador, del que dependían miles de familias dominicanas, nece- sariamente se llegaba a la conclusión que a pesar de la dureza de al- gunos términos, el comunicado era benigno en su forma y esencia.
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La lucha de tendencias, que finalmente escapó al control de los organismos más altos de dirección, y la derrota electoral, afec- taron al Partido Revolucionario Dominicano. Lo demuestran las contradictorias declaraciones sobre el tipo de oposición al próximo Gobierno del doctor Joaquín Balaguer formuladas día tras día por el presidente de la organización José Francisco Peña Gómez, y el comunicado publicado el 19 de julio por el Comité Ejecutivo Na- cional contra el veredicto final de la Junta Central Electoral (JCE).
Todo ello indicó que el país no debía esperar del PRD una opo- sición racional a tono con la gravedad de los problemas nacionales, responsabilidad en parte de la propia ineficiencia perredeísta. De ahí que el papel desempeñado por la Comisión de Asesores Elec- torales encabezada por el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez y monseñor Agripino Núñez Co- llado, e integrada por hombres de la calidad de Alejandro Grullón,
José Miguel Bonetti, Luis Taveras, Rafael Herrera, director del Lis- tín Diario; Nicolás Pichardo, Rafael Calventy y Frank Moya Pons, cobre con el tiempo un rol cada vez más relevante.
Si existe algún consenso con respecto a dicho proceso, es sin duda el que atribuye al papel de esa Comisión en días difíciles e in- ciertos, un valor fundamental en la preservación de la limpieza de los cómputos de las elecciones. En un momento determinado, cuando el conteo de los sufragios puso al país en vilo, solo la seguridad de que esos hombres constituían una garantía que sobrepasaba el ámbito de los intereses políticos en juego, proporcionó los ingredientes indis- pensables para evitar estallidos de inconformidad y protestas que hu- bieran dado al traste con todos los esfuerzos por salvar la democracia.
Ahora que el proceso electoral llegaba a su fin con la procla- mación oficial de los candidatos ganadores, era hora de que la Re- pública reconociera la relevancia del papel desempeñado por ese puñado de hombres desinteresados, bajos condiciones a veces muy peligrosas para su propia seguridad personal. Cada uno de ellos, con ideas definidas, supo deponer ante ese llamado de la historia, sus simpatías políticas personales, en aras de un ideal mayor como era la suerte de la nación y la de sus instituciones democráticas, puestas en juego en ese proceso como quizás nunca antes lo había estado. Y, en honor a la verdad, cada uno de ellos, sobreponiéndose a la presión y a las amenazas que veladamente se ejercieron sobre el grupo, se comportó a la altura de la circunstancia.
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A finales de julio, el Gobierno de Italia donó al pueblo domi- nicano, a través del Ayuntamiento del Distrito, una considerable cantidad de alimentos, que incluyó un cargamento de sardinas en latas. El síndico José Francisco Peña Gómez, que en su oportunidad elogió calurosamente al Gobierno italiano por su gesto humanita- rio, tomó la decisión de vender parte de esos alimentos al mercado local para comprar otros artículos.
Con el producto de esa venta se comprarían otros alimentos de mayor consumo por las masas pobres, a las que iba destinada la do- nación, explicó el funcionario municipal para justificar su decisión. Peña Gómez dijo que había comunicado la medida al Cabildo y a la Embajada de Italia, pero no especificó si esperó la aprobación de la Sala Capitular para hacer la operación.
Hasta dónde él síndico podía disponer de una donación ex- tranjera hecha con un propósito determinado, fue materia de am- plia discusión. Podría alegar que la donación fue resultado de una gestión particular. Sin embargo, aun cuando este fuera el caso, ha- bría que recordarle que actuaba en su condición de síndico y en representación del gobierno de la ciudad, nunca a título privado. En tal virtud carecía del derecho posterior de actuar como lo hizo.
Peña Gómez confundía la línea que separaba sus actividades privadas y públicas. Con frecuencia ignoraba que su condición de funcionario electo, no le daba potestad para recibir ningún apor- te o donación de gobiernos extranjeros a título personal, por más estrecha relación afectiva que le unieran a presidentes y primeros ministros de esos países.
En tal efecto, la entrega de alimentos realizada por el Gobier- no italiano al través del Ayuntamiento, fue una donación al pueblo dominicano y el síndico carecía de autoridad para disponer de ellos para fines no contemplados en la misma. Que él creyera otra cosa, era asunto de su exclusiva responsabilidad, error en el que solía caer debido a su incapacidad para diferenciar sus obligaciones en el cam- po oficial con sus actividades privadas.
La aclaración ofrecida por el síndico en un espacio pagado pu- blicado en varios diarios locales, no llenaba las expectativas públicas ni dejó aclarado este engorroso asunto. Primero porque no ofreció las explicaciones debidas acerca de los detalles de la operación, don- de había envuelto dinero público y segundo porque tampoco infor- mó, por lo menos en la manera en que divulgó su decisión de haber
vendido las sardinas enlatadas, si la Sala Capitular fue debidamente puesta al tanto sobre los valores involucrados.
El caso es que al igual que los camiones y equipos donados por gobiernos europeos regidos por partidos de la Internacional Socia- lista durante su gestión municipal, contrario a lo que él siempre pensaba, la donación de sardinas en latas hecha por el Gobierno italiano fue un acto oficial y no una ayuda personal, por más que su influencia y ascendencia en esos lares lo convirtieran en uno de los favoritos de los palacios gubernamentales de la Europa occidental. En otras palabras, el síndico estaba obligado a responder no solo de las condiciones en que esas donaciones fueron hechas, sino por el cuidado, preservación y buen destino de las mismas.
En el caso de las sardinas, tenemos que su venta al comercio local para la adquisición de otros alimentos era una distorsión de los propósitos del acto de donación en sí misma. De todas formas, Peña Gómez debía apresurarse a aclarar qué cantidad recibió qué parte de la misma vendió, a qué precio y qué se hizo, centavo por centavo, con el fruto de esa operación, lo que nunca ocurrió.
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Las últimas horas de la noche del 15 de agosto de 1978 trans- currieron en el Palacio Nacional en medio de una estricta tranquili- dad, casi en completo sosiego. Los minutos finales de la administra- ción que terminaba en 1986 tuvieron otras tonalidades. Las etapas postreras de ambos mandatos tuvieron las improntas de sus gober- nantes, la característica esencial de sus administraciones. Joaquín Balaguer esperó hasta el último minuto de esa noche despachando papeles en su oficina, rodeado de silencio. Salvador Jorge Blanco se despidió con celebraciones.
Yo fui testigo inesperado de esa despedida solemne del hombre que el 16 de agosto de 1986 se juramentó de nuevo para un período constitucional de cuatro años. Eran aproximadamente las dos de la tarde del 15 de agosto de 1978, cuando el teléfono de casa me quitó
la atención que había centrado sobre un montón de papeles. Me disponía a partir hacia El Caribe, donde ocupaba el cargo de subjefe de redacción responsable de la información nacional y de la mesa de corrección de estilo. La juramentación de Antonio Guzmán era al día siguiente y trataba de poner en orden los encargos de una redacción que esa tarde prometía ser muy bulliciosa.
La voz del otro lado del auricular nada tenía de familiar. “Señor Guerrero, le habla el doctor Francisco Carías, del Protocolo de la Presidencia. Quiero comunicarle una grata noticia, Su Excelencia acaba de condecorarle con la Orden de Duarte, Sánchez y Mella. Permítame leerle el decreto…”, continuó la voz cada vez más obse- quiosa. Mi primera intención fue mandarle al infierno. No estaba para bromas. En el periódico acostumbrábamos a este tipo de chan- zas. Apenas el día anterior, habíamos envuelto en un fino papel una guía telefónica de 1956, que habíamos encontrado en el archivo del periódico, y la hicimos entregar con un mensajero a un compañero de trabajo muy amigo de los regalos. Mientras la voz terminaba de leer el decreto, me hice la idea de que era víctima de un desquite. A pesar del inmenso trabajo había siempre en la redacción alguien con tiempo suficiente para cualquier clase de jugarreta inofensiva. Algunas, de cuando en cuando, no eran del todo inofensivas y yo pensaba que ésta era una ocasión de esas.
“De acuerdo”, le interrumpí sin ninguna emoción. “Acepto la Orden con una sola condición y es que el propio Presidente me la entregue antes de irse”. Faltaban solo unas cuantas horas y creía ha- ber ganado la batalla. Esperé un momento, con una débil sonrisa de triunfo, hasta que la misma voz respondió: “Ok, venga esta noche al Palacio”
Colgué y di por terminado el asunto. En la tarde, otra llamada, ésta de un funcionario de prensa, me informó que el Presidente me recibiría esa noche en su despacho. Fue esa última la que me situó como testigo excepcional de unos instantes históricos. Y descarté cualquier posibilidad de broma.
Un poco nervioso miré por tercera vez el reloj, mientras daba vueltas alrededor de una mesa de tope de mármol del antedespacho presidencial. Llevaba cerca de 45 minutos y nadie daba la orden de entrada. Los últimos visitantes, una monjita y otras dos mujeres, abandonaron el despacho y Balaguer dio orden de que pasara.
Eran poco más de las 10:30 y las luces del Palacio habían sido apagadas casi en su totalidad. Un relámpago rasgó afuera la mor- tecina oscuridad que presagiaba la lluvia. El ambiente dentro de la mansión no parecía mejor. El último de los burócratas se había ido y la inmensa estructura de mármol y cemento se asemejaba a una noche de velatorio. En cierto modo era el ambiente perfecto: moría un Gobierno, aunque otro estaba a punto de nacer.
Había, sin embargo, una sensación de solemnidad y frescura en ese despacho sobrio, lleno de historias que su ocupante esa noche parecía dispuesto a guardar celosamente como dentro de un cofre. Después de unos cuantos chistes, que demostraban su buen talante, el Presidente entró en materia con una explicación desalentadora. El problema era sencillo, no había medallas para imponérmela. De acuerdo con la ley, yo debía comprarla a la Cancillería y eso tomaba tiempo. Yo ofrecía una solución que el Presidente aceptó gustoso. Lo que me interesaba en realidad era la foto. Entregué una moneda de 50 centavos al mandatario y le dije casi en tono de orden: “Esa es la medalla, impóngala”. La risa franca del Presidente quedó refle- jada en la foto.
Media hora después, minutos antes de las doce, abandonó su despacho en compañía de un ayudante civil y dos edecanes milita- res. Tomó el ascensor y se despidió de mí en la puerta, sereno, sin ningún asomo de resentimiento en el rostro, profundamente mar- cado por una jornada dura de trabajo.
En el exterior, comenzaba la celebración popular por el Gobier- no que se iba y el régimen que entraba. Todo formaba un extrava- gante contraste. Pero el bullicio que se apoderaba de la ciudad, que
no dormiría esa noche, no alcanzaba a despejar la invisible aureola de solemnidad que podía percibirse en cada muro de Palacio, soli- tario como un día de difuntos. Bajé a prisa las escaleras con tiempo para verle tomar el vehículo, que esta vez salió con uno solo detrás de escolta. Nadie estaba para despedirle en ese último segundo. En medio de la oscuridad me pareció ver que, al traspasar el portón de la parte posterior de Palacio, el automóvil se detenía para un último vistazo.
Esa sensación de tranquila seguridad no se repitió la noche del 15 de agosto de 1986. En su lugar, una despedida colmó el palacio de ruidos y boato, fiel a la tónica de los últimos cuatro años. Pero el primero de ellos regresó venciendo los peores obstáculos, como un homenaje final a su propia carrera política. ¿Podría lograrlo el segundo con todo el poder construido a su alrededor? No se nece- sitaron cuatro años para saberlo.